GEORGE STEINER
Franz Kafka
murió en 1924, después de haber publicado varios relatos y fragmentos. Para un
círculo de amigos —Max Brod, Franz Werfel, Felix Weltsch, Gustav Janouch— fue
un hecho profundamente sentido. Su tímida y acribillada ironía y la probada
inocencia de su charla y modales habían edificado una imagen encantadora.
Aunque, a fin de cuentas, la palabra kavka no significa nada más que grajo.
Menos de veinte años después, cuando Kafka habría estado al final de la
cincuentena, Auden escribiría, sin buscar la paradoja ni la perplejidad:
Si hubiera
de citarse al autor que más se aproxima a nosotros con aquella misma relación
que con sus contemporáneos tuvieron Dante, Shakespeare y Goethe, el primero en
que se pensaría sería indudablemente Kafka.
Y desde la
atalaya de su certidumbre dogmática y obra prodigiosa, Claudel pudo afirmar:
«Aparte de Racine, que es para mí el escritor más grande, hay otro: Franz
Kafka». Una inmensa montaña de literatura se ha levantado en torno de un hombre
que durante toda su vida no publicó más que media docena de relatos y bocetos.
A Franz Kafka: Eine Bibliographie, de Rudolf Hemmerle (Munich, 1958), que
consigna unas 1.300 obras de crítica y exégesis, hay que añadir la valiosa
lista de «Biografía y Crítica» de Franz Kafka Today (Madison, Universidad de
Wisconsin, 1959) Die Kafka Literatur, de Harry Järv y la reseña de los
artículos y estudios más recientes de Franz Kafka: Parable and Paradox, de
Heinz Politzer. El catálogo de Järv llena cerca de 400 páginas y nos informa de
que de Brasil a Japón difícilmente puede encontrarse un idioma de consistencia
o cultura literaria sin sus correspondientes traducciones y comentarios de
Kafka. La Unión Soviética ofrece una excepción significativa. De vuelta a la
patria, procedente de la Europa occidental, Victor Nekrasov, una de las voces
más maduras entre los jóvenes escritores rusos, afirmó que nada le había
avergonzado más o revelado más claramente la parcialidad soviética que el hecho
de no haber sabido de Kafka anteriormente. Su sólo nombre se ha convertido en
un santo y seña para entrar en la casa de la educación.
Todo este
tumulto de voces críticas produce cierto disgusto a algunos de sus tempranos
admiradores. No miran con buenos ojos ese reparto dispar de un tesoro y un
reconocimiento compartidos antes por unos cuantos. En su altivo ensayo La fama
de Franz Kafka, Walter Muschg, un maestro de la retirada, lamenta: «Ni siquiera
un poeta tan solitario como Kafka puede evitar la deformación de convertirse en
una sombra proyectada sobre la muralla del tiempo». Gracias a la publicación
póstuma que Max Brod hizo de sus tres novelas (dos de ellas incompletas),
publicación llevada a cabo contra los deseos expresos del propio Kafka, los valores
cabalísticos y las intimidades del arte kafkiano se han convertido en tierra de
todos. Para aquellos que recuerdan la aureola reservada y extraña del hombre,
la imagen actual debe de resultarles exagerada y minimizadora. La gloria
arrastra consigo la tiniebla.
El mismo
Kafka dio pie a los que ven en su obra un pergeño fragmentario y esencialmente
privado:
Max Brod,
Felix Weltsch, todos mis amigos, se apoderan de lo que he escrito y me
sorprenden con un contrato editorial firmado y rubricado. No quiero causarles
ningún embarazo, de modo que acaban publicándose cosas que no fueron al
principio más que fragmentos privados o diversiones. Vestigios íntimos de mi
fragilidad humana son impresos y hasta vendidos, porque mis amigos, y Max Brod
sobre todo, están empeñados en hacer literatura de ellos, y también porque no
soy bastante fuerte para destruir esos testimonios (Zeugnisse) de mi soledad.
Pero de
pronto, con subversión y calificación características de su significado, añade:
«Lo que he puesto aquí es, naturalmente, una exageración».
Hoy no
podemos comportarnos como si el peso de Kafka estuviera respaldado sólo por sus
relatos tempranos y botones de prosa expresionista. El proceso (1925), El
castillo (1926), América (1927) y los cuentos publicados en 1931 han
proporcionado a la imaginación moderna algunas de sus formas principales de
percepción e identidad. Apelando a la terminología parabólica de Kafka, hemos
de procurar que la muralla china de la crítica no aprisione la obra, que el
mensajero pueda pasar por las puertas del comentario. Las intimidades
prematuras y el sentido inicial de la posesión son irrecuperables. No debiera
oscurecerse el hecho capital: Kafka produce una sombra tan grande y es objeto
de una empresa crítica tan multitudinaria porque (y sólo porque) el laberinto
de sus significados se abre, por sus esclusas secretas y difíciles, a las
amplias vías de la sensibilidad moderna, a lo que en nuestra posición resulta
más apremiante y de importancia. Absurdo sería negar la cualidad profundamente
personal del laberinto kafkiano; aunque bajo aspectos maravillosos en su
núcleo, promueve infinidad de enfoques, de procesos de penetración. Aquí radica
la fuerza de lo que dijo Auden. El contraste entre la generalidad de exposición
y forma clásica que advertimos en Dante y Goethe y el modo encubierto e
idiosincrásico de Kafka denota el tenor de la época. Escuchamos un eco en
formación en nuestro discurso modulado a la manera de código lleno de silencio
y paradoja desesperada.
A menudo
sus glosas políticas hechas a propósito son ingenuas; se vienen abajo cuando
comienzan a distinguir entre lo partidista y lo profético. Sin embargo, con el
tiempo ha resultado evidente que gran parte de su «trasrealismo» y su elusión
de la realidad del enfoque, elusión paralela a su tendencia a una economía y
una lógica de la alucinación, derivan de una observación precisa e irónica de
las circunstancias históricas locales. Detrás de las exactitudes de pesadilla
en que nos sumen los planteamientos kafkianos se encuentran la topografía de
Praga y el imperio austrohúngaro en decadencia. Praga, con su pasado de
prácticas cabalísticas y astrológicas, con su densidad de sombras y callejuelas
laberínticas, es inseparable del paisaje de las parábolas y narraciones de
Kafka. Poseía un agudo sentido de los recursos simbólicos acumulados y al
alcance; durante el invierno de 1916-1917 vivió en la Zlatá ulička, el callejón
dorado de los alquimistas del Emperador, y no hay necesidad de negar la
asociación que puede establecerse entre el castillo de la colina Hradčany y el
de la novela. Los fantasmas de Kafka tenían sólidas raíces locales.
Más aún,
como ha argüido Georg Lukács, en las invenciones de Kafka hay retazos
específicos de crítica social. Su visión radical de la esperanza es sombría;
tras el avance del proletariado revolucionario advierte el medro inevitable de
la tiranía y la demagogia. Pero su experiencia de las leyes y su relación
profesional con los accidentes y remuneraciones industriales nutren su aguda
visión de las relaciones de clase y de las realidades económicas. En última
instancia, la representación gráfica de una burocracia malévola y no obstante
impotente es el eje de El proceso. Con el intuitivo precedente de Bleak House
de Dickens, la novela se convierte en un mito demoníaco del formulismo. El
castillo es algo más que una amarga alegoría de la burocracia feudal
austrohúngara; pero esa alegoría está implícita. Y como muestra Politzer, el
sentido de la máquina industrial en tanto que fuerza destructora y
abstractamente maligna perseguía a Kafka y encontró terrible realización en En
la colonia penitenciaria. Kafka no sólo es heredero de la maestría en la
distorsión figurativa propia de Dickens, sino también de su ira contra la
anonimia sádica de lo oficinesco y asambleístico.
La
auténtica política de Kafka, sin embargo, y su paso de lo real a lo hiperreal,
se encuentran en lugar más profundo. Es, en un sentido literal, un profeta. Un
caso al que el vocabulario de la crítica moderna, con su presunción profana y
cautelosa, tiene difícil acceso. Pues el hecho clave al respecto es la posesión
de una premonición espantosa, el hecho de haber visto hasta la meticulosidad la
amalgama del horror. El proceso exhibe el modelo clásico del estado de terror.
Prefigura el sadismo furtivo y la histeria que el totalitarismo desliza en la
vida privada y sexual, el hastío sin rostro de los asesinos. Desde que Kafka se
puso a escribir, la llamada nocturna ha sonado en puertas sin número y el
nombre de aquellos que son arrastrados para morir «¡como un perro!»* es legión.
Kafka profetiza la forma contemporánea de aquel desastre del humanismo
occidental que Nietzsche y Kierkegaard habían contemplado como una incierta
mancha negra en el horizonte.
Valiéndose
de un presentimiento de las Memorias del subsuelo, de Dostoievski, Kafka dibuja
la reducción del hombre al estado de sabandija atormentada. La metamorfosis de
Gregorio Samsa, que fue considerada sueño monstruoso por aquellos que primero
tuvieron conocimiento del cuento, había de ser el destino literal de millones
de seres humanos. La palabra exacta para sabandija, Ungeziefer, es un latigazo
de clarividencia; así designaban los nazis a los gaseados. En la colonia
penitenciaria no sólo entrevé la tecnología de las fábricas de muerte, sino
también esa paradoja especial del moderno régimen totalitario: la colaboración
sutil y obscena de víctima y verdugo. Nada de cuanto se ha escrito acerca de
las raíces internas del nazismo puede compararse, en lo relativo a la exactitud
de percepción, con la imagen kafkiana del torturador que se introduce de manera
suicida entre los engranajes del aparato de tortura.
La visión
de pesadilla de Kafka puede haber derivado perfectamente de los escarnios
privados y las neurosis. Pero eso no disminuye su importancia siniestra, la
prueba que da de que el gran artista posee antenas que captan esencias que
sobrepasan la orilla de lo presente y convierten lo oscuro en diáfano. La
fantasía se convierte en hecho concreto. Algunos miembros de la familia de
Kafka encontraron la muerte en los hornos crematorios; Milena y Greta B. (que
pudieron haber tenido hijos de Kafka) murieron en campos de concentración.
El mundo
del este y el judaísmo de la Europa central, en que el genio de Kafka se encontraba
tan a sus anchas, quedó reducido a cenizas.
No menos
que los profetas, que se quejaban del peso de la revelación, Kafka fue
perseguido por las intimaciones específicas de lo inhumano. Observó en el
hombre el nacimiento de lo bestial. Las murallas de la vieja ciudad del orden
se habían erguido ominosas con la sombra de la ruina próxima. De manera
críptica hizo notar a Gustav Janouch que «el marqués de Sade es el verdadero
santo patrón de nuestro siglo». Kafka encontró Buchenwald en el hayedo. Y al
otro lado no distinguió ninguna necesaria promesa de gracia. Politzer dice de
En la colonia penitenciaria:
El
verdadero héroe del relato, el «aparato singular», sobrevive a pesar de su
destrucción, inconquistado e inconquistable. Kafka no encontró un final para
las visiones de horror que le perseguían.
O, como el
mismo Kafka escribió en un aforismo redactado en 1920: «Unos niegan el
infortunio señalando el sol; él niega el sol al señalar el infortunio».
Esta
negación del sol está implícita en la ambigua mirada que Kafka vierte sobre la
literatura y sus propios escritos. Su deficiencia evoca el motivo del Antiguo
Testamento de los tartamudos afligidos por el mensaje divino, de los videntes
que quieren esconderse de la presencia y arrobo de la Palabra. En 1921 habló a
Brod de la imposibilidad de no escribir, la imposibilidad de escribir en
alemán, la imposibilidad de escribir de modo diferente. Se puede añadir una
cuarta imposibilidad: la imposibilidad de escribir.
Esa cuarta
imposibilidad era la tentación suprema. Politzer analiza con tacto magistral el
intrincado juego a que recurría Kafka con su legado: «Todo esto sin excepción
existe para ser quemado, y te ruego que lo hagas lo antes posible». Brod replicaría:
«Permíteme decirte que no cumpliré tus deseos». Kafka nombró a Brod ejecutor de
su voluntad y reiteró la súplica de que todo, salvo lo poco publicado que
tenía, fuera destruido. Hasta las obras impresas quedaron ambiguamente
condenadas: si desaparecieran todas se cumplirían mis verdaderos deseos. Sólo
que, dado que existen públicamente, no quiero impedir que las conserve el que
quiera hacerlo.
Politzer
dice que el ideal kafkiano de la perfección formal y estilística era tan
riguroso que no tenía en cuenta ningún compromiso. Las novelas e historias
incompletas eran imperfectas y debían perecer por ello. Sin embargo, al mismo
tiempo el acto de escribir había sido para Kafka la única vía de escape de la
esterilidad y anquilosamiento que sufría en su vida personal. Luchaba, en una
irreconciliable paradoja, por «una libertad que no tiene palabras, una
liberación de las palabras» que sólo podía alcanzar por medio de la literatura.
«Existe la meta, mas no el camino», escribió; «lo que llamamos camino es la duda».
En una iluminadora lectura de Josefina la cantora o El pueblo de los ratones
(una de las leyendas kafkianas más profundamente veladas), Politzer muestra la
equivocación de Kafka respecto del necesario silencio del artista. El narrador
está desconcertado: «¿Extasía su canto o se trata del solemne silencio que
envuelve su débil vocecita?».
Pero
podemos ir más allá. Kafka conocía la advertencia de Kierkegaard: «Un individuo
no puede ayudar ni salvar una época: sólo puede decir que está perdida». Veía
la inminencia de la época inhumana y trazó los rasgos de su rostro intolerable.
Pero la tentación del silencio y la creencia de que en presencia de ciertas
realidades resulta el arte trivial o impertinente tenían también su peso. El
mundo de Auschwitz se encuentra fuera de la palabra y fuera de la razón. Hablar
de lo inefable es arriesgar la supervivencia del lenguaje en tanto que creador
y portador de verdades humanas y racionales. Las palabras saturadas de mentiras
y atrocidades difícilmente pueden resumir la vida. Aprensión que no tenía
solamente Kafka. El miedo a la erosión del logos, a la victoria de la letra
sobre el espíritu se encuentra de manera incisiva en la Carta de lord Chandas,
de Hofmannsthal, y en las polémicas de Karl Kraus. El Tractatus de Wittgenstein
y La muerte de Virgilio, de Broch (que, en parte, pueden ser leídos como glosas
del problema de Kafka) están atravesados por la autoridad del silencio.
La cuestión
del silencio está expuesta en Kafka de manera más radical. Esto le da su lugar
ejemplar en la literatura moderna. ¿Debería rendirse el poeta? ¿Es todavía
posible la voz literaria, que entre todas las cosas es la más humana, en un
tiempo en que los hombres son forzados a escarbar o chillar sus tormentos como
escarabajos y ratones? Kafka sabía que en el principio era la Palabra; y nos
pregunta: ¿y en el final?
En este
lugar cobra importancia su judaísmo Muchos aspectos de ese judaísmo han sido
explorados por críticos y biógrafos. Poco más podría decirse de la deuda que
tenía con las tradiciones gnóstica y jasídica, de su vívido aunque caprichoso
interés por el sionismo, de la inquieta nostalgia de la cohesión emocional de
la comunidad judía oriental; nostalgia que le hizo decir a Janouch:
Me gustaría
correr hasta los pobres judíos de la aljama, besar el borde de sus vestidos y
no decir palabra. Sería completamente feliz si soportasen en silencio mi
presencia.
El orgullo
de Kafka y su profética afirmación de que quien «hiere a un judío mata al
Hombre» (Man schlagt den Juden und erschlágt den Menschen) son bien conocidos.
Pero queda por hacer lo más difícil: la ubicación de las obras y los silencios
de Kafka en el contexto de las relaciones de la sensibilidad judía con la
literatura y los idiomas europeos.
El estudio
de Politzer es un prólogo indispensable. Aunque insuficiente en su tratamiento
de las fuentes del estilo de Kafka (Robert Walser es mencionado una sola vez),
va más allá que cualquier investigación anterior señalando su escrupulosa
artesanía y medios técnicos. Ninguna lectura responsable que de él se haga
podrá ignorar lo que dice su autor de la factura de las novelas, de las
sucesivas etapas de composición, de las costumbres kafkianas en cuanto al
trabajo. Este estudio paciente e inteligente ha realzado con justicia el métier
de Kafka.
Pero los
juicios de Politzer carecen de constancia crítica y filosófica; no hacen
hincapié en el meollo exacto. La situación lingüística de Kafka era precaria.
Las condiciones de la minoría judía germanohablante que vivía en Praga
agudizaban la característica sensación de soledad y complejidad laberínticas.
El alemán de Kafka era chirriante para los oídos checos; a menudo se sentía
culpable de no utilizar sus fuerzas intelectuales en el renacimiento de la
literatura checa y la conciencia nacional, culpa que descuella durante su
encuentro con Milena. Y sin embargo, al mismo tiempo, su judaísmo encaraba la
creciente pujanza del nacionalismo alemán. Kafka advertía con disgusto que el
alemán hablado por los estudiantes y negociantes alemanes que visitaban Praga
le resultaba extraño, que era, inevitablemente «el idioma de los enemigos». El
judío de clase media, por haber renunciado al medio checo y haber adoptado el
idioma alemán, mantenía la esperanza de su emancipación, de reincorporarse a
los valores liberales de Europa. Kafka sabía que tal esperanza era vana.
Lo esencial
está más allá de las circunstancias locales. El judío europeo llegó tarde a la
literatura profana, a los predios de las «mentiras verdaderas» que son la
poesía y la ficción. Por todas partes no había hecho sino encontrar idiomas
emancipados de perspectivas y realidades históricas extrañas a él. Las palabras
verdaderas pertenecían a la herencia de la cristiandad eslava o latina,
convertida en columna del poder y la estima. Donde abandonaba lo hebreo y
atravesaba el Jüdisch-Deutsch para desembocar en las lenguas vernáculas
europeas, la sensibilidad de los judíos orientales tenía que acomodarse a las
medidas de sus opresores. Los idiomas codifican inmemoriales reflejos y giros
de sentimiento, remembranzas de actos que trascienden el recuerdo individual,
cotas de experiencia común tan sutilmente decisiva como las cotas del cielo y
la tierra en que una civilización madura. Un foráneo puede amaestrar un idioma
como un jinete doma su montura; pero raramente iguala al poseído de ese
movimiento indefinido y subterráneo. Schönberg desarrolló una nueva sintaxis,
una convención de expresión inviolada por usos anteriores o extraños. Los
escritores judíos del período romántico y los del siglo XX fueron menos radicales.
Hicieron lo posible por soldar el genio de su legado y la propiedad de sus
condiciones sociales e históricas con un idioma prestado.
La relación
entre el escritor judío y el escritor alemán era peculiarmente tensa y
problemática, como si contuviera presagios de la catástrofe última. Como dice
Theodor Adorno de Heine:
La fluidez
y claridad que Heine tomó del habla corriente constituyen el punto opuesto de
la seguridad (Geborgenbeit) ante un idioma. Sólo el que no está familiarizado
con un idioma lo utiliza como un instrumento.
En el
diario de Kafka de 1911, bajo la fecha del 24 de octubre, se percibe la
alienación que sentía respecto de su propio idioma:
Ayer se me
ocurrió que tal vez yo no hubiera querido nunca a mi madre como se merecía, y
como hubiera podido quererla, porque el idioma alemán me lo impedía. La madre
judía no es una Mutter, llamarla Mutter le da un aire levemente cómico […] para
los judíos Mutter es algo netamente alemán, inconscientemente encierra, junto
con el esplendor cristiano, la frialdad cristiana; la mujer judía a quien se
llama Mutter no nos parece por tanto solamente cómica, sino también fuera de
lugar […]. Creo que sólo el recuerdo del gueto mantiene la instrucción de la
familia judía porque también la palabra Vater está lejos de representar al
padre judío.
Podemos
leer el último relato de Kafka, «La construcción», como una parábola del
extrañamiento, del artista afirmado en su idioma. Por mucho que anhele
refugiarse en la domeñada intimidad de su arte, el constructor perseguido sabe
que hay un agujero en la pared, que lo exterior está esperando para abocarse
(geborgen y verborgen expresan la profunda relación lingüística entre estar a
salvo en casa y estar a buen recaudo en un escondrijo). Kafka estaba dentro de
la lengua alemana como un viajero en un hotel: una de sus imágenes clave. La
casa de las palabras no era ciertamente la suya.
Ése era el
impulso que se formaba detrás de su único estilo, detrás de la economía y
desnudez fantástica de su literatura. Kafka desviste al alemán hasta los huesos
de significado directo, desechando, siempre que puede, el envolvente contexto
de resonancias histórica, local y metafórica. Del fondo del lenguaje, de sus
depósitos de acumuladas superposiciones verbales, coge sólo lo que puede apropiarse
estrictamente para su propio uso. Coloca retruécanos en lugares estratégicos,
porque el retruécano, a diferencia de la metáfora, chisporrotea sólo hacia
dentro, sólo hacia la estructura accidental del idioma mismo.
El lenguaje
de En la colonia penitenciaria o de Un artista del hambre es milagrosamente
translúcido, como si hubieran sido borradas la riqueza y matización de los
precedentes históricos y literarios del alemán. Kafka pulía palabras como
Spinoza pulía lentes; una luz exacta pasa por ellas sin distorsionarse. Aunque
a menudo hay en el aire cierto enrarecimiento, cierta frialdad. Ciertamente,
Kafka puede verse como una advertencia que se hace al genio judío de la
probabilidad de que será en lo hebreo y no en la confusión de otras lenguas
donde tendrá que echar raíces una literatura judía.
Lo extremo
de la posición literaria de Kafka, junto con lo corto y tortuoso de su vida,
hacen más notable la centralidad y estatura representativa de su acabado.
Ninguna otra voz ha sido testigo más veraz de las tinieblas de nuestro tiempo.
Kafka observó en 1914: «Encuentro ofensiva la letra K, casi nauseabunda, y sin
embargo, la sigo utilizando, pues debe ser característica mía». En el alfabeto
del sentimiento y la percepción humanos, ahora esa letra pertenece invariablemente
a un solo hombre.
* En El
Proceso, palabras finales de Joseph K. (N. del T.)
En Lenguaje y silencio
_____
De MAL SALVAJE, 04/02/2020
As stated by Stanford Medical, It is indeed the SINGLE reason women in this country live 10 years longer and weigh an average of 19 kilos less than we do.
ReplyDelete(And actually, it has NOTHING to do with genetics or some secret-exercise and EVERYTHING to do with "HOW" they are eating.)
BTW, I said "HOW", and not "what"...
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