MAXIMILIANO BENÍTEZ
Hoy voy a
compartir con vosotros, el fragmento de una carta trasnochada que, tiempo
atrás, envié a una editorial local. Para evitar malos entendidos, suprimí los
nombres propios, no vaya a ser que esto me traiga algún tipo de problema, a
juzgar por cómo está el patio. Me explico: hace unos días, en la red social que
todos conocemos, tuve el simple detalle de señalar en la publicación de una
“escritora”, que en el texto que buenamente estaba compartiendo con el grupo
había tal cantidad de faltas de ortografía, que hacían incomprensible el texto.
Automáticamente me llovieron una cantidad de mensajes, a cual más amable, calificándome
de muchas cosas excepto de indulgente. No voy a reproducirlos, pero,
finalmente, acabé por abandonar el grupo que supuestamente era de literatura.
Por este motivo y algún que otro más que ahora mismo no viene al caso, y por si
quedara alguna duda o hubiera algún tipo de malentendido con el texto, aclaro
que no soy escritor. Lo digo desde el vamos. No soy escritor debido a que no
puedo formar parte del mismo oficio que hombres como Faulkner, Hemingway,
Kafka, Camus o Sartre. Yo, tan solo soy un insecto. Pero un insecto que se
considera buen lector. No soy un ratón de librería ni un lector compulsivo,
pero puedo afirmar que los libros que pasaron por mis manos fueron (y son) ante
todo de aquellos autores que no escribían novelitas para matar el tiempo sino
historias sin tiempo, eternas. Más o menos como decía Borges: “Hay escritores
que se jactan de los libros que han escrito, yo, de los que he leído”, pues
eso. Y tampoco, siendo justo, albergo algún tipo de recelo hacia los autores de
género, más bien me refiero a la percepción que tienen los lectores de los
escritores. Percepción o idea que lleva a que, de vez en cuando, me pregunten:
escribes por hobby ¿no? Sí, por hobby, como cuando coleccionaba llaveros…
El texto es el
siguiente:
“Cual cambalache del
nuevo milenio, todo parece centrifugarse y escupirse en la gran batidora de
internet. No es una simple casualidad, ni una moda, ni siquiera una nueva forma
de filtrar el contenido. Es tan solo el movimiento que genera la propia
inercia, una especie de avalancha virtual. Un signo más de nuestros
tiempos.
El mundillo
editorial no escapa a esta urgencia por lo vacuo, y participa activamente, algo
que no me extraña en absoluto; hay que vivir y hay que
comer, y todas las herramientas de promoción son válidas. Pero a veces
me pregunto: ¿A costa de qué? Es muy común ver serias promociones de pequeñas y
prósperas editoriales, compartiendo espacio virtual con publicaciones
regurgitadas con horrores ortográficos más propios de un niño en edad
escolar que de un adulto muy interesado en la literatura. Bueno, posiblemente
exagero al decir literatura, lo más probable es que se trate, más
bien, de algún que otro folletín erótico-romántico, o una de esas historias que
cogen los elementos y personajes de El Señor de los Anillos y los hace
descender a un territorio estéril de adjetivos e ideas. De esta manera, autores
(que se autoproclaman escritores previo pago de un pack de “visibilidad” que
además de entrevistas y marcapáginas, les eleva, de forma subrepticia, a la categoría
de autor serio gracias a la ignorancia del pobre lector) y
escritores noveles; editoriales y empresas de autoedición, reptan por las redes
sociales en busca, unos de éxito y renombre, y otros de lectores o
reconocimiento. Los autores de género quieren vender sus títulos y poco importa
si es con el apoyo de una editorial o una plataforma de autoedición: todo sea
por vender. “Es posible vivir de esto” recuerdo haber leído hace un tiempo de
boca de un autor que escribía lo que fuera que dictara el mercado. ¿Que ahora
se lee novela de fantasía? Pues habrá que escribir una de fantasía. ¿Lo que se
lleva es la ciencia ficción? Me leo alguno de Bradbury o Asimov y veré qué
sale. ¿Búsqueda interior? Alguno de Coelho, que es fácil de entender, y que
salga lo que salga. Sin embargo, el escritor, que paradójicamente reniega o
evita esta etiqueta, golpea una y otra vez a las puertas de las editoriales y
acumula textos sin advertir que ya todo ha cambiado. O casi todo.
No obstante, y en
honor a la verdad, también el escritor hurga en el océano de la red y observa,
a veces absorto, con qué facilidad se publica en estas plataformas de
autoedición. Absorto puesto que la cuestión de ver un libro publicado siempre
estuvo más cerca de la utopía que de la realidad, aunque fuera una
humilde imprenta de barrio. Y por supuesto, cae, después de muchos portazos, en
la trampa de la autoedición. Y su obra, tras tanto tiempo de esfuerzo
dedicado a cincelarla, acaba por convertirse también en un producto más,
compartiendo vitrina virtual junto a libros (sí, tienen el formato de libro, de
manera que no hay más remedio que referirme a ellos de esa manera) cuya única
aspiración es la de venderse como esos productos de oferta que vemos a la
entrada de los supermercados.
Hay una camada de
nuevos autores que no siente ningún respeto por lo que ha escrito, por la
sencilla razón de que jamás han leído una obra de verdad, esa que sobrevive a
la debacle no solo de la literatura sino de la civilización No escribió esa
historia desde las entrañas sino desde la parte más racional de su mente. No
buscaba sincerarse sino gustar, como cuando conocemos a una persona especial y
enseñamos siempre nuestra mejor cara. Pero la verdadera faz es la que permanece
a las sombras, casi siempre. No la enseñamos continuamente por la sencilla
razón de que pertenece a nuestro mundo interior. Lo bueno, lo malo, lo
vergonzoso está ahí, atesorado en nuestros recuerdos como en un viejo arcón. A
un escritor, estos secretos de la vida interior se le escapan, y no
necesariamente de forma inusitada, sino reencarnando en sus personajes. Eso es
algo que un escritor no puede (y en el fondo, no quiere) controlar. Ahí está
parte de la magia de escribir, y sin duda es algo que jamás llegará a entender
un autor de género. Puede que sea esta brecha lo más saludable en esta, como
dije antes, batidora de internet.
Por supuesto que
acabé por caer en todo esto. Harto del NO de las editoriales
tradicionales y del SÍ fácil de las pequeñas editoriales de
coedición, decidí publicar una bilogía de corte autobiográfico en la librería
virtual de Amazon. Uno de los capítulos de la primera parte los escribí a los
diecisiete años, y el último de la segunda parte, a los treinta y nueve. Como
pueden ver, la urgencia por vender no era algo que me atormentara,
precisamente. Y además, para (en el fondo, claro) reírme de todo este
inframundo de autores ávidos de venta que además se dicen “escritores” como un
niño que juega a ser bombero o policía, decidí que las regalías (es que me
entra la risa, de verdad, pero de las ganas de llorar) las ingresaría en la
cuenta de ACNUR, la agencia de la ONU para los refugiados. Cada uno o dos meses
publicaría dicho ingreso en feisbuc para disipar cualquier
duda. Me pareció legítimo viendo cómo estaba (y está) el patio. Voy a ahorrarme
el revelar cuantos libros vendí desde dicha publicación, no vaya a ser que
quienes acaben llorando sean ustedes.
Pero no
importaba, mi libro estaba publicado. Era prácticamente invisible, pero estaba
publicado.
Y así como muchas
de las editoriales de autoedición (parece una contradicción pero no lo es) invitan
con atractivos eslógans a cumplir el sueño de publicar un
libro, yo, en el fondo, sentía que me había traicionado a mí mismo; que
nada de eso era realmente cierto y que aquellos dos libros que tantos años me
había llevado escribir no se merecían ese maltrato: yo no me merecía ese
maltrato.
Porque yo no
necesitaba halagar mi vanidad frente a mis amigos con un libro impreso en las
manos. Yo no tenía que cumplir “ningún sueño”. Lisa y llanamente tenía algo que
decir.
Me dije a mí
mismo (y en voz alta además) que no volvería a caer tan pérfidamente con
mi próximo libro.
Y aquí estamos,
aguardando el final del invierno”
_____
De INMEDIACIONES,
21/03/2018
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