ANTONIO ALATORRE
La lengua madre
del español es el latín, pero no el latín «pulido» —clásico— que los romanos
usaban para las creaciones literarias sino el de todos los días y de toda la gente,
el que se hablaba en las casas, las calles, los talleres y los cuarteles…
La reconstrucción
del indoeuropeo ha sido lenta; la del latín vulgar no lo ha sido tanto: tenemos
en este caso documentos abundantes y directos a nuestro alcance. Los «romanistas»
han escrutado los documentos escritos y las miles de inscripciones que los
romanos dejaron en tierras del imperio a lo largo de los siglos; y, sobre todo,
no se cansan de buscar en cada detalle de las lenguas romances actuales —y de
sus respectivas literaturas, y de sus respectivos dialectos— la pista que podrá
llevarlos hasta ese latín vulgar que rara vez se escribió en cuanto tal, a ese
latín vivo que los gramáticos hubieran querido borrar de la faz del imperio.
Ya en Plauto,
nacido a mediados del siglo iii a.C., aparecen formas típicas del
latín vulgar, como caldus y ardus en vez de las formas
«cultas» cálidus y áridus —nuestro caldo se
remonta al caldus de Plauto; ahora es sustantivo, pero en español
antiguo era adjetivo y significaba
«caliente», como en italiano.
En esta época, un
demagogo de la aristocrática familia Claudia, deseoso de «popularidad», decía
llamarse Clodius, que era como el pueblo —la mayoría— pronunciaba el
nombre Claudius. La simplificación del diptongo au es rasgo propio
del latín vulgar: la palabra española oro viene del latín aurum,
pero los romanos del siglo i, al pronunciar descuidadamente su aurum,
decían ya algo parecido a nuestro oro.
Es
imprescindible, pues, tener aunque sea una sumaria idea de ciertos aspectos fonéticos y léxicos del latín vulgar. Para ello podrá servir la lista de ejemplos que en seguida daré. Cada ejemplo lleva, a la izquierda, la forma «correcta» o literaria —la
del latín «clásico»—, y a la derecha el resultado español, precedido en algunos
casos del resultado español arcaico —palabras entre paréntesis. Son, pues, tres
columnas de palabras o expresiones; la importante es la central, que va en
orden alfabético, y en cursiva, para que el lector, a lo largo de mis
comentarios, pueda localizar cómodamente los ejemplos.
Las formas
latinovulgares corresponden a fechas diversas, no siempre fáciles de precisar.
No se trata, además, de formas ya «cuajadas»: son formas en desarrollo, en
cierto estado de uso y desgaste, y el desgaste suele llevarse siglos; rara vez
se dan casos tan rápidos como el de usted o usté en que
quedó convertido el pronombre vuestra merced. La lista representa, de
manera general, el latín hablado entre el siglo ii y el siglo v en
un imperio romano cada vez más tambaleante, pero no del todo desunido. Había,
sí, diferencias entre región y región, pero aún no dialectos propiamente
dichos.
Los hispanos y
los italianos, que olvidaron la palabra clásica avúnculus «tío» y la sustituyeron por
otra más económica, thius, tomada del griego —español tío,
italiano zio—, deben haber sentido anticuados a los galos que se aferraron
a la vieja palabra —avúnculus > avunclu > avoncle >
francés actual oncle—, pero es evidente que durante largo tiempo siguieron
entendiéndola —conocimiento «pasivo», como dicen los lingüistas—, aunque para
ellos la palabra normal fuera thius.
Buen número de
las formas que aparecen en la lista corresponden a ese latín geográficamente
indiferenciado, pero he dado la preferencia, como es natural, a los desgastes y
a las innovaciones que se originaron o que prosperaron en Hispania —pongo
acentos gráficos para ayuda del lector. Ni en latín clásico, ni en latín
vulgar, ni siquiera en español medieval se escribían acentos.
He aquí [una
parte de] la lista:
Hay sonidos que
se pierden, sonidos que son sustituidos por otros, acentos que se desplazan,
etcétera. Véase, por ejemplo, *ríum, *mudare, *sessum, *legére. El légere clásico
se pronunciaba /léguere/; el legére vulgar se pronunciaba con una g
parecida a la del italiano genere o del francés genre, sonido
completamente nuevo —por comodidad podría escribirse leyére, con una ‘y’
no muy distinta de la que suele oírse en la forma española leyeron.
En latín clásico había diez vocales, cinco largas y cinco breves. Teóricamente, una larga duraba en su pronunciación el doble que una breve. Pero la oposición entre
breves y largas, sobre la cual está fincada
la prosodia del latín clásico, quedó sustituida en el latín hablado por la oposición entre sílabas acentuadas —largas o breves— y sílabas no acentuadas
Tampoco es
difícil de entender el cambio de la palabra esdrújula paríetem a la
palabra llana *pariétem: es el cambio que hacen hoy quienes en vez de Ilíada dicen Iliáda.
En *alécrem y en *scribíre —que se pronunciaba más bien /scrivíre/— hay cambios
de vocal además del cambio de acento. El cambio odorem > *olorem
continuó hasta olor, en español; odor, en portugués; odeur, en
francés, y odore, en italiano.
El latín clásico,
para decirlo a nuestra manera, era riquísimo en palabras esdrújulas, cuya
penúltima sílaba —la que seguía a la acentuada— tenía una vocal «breve», de tan
corta duración que llegó a ser imperceptible. El latín vulgar anuló esas
sílabas penúltimas, y dóminum quedó en domnu(m).
Se puede formular
una «regla» según la cual las vocales penúltimas de los esdrújulos clásicos se
volatilizan en el latín vulgar de España y aún más en el de Francia —a la
«tragedia de la penúltima» dedicó Mallarmé un poema en prosa.
La historia es
larga, así que espera una segunda parte para terminar de explicar cómo esa
vulgaridad en el latín evolucionó para configurar las lenguas romances.
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De ALGARABÍA,
27/04/2018
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