MARÍA SONIA CRISTOFF
Abro el cuaderno
de notas en el que, desde hace unos diez años, cuando este libro se publicó por
primera vez, vengo registrando ideas, hipótesis, analogías, polémicas, adendas,
incomodidades, referencias bibliográficas, citas probables e improbables, y
releo esas notas como quien en un momento hace un alto para volver a mirar un
mapa. Compruebo que algunas tienen subrayado doble, como si en el momento de
escribirlas hubiese dado con una clave, que otras están seguidas de alguna seña
de complicidad, otras de imprecaciones, otras de puntos suspensivos entre
paréntesis, otras de triples signos de interrogación o de admiración que, creo
adivinar ahora, en esta relectura, cumplen funciones perfectamente
intercambiables. Y entre todas esas notas solamente tomo para este prólogo ––en
el sentido de que ahí me detengo–– algunas que, me parece, pueden decir algo
acerca del estado de la narrativa de no ficción a principio de siglo veintiuno
en la Argentina.
Y además abro
otras libretas de notas, otras anteriores, porque lo que mi mente viene
murmurando acerca del tema surgió antes, a principios de los años noventa,
cuando la no ficción estaba, junto a cierta narrativa que retomaba la línea
experimental de los sesenta y setenta, en un auspicioso cono de sombra, y el
terreno local empezaba a ser cooptado por una narrativa que apostaba a ese tipo
de realismo mimético tan convertido en doxa que hasta el día de hoy suele
arrogarse el derecho a ser la única forma a la que le cabe el mote de novela.
El panorama era cualquier cosa menos alentador para alguien como yo, que no
tenía el menor interés por la no ficción, que veía a aquella narrativa
experimental interesante pero muy remota ––en el paradójico sentido de que me
parecía parte de un terreno muy marcado por una generación demasiado próxima a
la mía–– y que tenía aversión por la novela imperante, a la que entre otras
cosas veía como una forma de confinamiento, un recetario. Entonces decidí
guardar en un cajón mis papeles inconclusos y llamarme a silencio. O mejor
dicho tomar distancia. Acepté un trabajo como traductora de unos manuscritos a
cuyos detalles no presté mucha atención cuando hice el acuerdo, porque lo único
que me parecía relevante de ese trabajo era que implicaba salir de Buenos Aires
y mudarme durante unos meses a una estancia perdida en medio de Tierra del
Fuego. Una extraña serie de cosas me esperaba ahí, entre las cuales acá viene a
cuento detallar que los manuscritos resultaron ser páginas escritas a mano, en
tinta, del Diario íntimo de un personaje interesantísimo que había vivido en el
Sur durante la segunda mitad del siglo diecinueve y que el escritorio de la que
había sido su casa, donde yo trabajaba, tenía una biblioteca íntegramente
especializada en relatos de viaje. Y que a traducir los pasajes del Diario me
dedicaba durante el día y a leer los relatos de viajeros durante la noche. Tan
extraña fue esa combinación que transformó mi escritura, o más bien la definió,
la hizo posible, porque desde entonces esas formas no ficcionales están
actuando en todo lo que escribo, y en lo que pienso mientras escribo.
De esta reedición
surge en parte, decía, el interés en volver sobre mi cuaderno de notas. Pero no
hubiese convertido esa vuelta en prólogo si no fuera porque, en el exacto principio
de este siglo, la narrativa de no ficción salió de ese cono de sombra en el que
durante las dos décadas previas habían venido escribiendo extraordinarios
textos María Moreno, Raúl Rossetti, Matilde Sánchez y Osvaldo Baigorria y,
apartándose de ellos, se extendió hasta convertirse en un tipo de relato
mainstream, lo que generó muchas más publicaciones y recetas y premios y
malentendidos que discusiones, y entonces abro mi libreta de notas para a la
vez abrir opciones, otras posibilidades de lo que se puede entender por no
ficción. Porque junto con ese resurgimiento se ha instalado también un supuesto
que parece indicar que por crónica únicamente debe entenderse una narrativa
escrita bajo los preceptos de los manuales de ética periodística a la que luego
se debe edulcorar con literatura. Porque en esa receta lo que menos me cierra
es el edulcorante. Y porque es una pena que, más allá de que se lo nombre como
moneda de cambio, en este resurgimiento de la crónica no se haya tomado como
referente central a Walsh, a quien un hecho ––¿o una frase?–– arrancó de su
partida de ajedrez y de su escritura de cuentos cifrados para lanzarlo hacia
una narrativa capaz de vérselas con la coyuntura más próxima, ese fantasma de
todo escritor, y de no solo salir airoso sino también precursor de una forma de
no ficción en la que están presentes aquellos cuentos cifrados, las lecturas
que ellos suponen e incluso más de una de aquellas jugadas de ajedrez. Pero no
están presentes como trucos adosados para tratar de que el texto sea una novela
o igual que una novela o mejor que una novela, están presentes porque en Walsh
la literatura es, simplemente, lo inevitable. Tal vez desde ese lugar, por
paradójico que suene, fue uno de esos escritores que siempre tuvo claro que hay
un punto, un punto central, en el que escribir literatura y escribir periodismo
son cosas bien distintas. Pueden leerse como próximas y hasta intercambiables
según los contextos, pero en este momento hablo de la experiencia de
escribir.
En cambio, todo
indica que en este resurgimiento de la crónica se ha tomado como
referente central a la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo
Periodismo Iberoamericano, desde donde se propone la noción de que el
periodismo no es solo el mejor oficio del mundo sino también un género
literario. Pero un tipo de género que en gran parte retoma el paradigma que Tom
Wolfe delineó ––y no “inventó”, como sabemos, porque entre la larga fila de los
que ya estaban escribiendo en esa línea desde hacía décadas estaba, por esas vueltas
de la vida, hasta el propio García Márquez–– en su ya canónico prólogo de 1973
a la antología El Nuevo Periodismo y que consiste en reconstruir minuciosa y
verídicamente los hechos tal como ocurrieron en la realidad aplicando con
destreza técnicas literarias de lo más variadas, línea de donde se desprende
que lo fundamental en ese tipo de textos es cumplir con los preceptos del
periodismo, con sus concepciones de verdad y de realidad, su función de
informar, su rechazo a la invención y sus prácticas de chequeos exhaustivos. Yo
prefiero pensar esa narrativa sin endosarle esos devaneos literarios que
finalmente terminan minimizando la práctica periodística, que tan buenos textos
es capaz de generar, o defendiendo una idea de la literatura reducida a sus
técnicas, una idea de técnicas como adornos, una idea ornamental de la
literatura. Y aunque ya sabemos que la discusión acerca de lo que se entiende
por literatura es tan datada como infinita, puedo decir que si hay algo que hoy
la define ese algo radica en que lo crucial no son los temas sobre los que se
escribe ni tampoco la supremacía técnica con la que se escriba, sino el lugar
desde donde se escribe, y que ese es un lugar de libertad, un lugar donde el
referente máximo no puede ser nunca un manual de ética ni una figura
institucional, un lugar en el cual, en cambio, las reglas van surgiendo de las
luchas que cada escritor, en la construcción de su poética, entabla con
lecturas y precursores y polémicas y apuestas y fantasmas. No estoy diciendo
que todos los escritores hagan eso, digo que eso es para mí la literatura.
Tampoco estoy romantizando, no estoy hablando del escritor en su torre de
marfil en términos políticos ni de la inspiración que viene como un soplo en
términos de construcción narrativa, estoy hablando de la libertad de la que
dispone un escritor a la hora de definir ––o tal vez la palabra sea transitar––
su propia poética, una libertad que se parece más bien a un campo minado, a un
terreno siempre en tensión, en pugna, una trampa tendida por la cualidad
indómita del lenguaje.
No por deslindar
territorios estoy adscribiendo a la antinomia facilista que opone los márgenes
estrechos del formato periodístico a la atmósfera liberadora del libro. De
ninguna manera. Creo que hay formas interesantísimas de la no ficción
publicadas en los diarios, formas que generalmente aparecen en esos terrenos a
los que María Moreno llama “las zonas francas”, entre las que incluye el
“suplemento cultural, la página de misceláneas, la revista literaria y la columna
del costado”, y entre las cuales sí se percibe una apuesta que se aparta de los
mandatos de los manuales de ética, una pulsión literaria, una tensión ––más o
menos explícita según los casos–– entre una dicción literaria y las exigencias
de un editor, algo que de algún modo recuerda las discusiones que Martí solía
tener con Bartolomé Mitre y Vedia, su editor en La Nación, diario en el que
escribió crónicas durante casi una década a partir de 1882, o que recuerda
también las estrategias a contrapelo de la referencialidad periodística, “el
gesto antinformativo de la crónica” del que habla Julio Ramos cuando analiza
los textos de Gutiérrez Nájera, tal vez porque en efecto ese tipo de no
ficciones “en zona franca” tengan un antecedente mucho más marcado en la hibridez
de aquellos precursores de la crónica modernista latinoamericana que en la
compulsión por el chequeo de datos más asociado al nuevo periodismo
norteamericano. Un tipo de escritura literaria en formato periodístico que
también se ve durante la primera mitad del siglo veinte, en las crónicas de
Roberto Arlt ––esa voracidad, esa irreverencia de toda índole–– o las de Juan
José de Soiza Reilly ––ese sentido del humor, esa fascinación mimética por los
bajos fondos de la clase que fuera–– o las del Vizconde de Lascano Tegui ––esa
excentricidad, ese derroche–– o en las de Máximo Sáenz, el experto en crónicas
de turf que hizo de su prosa un centro de experimentación, un idioma vivo,
cambiante, desbordado, una apuesta a la prosa como intervención.
Como también,
volviendo a esa antinomia que trato de desarmar acá, creo que hay
propuestas anquilosadísimas de no ficción escritas en forma de libros, y entre
ellos pocos casos tan paradigmáticos como el de True Story de Michael Finkel,
un periodista que escribía regularmente en The New York Times Magazine hasta
que sus editores descubrieron que un artículo suyo ––un artículo que en Estados
Unidos y también en Europa se llama “reportaje” y que acá llamaríamos crónica o
narrativa de no ficción o literatura de no ficción, y los
motes siguen–– acerca de las condiciones de trabajo en las plantaciones de
cacao de Costa de Marfil estaba contado desde el punto de vista de un
adolescente que en realidad no existía, que había sido armado por Finkel a
partir de lo que le habían contado varios adolescentes durante los meses en los
que había estado investigando sobre el terreno. A pesar de que esas
investigaciones habían sido muy serias, tan serias que le habían permitido a
Finkel hacer hipótesis no solamente sólidas sino también inesperadas acerca de
las condiciones de trabajo en las plantaciones y de las condiciones de pobreza
generalizadas en esa región africana y del rol estrábico de algunas fundaciones
occidentales en esos contextos, los editores consideraron que había inventado y
entonces lo echaron. Me puse a leer ese libro no bien salió, en 2005, por dos
razones: en parte porque, cuando leí la noticia, pensé que este Finkel tenía
todas las herramientas para polemizar contra las concepciones de verdad y por
lo tanto de invención que sustentaban su despido, pensé que en esa memoir
que prometía ser True Story estaba no acorralado sino perfectamente ubicado
contra las cuerdas, en el ángulo preciso desde el cual postular otro tipo de
abordaje, para argumentar hasta qué punto en una crónica lo que se pone en
juego no es esa entelequia llamada verdad objetiva, chequeable, sino la
articulación de una hipótesis ––las estrategias a partir de las cuales está
construida, el trabajo sobre el terreno en el que se apoya, las lecturas con
las que dialoga, las posturas con las que discute–– en la que, como escritora
de no ficción, me parece perfectamente válido tomarse las libertades técnicas
que haga falta para contribuir a esa articulación. En otra (gran) parte, en
aquel momento me puse a leer ese libro por la curiosidad que me generó
enterarme de que, por una de esas jugadas del azar increíbles, en la misma
semana en la que lo echaron, Finkel se enteró de que el FBI había atrapado a un
hombre que, después de haber cometido todo tipo de fraudes y de haber asesinado
a su mujer y sus tres hijos en un viaje enloquecido por la carretera, había
vivido los últimos meses en México haciéndose pasar por Michael Finkel “del New
York Times”, a partir de lo cual me parecía que se generaban las condiciones
perfectas para encontrarme con una reescritura de A sangre fría cuatro décadas
después, con el condenado a muerte que solamente le habla al escritor que lo
entiende o que ve en él una especie de doble con menos suerte o menos capacidad
de simbolización. Pero True Story me resultó un fiasco en todo sentido. Menos
por la línea curiosa, digamos, menos por comprobar que Finkel no estuviese a la
altura de Truman Capote que por la línea polémica porque, en vez de argumentos
a favor de una nueva postulación de la narrativa de no ficción, lo que encontré
a lo largo de todo el libro fueron confesiones y disculpas de un arrepentido.
Finkel pudo haber hecho del formato libro un espacio discursivo donde los
criterios fueran los suyos o los de sus precursores elegidos pero en cambio
siguió escribiendo su episodio autobiográfico bajo los supuestos del periodismo
y sus manuales. Las razones de todo tipo por las que tomó esa línea no
interesan acá, solo traigo ese caso a colación para señalar que, per se, el
formato libro no nos hace libres.
***
Creo que ya va
quedando claro qué cosas no es, en qué línea no va la narrativa de no ficción
que voy proponiendo mientras abro mi libreta de apuntes. En paralelo, ensayando
una definición, diría que se trata de una forma literaria en la que confluyen
elementos de la autobiografía, un trabajo con los documentos que no excluye la
imaginación y la traza de un narrador que ante todo es lector. Ensayando digo,
porque no quiero quitarle a la definición el grado de inestabilidad que tiene,
no me interesa armar un listado fijo de rasgos transmisibles, no me interesa
cambiar una receta por otra. Puedo hablar de un abordaje, pero lejos de mí
intentar cristalizarlo en una fórmula. El tipo de narrativa de no ficción
de la que hablo está más bien en constante cambio, es una entrada a la
experimentación que varía en cada caso, no solo en cada autor sino incluso en
cada texto de un mismo autor.
Cuando hablo de
la traza autobiográfica en esta narrativa me refiero, entre muchas otras cosas,
al hecho de que el yo que la sostiene ––ese mismo yo que postulo como lector––
está altamente influenciado por un textito breve, de apariencia inocua,
supuestamente más lejos del texto que del anaquel de librería o de la
estrategia de marketing, que es la nota biográfica ubicada en la solapa o en la
contratapa o en Wikipedia y afines. Cada uno ––cada escritor, cada lector––
puede hacer lo que quiera con esa influencia, puede subrayar o elidir ese
supuestamente, puede optar por las teorías que más cerca están de sostener que
lo autobiográfico se define en gran medida por el pacto que establecen el
lector y el autor, esa figura a caballo entre el narrador de un texto y la
persona real que asume la responsabilidad de enunciación de ese mismo texto, o
puede sostener que lo autobiográfico es en realidad menos ungénero que un
momento que el lector encuentra en los textos, un instante en el que un yo que
antes era puro vacío va conformando su identidad a partir de la prosopopeya,
esa figura retórica que da voz a los seres muertos, a lo inanimado, hasta
hacerles “adquirir un rostro cuya identidad se ignora”. De cualquier modo, más
cerca de Philippe Lejeune o de Paul de Man, el texto debe enfrentarse, como las
vueltas de tuerca de la teoría y la vida han demostrado, a esa silueta que
interviene, a esa especie de fantasma que no necesariamente se incorpora a un
adentro sino que más bien, si pensamos en la figura del texto como túnel, el
texto como un lugar de paso, una silueta que transita y deja huella, se vuelve
indisoluble. Y entonces suspendo mi lectura de apuntes acerca de Falsa calma y
me voy otra vez más atrás, me remonto a un pasaje que encontré en una de las
libretas de notas que fui garabateando a medida que traducía en el escritorio
de aquella estancia fueguina los Diarios de ese inglés acostumbrado a
vivir siempre entre extraños, cuando no directamente en el núcleo vivo de lo
Otro, aquel desertor que había consignado su día a día con la vehemencia de
quien ve en esos pasajes escritos el único terreno sin zonas anegadizas: la
paradoja de que, cuanto más vehemente y más cotidiano y más aferrado a los
hechos y los testimonios se volvía su discurso, más desdibujada, más
inaprensible y remota se volvía su figura, más distante y gélida su prosa.
Desde esa paradoja, y no desde ninguna pretendida objetividad, pienso la
primera persona de estas narraciones no ficcionales. Y desde esa paradoja
también pienso el tono de lo que escribo, lo que parecería comprobar que,
cuanto más cerca de lo autobiográfico uno se coloca ––hablo de lo
autobiográfico en tanto construcción, no confesión–– más posibilidades de
alejarse tiene.
Por eso no
encuentro incómoda la primera persona en esta narrativa que propongo, porque no
entiendo por ese yo la entrada al confesionario sino una figura propagadora de
lecturas, y de los sentidos que vienen con esas lecturas. De hecho creo que es
así, en tanto maquinaria propagadora de sentidos ––y no en tanto recetario de
técnicas–– que la literatura ingresa en este tipo de narrativas. A veces lo
hace de modos muy explícitos, otras subterráneamente. Entrar en detalles acerca
de esos funcionamientos en Falsa calma no viene al caso; más bien prefiero
detenerme solamente en un pasaje del cuaderno de notas ––un pasaje escrito con
una caligrafía despavorida, como si lo hubiese anotado discutiendo directamente
con alguien o viajando en subte, o haciendo las dos cosas a la vez–– en el que
dice que en este libro intento que ni la investigación acerca de las
catástrofes que ocasionaron las privatizaciones petroleras de los años noventa
ni la articulación de mis hipótesis acerca de los efectos traumáticos generados
por el falso federalismo bajo el cual este país sigue andando desde que se
publicó el Facundo impidan que los personajes que habitan esos pueblos
fantasma, esos personajes que no saben qué hacen ahí, que no saben qué esperan,
que giran sobre sí mismos, que no saben qué condena están pagando, estén
conformados fundamentalmente a partir de ciertos personajes de Camus y de
Beckett. Ese es uno de los pasajes que aparece subrayado tres veces, lo que
parecería indicar uno de los modos de los que no quiero apartarme. En este
caso, el de la literatura convertida en una serie de lecturas que siguen
actuando en otros textos, un murmullo subterráneo disparador de sentidos, una
complicidad entre lectores.
Voy a los pasajes
de mis notas más próximos a lo que llamo trabajo con los documentos. Descarto
también todo ejemplo, porque en este recorrido por pueblos fantasma mi mayor
fantasma es la fórmula transmisible, y voy directo a esos pasajes que se
encargan de aclarar que por documentos no entiendo “reflejos de la realidad”,
como suele decirse, ni tampoco fuentes de información y/o ilustración sino más
bien códigos de determinadas disciplinas, testimonios, resonancias de otros
discursos, fragmentos de un diario íntimo o de un paper académico, un
expediente, un recorte periodístico, una carta de amor o una carta documento y
así seguir según el azar y la curiosidad intelectual lo indiquen. Hablo, en
definitiva, de otros textos, otros discursos no adscriptos a la literatura que
sin embargo empiezan a funcionar en un sistema literario. Y además hablo de un
narrador/lector que lee esos documentos y no solo los lee sino que también los
recorta, los selecciona, los organiza, los pone en un lugar central o los deja
en retaguardia, arma un collage que va siguiendo y a la vez conformando los
pasos de su propia hipótesis. En ese proceso sin duda interviene la
imaginación, porque sin ella es imposible armar buenas hipótesis. Algo en esa línea,
traducido a la idea de montaje, es lo que postula Jacques Rancière cuando habla
del cine documental y de su alto componente ficcional, lo que podría leerse
como contradicción si nos dejamos llevar por lo que indica el lugar común en
vez de ir, como hace él, a la etimología y recordar que la primera acepción del
verbo latino fingere ––de donde surge el sustantivo ficción–– no es “fingir”
sino “forjar”, armar, articular, de donde se deriva que la ficción no reside (o
al menos no reside únicamente) en la invención pura sino en la articulación de
materiales que acá llamo documentos, la ficción como construcción. Lo que se
parece bastante a la idea subyacente en la respuesta que Walsh dio cuando le
preguntaron por qué con ese tema tan interesante no había escrito una novela en
vez de una no ficción: “[…] el documento, el testimonio, admite cualquier grado
de perfección” ––dijo, después de desandar ese malentendido que eleva la novela
a las esferas estelares mientras deja para la no ficción los bajos fondos–– “en
la selección, en el trabajo de investigación se abren inmensas posibilidades
artísticas”. Hay ficción entonces en el documental cinematográfico, del mismo
modo en el que hay ficción en la narrativa de no ficción, por paradójico que
suene ––y por urgente que suene buscar algún modo mejor de designarla, aunque
este no sea el momento–– lo que a su vez remarca el carácter subjetivo de las
verdades hipotetizadas y el carácter artístico de la construcción, de la
articulación. No por eso estoy postulando una narrativa que sea igual a una
novela: estoy hablando de construcción a partir de documentos, esos fragmentos
de lo real que a su vez, volviendo a Rancière, no es un efecto a producir sino
un dato a comprender, documentos que además aparecen en el nuevo texto del que
participan haciendo evidente su exterioridad, su renuencia, su ambigüedad, su
rol en la conformación de un texto y a la vez en su fagocitación, su adhesión a
la figura del doble agente.
En los cuadernos
acerca de Falsa calma, y en los previos, compruebo que de mis lecturas de
relatos de viaje ––ese género aglutinante y ambiguo, siempre en los bordes del
testimonio y de la invención y de las bambalinas de una serie variada de
disciplinas–– no me ha interesado casi nada que no sea precisamente el trabajo
con los documentos, un tipo de abordaje que, mutatis mutandis, propongo
recuperar para la narrativa de no ficción de la que hablo, una narrativa que,
como un monstruo devorador, se alimenta de ellos, los hace participar como
restos, como fragmentos, como lecturas, y los transforma en material literario.
El procedimiento propaga una interesante hibridez en los textos, y no
interesante por el puro aspecto formal, por la cualidad estetizante, sino más
bien porque se trata de un tipo de hibridez en la que aquellas trazas de otros
discursos que vienen con los documentos entran en pugna en el nuevo texto
literario, no aparecen como saberes para ilustrar a la dama y al caballero sino
como esas urracas de las que habla Rafael Cippolini en Contagiosa
paranoia, las urracas del cartoonist Paul Terry que se dedican a buscar
territorios en los que saben de antemano que serán recibidas como intrusas,
esas urracas entregadas a una intromisión serial capaz de derribar
acostumbramientos. Se trata de trazas que no aparecen como elementos
fosilizados de lo que ya no es sino que guardan, latentes, su adscripción a
otro tipo de discurso, una adscripción que se resiste a ser tranquilamente
deglutida por el monstruo devorador y entonces, desde ahí, pone en cuestión el
discurso literario. Genera literatura a la vez que la cuestiona.
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De ANFIBIA
Ilustración: Walter Montes de Oca
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