JORGE MUZAM
Danzan los
queltehues bajo la fina llovizna de Seurat. Por la carretera pasan raudas
camionetas con funcionarios del gobierno, asesores provinciales, lamesuelas
municipales. Montoneras de roedores que ni saben dónde están parados. Vuelvo a
lo nuestro. Leemos Kyra Kyralina, de Panait Istrati, la única novela que hemos
podido conseguir de ese bendito rumano. No sé si leer consecutivamente a los
desencantados del comunismo fue intencional o pura casualidad. Hay cosas que
simplemente van sucediendo sin que quede tiempo para racionalizar las ínfimas
razones intervinientes. Milan Kundera, Alexander Solzhenitsyn, Arthur Koestler,
Isaak Bábel, Jorge Edwards, Roberto Ampuero. Los desilusionados del comunismo
nos abren su mente, su corazón, su amargura, y a ratos también su cizaña, su
retórica revanchista.
La
felicidad del hombre no estaba de ese lado ni de este. Los buitres cambiaban
tan fácilmente la swástica por la hoz y el martillo, la cruz por la demagogia,
o elaboraban graciosos cocteles para impresionar a las masas de incautos, y a
las hordas que pululaban en el poder de turno siempre las perseguía un séquito
de moscas.
¿Y qué hay
de los desilusionados del capitalismo? Hemos sido tantos, aunque
travestidos de formas brumosas, revolucionarios de terciopelo, de alfombra
fina. Que no se note que estás tan en contra porque puede dañar un negocio
futuro, un contrato jugoso, incluso escamotearnos las mierdosas
horas de clases que nos faltan para poder comer hasta fin de mes. Crecí
en la era milica, el paraíso pinochetista, ese donde nos transformaron en la
Norcorea del capitalismo. Éramos aún pequeños, no teníamos medidas
comparativas, la televisión mostraba un país bullente, pobladores esforzándose
por ganar trofeos de baile, modelos rubias hablando de cosméticos y modas para
gente fina, aunque igual se oían cosas por abajo, sabíamos que mataban gente,
que irrumpían en la noche en cualquier casa y se llevaban a las personas hasta
un nunca jamás, sabíamos que había delatores con veinte mil ojos, ancianitas
nazis con oídos biónicos, psicópatas con bigote negro torturando muchachos
idealistas, sabíamos que no se podía confiar en nadie. Pero, y esto es lo verdaderamente
paradójico, el país funcionaba, íbamos a clases, recibíamos nuestra leche
caliente a las diez de la mañana, las ferias eran baratas y estaban abarrotadas
de comestibles, los obreros recibían su salario mínimo por remover piedras o hacer
veredas en lugares donde no pasaba nadie, los alcaldes jubilados de la milicia
bostezaban su arrogancia en sus sillones de felpa y las estaciones seguían
pasando como cronometradas por relojes alemanes.
Tras 17
años de medievalismo moral llegó la democracia, los augurios de una alegría
multicolor, el adviento del desarrollo igualitario. Todo sería mejor. Pero a
muy poco andar las cosas se destiñeron hacia un gris medio fascistoide. La
nueva camada de dirigentes era timorata o lamecula, pero nunca huevona, así que
se atrincheró muy bien en los intersticios vacantes de la inmutabilidad
neoliberal. Desde allí ganaron mucho dinero, se hicieron directores de
empresas, asesores de transnacionales, mamadores ambientalistas de la generosa
teta estatal, ministros de múltiples carteras, o parlamentarios inamovibles con
salarios cien veces más altos que un obrero. Los buitres no eran buitres, ni
hienas, sino ratas, ratitas de terciopelo, ratitas oportunistas que ascendieron
hasta una altura intermedia de indolencia fétida, y allí se quedaron, aspirando
habanos costosos, comprando acciones del retail, pagando sobornos a los
superintendentes, dejando la moralina nacional en manos de los obispos
obstetras y empujando el buque mapuche hacia la extrema derecha, hacia el
glamoroso molinillo de indigentes y super ricos. Y el país no volvió a
funcionar como un reloj alemán, los puentes se empezaron a ensamblar al revés,
surgieron los elefantes abandonados, las casas de nylon, los colegios
acuáticos, los sobresueldos bajo la manga a los asesores de los asesores, y la
democracia se alimentó de coimas, nepotismos, arreglines, discriminación
de opositores, concesiones truchas y corrupción a gran escala.
Hoy los
obreros mascullan la sumatoria de horas mal pagadas, y escupen cada vez que pueden,
como queriendo decir “bajo cualquier gobierno tengo que trabajar igual, por tan
poco, por tan repoco...". Y más allá de esa idea todo es fingimiento,
cortesía forzada, hambrear expectativas, y aguantar a cuanto hijo de puta
relamido se asome a estas tierras de sudor y horarios a pedir votos para luego
revolcarse de gusto a costa del fisco.
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De
CUADERNOS DE LA IRA (blog del autor)
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