PABLO MENDIETA PAZ
El doctor
Tedros Adhanom Ghebreyesus, director General de la OMS, señala que ya
identificado el nuevo virus como parte de la extensa familia de los
coronavirus, y que su naturaleza responde a las características de un
síndrome respiratorio agudo severo -SARS, por sus siglas en inglés-, ha sido
preciso denominarlo con prontitud a fin de distinguirlo claramente de otros. En
este sentido, se llegó a la conclusión de que llevaría las sílabas “co”, de
corona (por las extensiones que lleva encima de su núcleo que se asemejan a la
corona solar); “vi”, de virus, y la letra “d”, de “disease” (enfermedad, en
inglés), enlazadas al número 19, toda vez que él fue informado del brote en
fecha 31 de diciembre de 2019.
Ya
investigado y conocido en principio el Covid-19, el Dr. Ghebreyesus y otros
científicos, virólogos y epidemiólogos, pronto advirtieron que el brote
manifestaba una cualidad expansiva incontrolable, en atención a lo cual
representaba una amenaza en extremo grave para la humanidad.
Con los
primeros estudios científicos en mano era necesario, por tanto, poner en
práctica, y de prisa, las medidas más efectivas para prevenir el contagio
(todas aquellas que ya conocemos). Pero me llamó la atención una: lavarse con
frecuencia las manos con agua y jabón y usar un desinfectante a base de
alcohol.
¿Lavarse
las manos con agua y con jabón? Recordé, sobre esto último, haber leído en
internet hacía no mucho que el afamado escritor y médico francés
Louis-Ferdinand Céline (1894-1961), había elaborado su tesis para graduarse
como médico inspirado en un simple pero gran descubrimiento científico, cuyo
alcance se explica a continuación.
Nacido en
1818, Ignaz Semmelweis fue un médico húngaro que ejerció la obstetricia en el
Hospital general de Viena. Profesional aventajado, y con solo 28 años, a
Semmelweis le llamó la atención comprobar la mortalidad récord de mujeres
jóvenes que habían dado a luz en el pabellón donde se capacitaba a los
estudiantes: más del 10%, con picos cercanos al 40%; mientras que en el pabellón
gemelo donde se capacitaba a las parteras, esta tasa no superaba el 3%, una
cifra normal en ese momento.
Un año
después, en 1847, un colega suyo murió de septicemia. Enterado de que los
cadáveres ocultan “partículas” o gérmenes invisibles pero potencialmente
letales (una teoría propia que jamás pudo comprobar –o que no quisieron
entender-, y que, como se verá, lo sentenció para siempre), el doctor
Semmelweis reparó en aquella ocasión que los estudiantes de medicina pasaron
directamente de la autopsia practicada al colega a un parto sin lavarse las
manos y sin desinfectarlas.
El escritor
Céline narra en su tesis de medicina cómo el médico húngaro, a partir de ese
momento, se convirtió en el histórico y gran promotor del lavado de manos con
agua y jabón, y de la desinfección total de ellas con una solución fuerte y
abrasiva para la piel: el cloruro de calcio. Como resultado de esta sencilla
combinación, pero colosal hallazgo, la tasa de mortalidad cayó al 1,3%, incluso
llegando a cero en ciertos días. ¡Eureka!
Pero poco
duró la alegría del médico. El doctor Semmelweis fue censurado acremente por
sus colegas, sobre todo por los de mayor renombre. Consideraban que las
cerriles investigaciones del advenedizo profesional húngaro no eran más que
supercherías que violaban la ética científica, pues juzgaban inadmisible el
hecho de que fueran los propios médicos los transmisores de los gérmenes. En
1849, su contrato no fue renovado.
Incomprendido
y con lobreguez del ánimo, el doctor Semmelweis regresó a su Budapest natal y
ejerció como profesor de obstetricia, sin que tampoco allí sus teorías sobre
los gérmenes y la fiebre puerperal (“esta podía ser menguada drásticamente
usando desinfección de las manos en las clínicas obstétricas”) fueran acogidas
favorablemente.
El daño
estaba hecho. Abandonado a una vida errática, y con serios problemas nerviosos
y de depresión que condicionaron su comportamiento, el creador de los
procedimientos antisépticos desarrolló severos trastornos mentales que
motivaron su internación en un manicomio, lugar donde murió en olvido y soledad
en 1865, a los 47 años.
No fue sino
hasta fines del siglo XIX que Louis Pasteur y Robert Koch (descubridor del
bacilo de la tuberculosis) resarcieron al médico húngaro al validar su teoría
acerca de los gérmenes y consagrarlo, como así mismo lo hizo en su tesis
Louis-Ferdinand Céline, como un genio.
En el año
2015, la Unesco conmemoró los 150 años de la muerte de Ignaz Semmelweis, “el
doctor húngaro conceptuado en la actualidad como el padre de la asepsia y de la
epidemiología hospitalaria moderna, quien descubrió el enorme valor de tan
básica medida higiénica y que pagó el hallazgo con su vida: el lavado de manos
con agua y jabón”; hoy, quizá, el arma de desinfección más poderosa en la
guerra contra el invisible Covid-19.
Pablo
Mendieta Paz es
ciudadano boliviano.
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De PÁGINA SIETE, 31/05/2020
Imagen:
Ignaz Semmelweis en un sello postal de Austria
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