Saturday, February 20, 2016

La España en color que vio Roberto Arlt en su viaje de 1935

JAIME FERNÁNDEZ

Hace ochenta años, entre 1935 y 1936, el escritor argentino Roberto Arlt (1900-1942) viajó Marruecos y por varias regiones y más de diez ciudades y treinta pueblos de España, provisto con una libreta, un lápiz y una cámara de fotos y con el encargo de redactar una serie de artículos para el diario porteño El Mundo en la sección tituladaAguafuertes Españolas. Ahora Hermida Editores publica una compilación de aquella serie de columnas periodísticas bajo el título genérico Aguafuertes, con una introducción del propio compilador, Toni Montesinos, “El viaje como fin de la angustia”.
El nombre de aguafuertes tiene resonancias pictóricas –se trata de una modalidad de grabado- y goyescas. El libro se divide en Aguafuertes andaluzas, Aguafuertes gallegas, Aguafuertes asturianas, Aguafuertes vascas y Aguafuertes madrileñas, además de una sección dedicada a Marruecos, y concluye con una suerte de epílogo que recoge los artículos que Arlt escribió sobre España en Argentina, en algunos de los cuales analizaba la conflictiva situación política de un país atrapado en un callejón sin salida que, desgraciadamente, conduciría un año después a la Guerra Civil.
El envilecimiento del clima político, alentado por una prensa irresponsable que pintaba al adversario ideológico con imágenes aterradoras, inoculando un gran nerviosismo en las masas cada vez más impacientes y prestas a echarse a la calle, alcanzaba su paroxismo en los crímenes callejeros y en las batallas campales entre las facciones. Los españoles estaban divididos en dos bandos cada vez más irreconciliables.
Arlt se remite al pronóstico del presidente de la República, Manuel Azaña, quien advirtió de la existencia de dos corrientes de pánicos muy peligrosas, una más intensa que la otra, pero con diferentes clases de peligro, y que se concretaban en el temor a la formación de una dictadura proletaria o a un golpe de estado militar.
En un estilo característico, de una viveza y un nervio fuera de lo común, Arlt compone sus cuadros de la vida española de la época con la mirada perspicaz del observador foráneo y la fibra sensible del hombre compasivo que no oculta su indignación por las escenas de miseria más que de pobreza de las que fue testigo principalmente en Andalucía, así como por el atraso y las vetas de barbarie que apreciaba en aquellos españoles. Era algo con lo que no había esperado encontrarse al desembarcar en Cádiz. “No hay carro de basura porque nada es basura, no se tira nada”, dice de España.
A mediados de los años treinta la situación económica no sólo en España sino en el resto de Europa dejaba bastante que desear. Por eso Arlt afirmaba que los americanos no podían formarse una idea de la miseria absoluta que hormigueaba en ciertos sectores de las populosas ciudades europeas. Se refería a la miseria que otorga categoría de objeto de lucro al harapo cuyo destino natural sería el cubo de la basura y que en los países del Nuevo Mundo se empleaba para reciclarlo en la industria del papel.
Durante su estancia en el país pateó calles y caminos, visitó restaurantes y pensiones, catedrales, torres y retablos, fábricas y arrabales. Tenía motivos para jactarse de conocer las tierras españolas como quizá sólo las conocieran unos pocos nativos. Las opiniones que arroja sobre España y sus habitantes destilan agudeza y veracidad. Algunas se mantienen intactas. Los historiadores de la Segunda República debieran tomar nota de estos apuntes excepcionalmente incisivos.
Aunque las imágenes fijas y móviles que conservamos de la época sean todas en blanco y negro, como era usual entonces, los cuadros que Arlt pintó con su pluma rezuman colores vivos. Una España en color. Lo más singular que encontró en el país es que fuese tan variado y plagado de contrastes. Tomó como ejemplo la fama de religioso que arrastraba el pueblo español. Pues bien, Arlt creía que esta fama se contradecía con las iglesias semivacías y el que las fiestas religiosas tuviesen las características de

“francachelas colectivas, complicadas con algunos actos de histerismo simpático”.

Una de las regiones que le antojó con más contradicciones fue Galicia, con una Coruña cosmopolita, jovial, con gente charlatana y cafés abarrotados, como Madrid; una Pontevedra comercialmente muerta; Vigo, activa, seria y discreta; Santiago de Compostela taciturna, secular y episcopal, y Betanzos festiva, bullanguera, semimarinera y campesina.
A mediados de los años treinta, Roberto Arlt se encontró con un país perplejo y ensimismado ante su propia parálisis y unos intelectuales que hurgaban en las posibles causas de aquel bloqueo aparentemente invencible, evitando poner el dedo en la llaga. El escritor argentino plantea una enmienda a la totalidad de las hipótesis y aseveraciones barajadas por intelectuales como Unamuno, quien achacaba los sempiternos males de España ¡al paisaje! A juicio de Arlt el autor del El sentimiento trágico de la vida constituía el exponente del intelectual subjetivo que “por la noche piensa lo contrario de aquello que afirmó por la mañana” y convencido de que la civilización está desconectada del progreso económico, por lo que un tractor le parecía una máquina demasiado prosaica.
En su opinión, este tipo de intelectual representaba la desesperación profunda de la clase media española desorientada, que invocaba a Sancho y a Don Quijote y que “cree aún en el individuo-providencia, que ayer se llamó Azaña, hoy Lerroux [líder del Partido Radical]  y mañana Gil- Robles [dirigente de las derechas] y pasado mañana quizá Alfonso XIII”. En su diagnóstico de la sociedad española de aquellos años distinguía una clase media  formada por la pequeña burguesía urbana y rural, que buscaba desesperadamente refugio en la religión; un campesinado sumido en el atraso y la pobreza, y también estancado en los ideales medievales, y un prototipo de centro-izquierdista, con cierta formación académica, que se entregaba a la verborrea.
Arlt creía que la causa de la parálisis de España radicaba en su economía regional. Para demostrarlo, vuelve la mirada hacia el español que ha emigrado a América y que rápidamente se adaptó al medio, fusionándose con el ambiente. De este español transterrado comenta que era “sesudo, razonable, prudente y jovial” y desligado por completo de los tipos literarios retratados por los novelistas españoles, “enjutos y estáticos” como los personajes de los cuadros de El Greco.
Un ejemplo de ello es que numerosos españoles que hicieron fortuna en América, a costa de mucho esfuerzo, al volver a su provincia natal no se hallaban, no porque carecieran de amor a la patria sino  porque en ella no podían desarrollar su actividad con el dinamismo que demostraron en América. Arlt tenía claro que el español medio es un hombre de acción, aunque en la península la economía nacional lo tuviera “metido en un chaleco de fuerza”, obligándolo a condensar sus fuerzas innatas, lo que se manifestaba “en violentas exteriorizaciones fanáticas”.

“La musculosa psicología del español está prensada en agujero de piedra, con un guardia civil de centinela”.

¿Qué tenía que ver el paisaje con todo esto? Era de la falta de un campo de acción de donde surgía “la rispidez española, su orgullo, esa obstinación que lucha en un pequeño círculo de piedra”. Qué distinto sería ese mismo español si se encontrase ante un campo de veinte o cien hectáreas de tierra explotable.
A pesar de la dificultad que entraña cualquier comparación entre los Aguafuertes, las madrileñas quizá sean las más redondas.  A Roberto Arlt Madrid le pareció una capital más populosa de lo que era por el hacinamiento de la población en edificios de cuatro o más plantas, con los pisos bajos ocupados por comercios “divertidísimos”. Comparó la ciudad con “la bonita muchacha pobre, a la que un traje nuevo le sienta a las mil maravillas aun cuando sus pies continúen calzados en alpargatas”.
Por entonces era una capital sin fábricas y sin casi obreros, compuesta por una “equívoca clase media que vive gloriosamente de sus raídas pensiones y escasos sueldos” y una población de cien mil funcionarios y treinta mil estudiantes, más otra variopinta integrada por militares, eclesiásticos, periodistas, artistas, “que se confabulan para crear alegría”.
Era también la ciudad de los serenos –los vigilantes nocturnos que velaban por la seguridad de los vecinos- “con un farol encendido sobre el estómago y una lanza corta en la mano derecha”, bizqueando a una pelandusca. “Éste es Madrid”, sentencia en losAguafuertes madrileñas, en el que el burócrata al servicio de la República, el chupatintas oficial, era el ser más feliz no de España, sino del planeta.
No tiene nada de extraño que Madrid fuese la ciudad de la alegría bajo la férula de este personaje-tipo, que trabaja de diez a dos de la tarde y que a las cuatro se instalaba en alguno de los numerosos cafés que abundaban en la capital hasta la nueve de la noche. “Seis horas de conversación sobre política, faldas y en verano, de toros”, en las que el tertuliano era a veces un personaje oficial que acababa de renunciar a un cargo y se disponía a revelar las intimidades de la vida gubernativa, desplegando “la teatralidad de los grandes gestos" y "pulido de expresión e ingenioso de juicio”. El café era la institución madrileña, aquellos cafés de interioridad teatral, como si los hubiesen diseñado

“escenógrafos de Hollywood, con tubos de luz blanca en vastos lienzos de muro dulcemente gris y sillones de cuero con armaduras de acero cromado”.

Ya generalizando, el escritor veía en cada español “un romántico que se pirra por la teatralidad de los grandes gestos”, siendo la mesa del café la que le ofrecía el escenario adecuado. Era la época, hoy tan lejana como esos grandes gestos a los que alude Arlt, de los cafés y casinos a los que se acudía para exhibirse, para mostrar las dotes oratorias y la temperatura temperamental. Cada cual tenía sus minutos de actor y sus minutos de público, en un reparto que se procuraba que fuese equitativo, para que no se enfadase nadie.
Las descripciones de la ciudad transpiran plasticidad y colorido. Por ejemplo, el amanecer en Madrid, cuando se lava la cara y “una neblina sonrosada envuelve los blancos rascacielos de la Gran Vía y en numerosos establecimientos los dependientes retiran las persianas de las vidrieras a las diez de la mañana”. Precisamente esta gran arteria, “como no hay otra en la América del Sur”, representaba con sus soberbias fachadas la cara más moderna de la capital. Allí se respiraba “afanosamente”, al contrario que en las ciudades provincianas. Sin embargo, tras ese ostentoso despliegue de modernismo, como si se tratase de una ciudad Potemkin, se agitaba lo antiguo, es decir, lo castizo. Bastaba con internarse en alguna de las calles de adyacentes a la Gran Vía en las que proliferaban los cafés “de la covachuelería y bohemia madrileña”.
Arlt retrata un Madrid teatral en el que muchos madrileños con sentimientos monárquicos echaban de menos al exiliado monarca Alfonso XIII, “el rey que adornaba castizamente la ciudad”. Un Madrid sumido en el misterio y el desorden, y donde no había manera de dar con "un hombre que os asegure que el primer piso de una casa es técnicamente su primer piso”, porque había un subsuelo, un entresuelo principal, primero principal, primero, de modo que casi siempre el primer piso resultaba ser el quinto piso. ¿Y qué decir de los ascensores que subían a la gente pero estaba prohibido bajar en ellos, “so pena de reñir con el portero y su cónyuge”? A Roberto Arlt estas incidencias no le desagradaban; por el contrario, le divertían. “Matizan los días”, precisa en su jugosa crónica. En resumidas cuentas, todo formaba parte como de un teatro.
Un aspecto que le llamó la atención fueron las multitudes  de hombres, mujeres y niños que abarrotaban los salones. “Desdichado el extranjero en esta ciudad si no tiene amigos. No hallará mesa donde sentarse”. Esas multitudes, sin embargo, no privaban a la capital de su aire provinciano, sobre todo los domingos. 
En Cuatro Caminos, un barrio que califica de “sórdido”, la multitud adquiría un tono proletario. Todos iban vestidos de la misma manera: los hombres con traje azul de taller y las mujeres con alpargatas y un pañolón a la espalda y casi todas con un crío en brazos. Fue allí donde Arlt comprendió la fuerza latente en los movimientos revolucionarios de masas, lo que encajaba con las consignas revolucionarias que vio escritas en los muros.
Madrid era la tentación para el viajero inexperto. En ella uno se encontraba “brutalmente cómodo”, siendo “el único paraje del mundo donde no se experimenta el más mínimo remordimiento de no hacer nada”. Mientras en otras ciudades había un estímulo para trabajar, en Madrid si se trabajaba demasiado se corría el peligro de dar un mal ejemplo. Como el lector puede imaginarse, Roberto Arlt se marchó apenado de la capital.
El itinerario por Andalucía empieza por Cádiz, una ciudad que de ochenta mil habitantes, dieciséis mil estaban desocupados, y de la que le llamó la atención la multitud de hombres vestidos con el traje azul de la faena y la gorra de torta. La descripción de la Semana Santa en Sevilla, “la opulencia de Asia en Europa”, parece la del viajero romántico que presencia un espectáculo extravagante y a quien le sorprende la ausencia de formalidades en los procesionarios, muchos de ellos turistas (seis mil por día), con sus treinta mil cofrades, y que “en otro país escandalizarían al creyente”.
En Granada le decepcionó la Alhambra, como a tantos visitantes que esperan encontrarse con otra cosa distinta. No entendía cómo había podido generar tanta literatura. Pensaba que había un ochenta por ciento de falsa admiración en los apologistas de este edificio-monumento, exponente del arte musulmán español, y que la causa de la indiferencia que suscita es porque este arte no responde a nuestra sensibilidad occidental. Incluso lo tildó de “repulsivo”, calificándolo de arte “alfeñicado, afeminado, estilizado” y decadente. Decorativo. En suma, la Alhambra era para Roberto Arlt un engaño para el espectáculo-multitud

“que merodea un cuarto de hora y, frío y esquivo, se marcha como ha venido”.

Aunque las gitanas del barrio del Sacromonte se le antojaron “tan apócrifas como los apaches de París", no tienen desperdicio las conversaciones que mantuvo con ellas, en particular con la sofisticada Lola La Chata.
Fue en Granada donde el novelista, autor de obras tan personales como El juguete rabioso o Los siete locos, sentado en el café Royal, en un anochecer en que “el cielo español pasa misteriosamente del verde opalino al azul prodigioso del amanecer”, con las mesas ocupadas por familias que conversaban entre carcajadas, transpirando una cordialidad sana, llegó a la conclusión de que en un país con gente tan sociable era imposible que alguien pudiese escribir Crimen y castigoA la sombra de las muchachas en florEl artista adolescente o Bajo el sol de Satán.
Semejante simetría de existencias “limpias, cabales y espontáneas” estaba reñida con la creación de personajes de novelas psicológicas como las citadas. Aquí “morirían de consunción, se casarían honestamente para tener un hijo cada año”. Gente tan lozana, "que come a dos carrillos, que bebe e ignora la úlcera del duodeno”, vive ajena a “las complicaciones estilizadas, naturales de otros climas dolorosos, turbios”, que el mismo extranjero rechaza en cuanto se establece en España durante cierto tiempo.
Es gente que “está más allá de la psicología” y que se deja llevar por sus pasiones, aplaudiendo o abucheando en el cine cuando algo les gusta o les disgusta. Arlt veía en esta forma de conducirse la causa de que en la moderna literatura española no hubiese “escritores nerviosos engendrados por las epilépticas civilizaciones” de Londres, Leningrado, Berlín o París.

“Un escritor refleja la realidad social, y la realidad social de la masa española es sencilla en lo que atañe a su vida psicológica, al menos en el sur”.

Los viajes por Galicia, Asturias, Cantabria y el País Vasco le ofrecieron una imagen más apacible que la España del sur. La miseria frente a la “casi prosperidad” norteña. La comparación llega al punto de confrontar dos ciudades como Cádiz y Vigo -ambas con una población similar y con puerto continental- para ejemplificar el antagonismo entre el norte y el sur. Así, mientras la ciudad andaluza tenía veinte veces más cafés y tabernas que Vigo, el nivel estándar de su población proletaria era infinitamente más bajo que el del trabajador campesino o marítimo de Galicia. Arlt cuenta que en los días de fiesta en Vigo al trabajador sólo se lo reconoce por sus manos deformes, ya que su vestir ciudadano es idéntico al del pequeñoburgués.
También destaca de los norteños su arrojo, remitiéndose a la bravura que demostraron en la revolución de Asturias de octubre de 1934 en la que murieron cinco mil personas. Para sofocarla el gobierno republicano tuvo que recurrir a las armas de guerra más modernas. Cuando, después de este trágico suceso, el ministro de la Guerra, José María Gil-Robles, visitó una fábrica asturiana, los trabajadores le dieron la espalda.
Más diferencias: si en Andalucía el llamado “bajo pueblo” no se mezclaba jamás en los lugares de diversión con la burocracia y pequeña burguesía, en Galicia la convivencia entre ambos estamentos era un hecho. Las capitales andaluzas le parecieron excesivamente ruidosas; en cambio, las gallegas eran “mortalmente silenciosas”. Si la masa andaluza “es un volcán en erupción”, la gallega se mostraba silenciosa y reposada. Ello no obsta para que durante su estancia en Betanzos se dejase seducir por la alegre fiesta del Ferial de San Roque, el 18 de agosto, junto al río Mandeu y en el propio río, que, tal como la describe, recuerda a una escena campestre del pintor David Teniers, aunque Arlt la compare con una de Gustave Doré, entre sonidos de gaitas, guitarras, mandolinas, tamboril, trompetas y violines.
Allí se bebía tan desaforadamente que él mismo sólo se recuerda "con el cuerpo fuera de la barca, tendido en la popa, de cara al agua en la que plateaba un reguero de luna entre montes de tinta china”.
En el País Vasco reparó en el nacionalismo católico y antifascista que calificó como “uno de los más sorprendentes fenómenos sociales que fermentan en ese continente de pequeñas naciones, como ha sido definida España”. De la casona vasca anotó que se parecía a un convento.

“El alma se encoge despavorida en presencia de estas vidas rectas, vivida en grandes habitaciones desmanteladas de superfluidades" y donde los dormitorios “no son para el amor, sino para el deber de la procreación”.

Uno de los pasajes más atractivos de Aguafuertes es el descenso del propio Arlt a la mina asturiana de Llascares, donde los hombres son "como enterrados vivos", acompañado y guiado por un ingeniero de Minas (él hubiese preferido la compañía de un minero). Allí los mineros trabajaban siete horas seguidas, de ocho de la mañana a tres de la tarde, con un descanso de veinte minutos a mediodía para almorzar algo, por quince pesetas diarias de sueldo.


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De EN LENGUA PROPIA (blog del autor), 06/10/2015

Fotos:
Portada del libro
Roberto Arlt en 1935
Llegada de inmigrantes españoles a Argentina
Tertulia de Jacinto Benavente en el Café Lisboa, 1918
Gitanos en el Sacromonte, 1900
Fiesta campestre, de David Teniers, 1647

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