Dentro de
la riquísima tradición literaria rusa, las novelas monumentales constituyen
casi un género. Es algo que no se da en otros países, por lo menos no en una
cifra tan significativa y con un nivel estético tan notable. Basta repasar el
catálogo que tenemos más cerca, el nuestro, para comprobar que los autores
cubanos no se arriesgan a emprender proyectos tan ambiciosos. Entre nosotros,
la norma son las obras que no exceden las trescientas o cuatrocientas páginas.
Un caso a resaltar, por lo inusual, es el de Reinaldo Montero, quien en Misiones (2001)
realizó la hazaña de alcanzar las ochocientas once. Pero se trata, ya digo, de
una excepción que no viene sino a confirmar esa regla.
Fue León Tolstói quien inició en Rusia esa manifestación con Guerra y paz (1878), una de las grandes obras de la literatura universal. En ella se narran las vicisitudes de dos familias, los Bolkonski y los Rostov. Tolstói las entrelaza con los principales acontecimientos históricos ocurridos en ese país desde comienzos del siglo XIX: la campaña de los rusos en Prusia, la invasión napoleónica de Rusia, el incendio de Moscú. Un crítico expresó que “centenares de monografías históricas y etnográficas no nos darán jamás una idea tan precisa del carácter y del temperamento ruso, como Guerra y paz”. Aunque menos ambiciosas en cuanto al fondo histórico que abarcan, son también novelas bastante extensas Ana Karenina (1875-1877) y Resurrección(1899). Igualmente lo son Crimen y castigo (1866), Los demonios (1871-1872) y Los hermanos Karamazov(1879-1880), de Dostoievski, el otro nombre fundamental de la narrativa rusa de esa etapa. En esta última novela su autor retoma a su manera el modelo de saga de Guerra y paz, al crear la crónica inconclusa de una familia cualquiera en una pequeña capital de provincia.
En el siglo XX, los ejemplos son muy numerosos, así que me ceñiré a mencionar aquellos títulos que a mi juicio son los más representativos. En su mayoría corresponden a lo que en francés se denomina roman fleuve, novela río. Ese marbete se ajusta muy bien a El Don apacible (4 volúmenes, 1928-1940) y Campos roturados (2 volúmenes, 1935. 1960), de Mijaíl Shólojov. Por cierto, se cuenta que la noche antes de que se pusiera a la venta la última entrega de El Don apacible se formaron largas colas en Moscú, a la espera de que se abriesen las librerías. La colectivización de tierras que comenzó en los años 30, abordada por Shólojov en Campos roturados, es también el tema al cual Fiódor Panfiórov dedicó los cuatro volúmenes de Bruski (1938-1937), de indisimulado carácter propagandista.
Más de veinte años llevó a Alexéi Tolstói escribir la trilogía Tinieblas y amanecer (1920-1941), en la que abarcó tres períodos de la vida de la inteligencia rusa: el de los intelectuales decadentes, simbolistas y religiosos, antes de 1917 (Las hermanas); el de la Revolución de Octubre (El año 18); y el de la guerra civil (Mañana sombría). A él también se debe la novela histórica Pedro I (tres tomos, 1929-1944), para muchos su obra maestra. Por cierto, el año pasado fue publicada en Cuba, aunque los editores optaron por recogerla en un solo y abultado volumen.
Escasamente conocida en el extranjero, es la trilogía de Yuri Guerman que conforman Esta es tu causa (1961), Mi ser querido (1961) y Respondo por todo (1965). Su protagonista es el médico Vladímir Ustimenko, y a través de él Guerman realiza un repaso de tres décadas de la historia del país, desde los años 30 hasta mediados de los 60. Además de ser una obra interesante y bien narrada, posee el valor de que, aunque nunca menciona a Stalin como el máximo responsable, recrea de modo moderadamente crítico el clima represivo y de terror de la posguerra.
Quienes se atrevieron a ir un poco más allá en sus críticas al régimen totalitario chocaban inevitablemente con la censura. Fue lo que le ocurrió a Boris Pasternak con su Doctor Zhivago (1957), que no pudo ser leída por sus compatriotas hasta 1988. Ese mismo año se publicó también en ruso Vida y destino, la extraordinaria novela de Vasili Grossman, cuyos originales habían sido confiscados en 1961. (En el año 2007 su traducción completa del ruso al español se convirtió en un acontecimiento literario sin precedentes.) También le ocurrió igual a Alexander Solzhenitsin, quien tuvo que aguardar hasta la perestroika para que se pudiera publicar Archipiélago Gulag (tres volúmenes, 1973-1975), su monumental obra sobre los campos de trabajos forzados.
Novela de ambiciones tolstoianas
En 1966,
la conocida revista moscovita Novi Mir adelantó la publicación
en los números siguientes de la novela Los niños del Arbat, de
Anatoli Ribakov, lo cual al final no se materializó. En 1978, otra revista,Oktyabr,
volvió a anunciarla, pero tampoco llegó a salir. Finalmente, vio la luz en
1987, con una tirada de 300 mil ejemplares. En realidad, aquella obra
antiestalinista era el comienzo de una trilogía que, en total, acumula unas 2
mil páginas y que tuvo continuidad con El terror (1989)
y Polvo y ceniza(1999). Al hilo de la vida de sus personajes,
Ribakov perfila un retrato pavoroso, realista y crítico de lo que fue la vida
en la Unión Soviética durante el régimen de Stalin.
El último título que se ha sumado a esa relación es, hasta donde tengo conocimiento, Una saga moscovita. Su autor es Vasili Aksiónov (1932-2009), de quien solo existían traducciones a nuestro idioma de dos de sus primeros textos, Colegas y Billete a las estrellas, ambos editados por Planeta en la década de los 60. Para mi regocijo como lector apasionado de la literatura rusa, la obra culminante de la trayectoria literaria de Aksiónov ha sido publicada a fines del año pasado por la editorial La otra orilla, perteneciente al Grupo Norma. La traducción, merecedora de todos los elogios, es de Marta Rebón, a quien también se debe la no menos estupenda de Vida y destino.
El sueño
de los lectores, o por lo menos de una buena cantidad de ellos, es contar cada
cierto tiempo con libros como Una saga moscovita. Una novela
extensa y abarcadora, como las que se escribían antes. Una obra monumental,
tanto por su extensión como por sus desmesuradas ambiciones, que, sin embargo,
se lee con un interés que nunca decae. Aksiónov ha logrado la proeza literaria
de crear un vasto mosaico, apasionante y bien contado, que hace que uno ansíe
seguir leyendo. Devolver la fascinación por la lectura es precisamente uno de
los varios logros de esta obra, que viene a significar lo que para las letras
rusas del siglo XX lo que Guerra y paz representó para las del
XIX.
La referencia a Guerra y paz es en este caso insoslayable. Ante todo, resulta imposible no advertir las ambiciones tolstoianas de Aksiónov. Al igual que hizo éste, se propuso escribir una novela que resume una época y que, al mismo tiempo, la contiene. Lo mismo que en la obra de Tolstoi, en su novela junto a los personajes ficticios desfilan otros reales como Stalin, Beria, Voroshílov, el mariscal Zhúkov, Osip Mandelstam, Demián Bedni, Mijaíl Bulgákov. Que ese fue su modelo consciente lo pone en evidencia además el hecho de que las partes dos y tres de Una saga moscovita llevan como título Guerra y prisión y Prisión y paz. Asimismo en el epílogo uno de los personajes principales deja a un lado el libro que estaba leyendo, y que es precisamente Guerra y paz.
Según el Diccionario de la Real Academia, el significado de saga es: relato novelesco que abarca las vicisitudes de dos o más generaciones de una familia. Eso es justamente lo que hace Aksiónov en su novela. Cuenta la vida de los Grádov, una familia de la burguesía intelectual rusa, desde 1924, poco antes del fallecimiento de Lenin, hasta 1953, cuando se produjo la muerte de Stalin. Son las tres décadas más sombrías de la historia de Rusia, pues en ellas ocurrieron la rebelión de las marinos de Kronstadt y su salvaje represión, las purgas estalinistas, la colectivización obligatoria de tierras, las deportaciones masivas a los campos de trabajo forzados del gulag, la Guerra Patria, el proceso contra los médicos judíos.
La figura tutelar y paternal de los Grádov es Boris, un cirujano muy conocido y respetado. Es médico personal de miembros de las más altas esferas políticas del país, pero posee un sentido del deber que molesta al Partido. Mary Vajtangovna, su esposa, vive para la familia. Es de origen georgiano y uno de sus parientes se convierte en el colaborador más cercano de Lavrenti Beria. Ambos son padres de tres hijos: Nina, joven, hermosa y bohemia, que tiene mucho éxito como poeta; Kiril, comunista ferviente e idealista, que se va a adoctrinar a los campesinos de los koljoses y acaba condenado a diez años de trabajos forzados en Siberia; y Nikita, oficial del Ejército Rojo con una carrera ejemplar y uno de los personajes más logrados e inolvidables de la novela. A ellos se suman otros más, que conforman las tres generaciones de los Grádov, así como otros que se hallan vinculados directamente a ellos.
Los Grádov representan a una burguesía progresista y profundamente humanista. Incluso poseen una dacha heredada de sus antepasados, que curiosamente nunca les ha sido confiscada, y que mantienen como su último refugio. No dejan de pertenecer, sin embargo, a la nomenklatura de la Unión Soviética, y eso hace que de una u otra forma se vean implicados en todos los acontecimientos importantes. Como es inevitable, no logran salir indemnes de esa tormenta. Serán trágicamente humillados y algunos terminan aniquilados por la maquinaria represiva estalinista. La primera víctima es Boris, quien pasará su vida tratando de resarcirse de la cobardía de no haberse atrevido a denunciar el asesinato de un oponente político de Stalin. Con todo, nunca consiguen hacer que claudique, pues como un modo de resistir se inventa la disidencia interior. Al proyectar la trayectoria de los Grádov sobre el telón de fondo de los hechos históricos, Aksiónov logra algo muy acertado: a la vez que asistimos a los esfuerzos, muchas veces sobrehumanos, de los miembros de la familia por sobrevivir en ese medio, nos ofrece una verdadera enciclopedia del terror bajo un régimen totalitario.
Además de acción, hay ideas
Entre los
personajes reales que Aksiónov ha incorporado a la trama novelesca, los que más
se destacan son Beria y Stalin. Buena parte de la ironía cáustica que despliega
a lo largo de Una saga moscovita, el escritor la reserva para esa
siniestra pareja. El primero aparece no solo como el hombre que se prestó a
consumar el gigantesco genocidio, sino además como un viejo libidinoso, que
salía en su auto a buscar muchachas que eran obligadas a tener relaciones
sexuales con él. Aksiónov muestra también a un Stalin con otras facetas, al
revelarlo como un ser patético y vulnerable a la enfermedad. Esto último da pie
a la impagable escena del estreñimiento que sufre durante diez días, y para lo
cual ordena llamar al patriarca de los Grádov. Este le aplica una lavativa, que
resulta eficaz: “Al cabo de unos minutos, se produjo la ruptura de las líneas
de defensa, los muros de Babilonia se desmoronaron, llámenlo como quieran, pero
no la evacuación de la mierda de Stalin. Sin embargo, las heces salían y
salían, a las enfermeras no les daba tiempo de cambiar y vaciar la bacinilla,
las burbujas del gas estallaban con rugido triunfal, como una avalancha de
piedras en la lejanía, la perístasis se despertaba. La fetidez se propagaba en
olas de diferente índole porque cada capa de excremento traía su propio tufo.
Es imposible acostumbrarse a ello, era preciso decir que así eran las cosas”.
Una saga moscovita ha de intimidar a muchos lectores, pues tiene nada menos que 1.200 páginas. ¡Pero qué páginas! Y qué escritura la de Aksiónov, quien ha realizado una auténtica hazaña literaria, digna de un Tolstói: escribir un vasto fresco histórico y novelesco, de extraordinaria fuerza, apasionante y bien contado, de lectura amena y trepidante. Y como ocurre con las buenas novelas, además de acción hay ideas. Es sorprendente asimismo la capacidad del autor para construir un perfecto mecanismo narrativo, así como para urdir una historia tan intrincada sin desfallecimientos ni caídas. Todo ello en una obra de tan portentosas dimensiones. Es justo reconocer, no obstante, que eran las necesarias, pues hubiese sido imposible resumir en unas cuantas páginas algo tan enorme y complejo como lo es la sociedad rusa.
La novela de Aksiónov se publicó originalmente en tres volúmenes, que vieron la luz en 1989, 1991 y 1993. Entonces tuvo un gran éxito y fue saludada con entusiasmo por la crítica rusa, que la ha calificado como una obra que nació clásica e imprescindible. Similar recepción han tenido las traducciones a otros idiomas, particularmente las hechas al francés y el inglés. En el año 2004 fue realizada en Rusia una serie televisiva de Una saga moscovita, y debido a su larga duración (1.158 minutos) se programó en 22 capítulos. En su elenco tomaron parte actores tan famosos como Inna Churíkova, Yuri Solomin, Irina Kupechenko y Regimantas Adomaitis.
He creído que la mejor manera de concluir estas líneas sobre Una saga moscovita es reproducir unas palabras del escritor español Enrique Heriz: “Tal vez habría que hablar de una novela emocionante, de un libro que da miedo empezar y pena acabar, de una de esas pocas historias que justifican quemarse las pestañas y entregar el sueño. Vaya y cómprela, léala, regálela, habría que decir a los lectores. Porque es buenísima. Y porque en su publicación hay un heroísmo digno de ser protegido. Pero también porque comprar un libro así le da derecho a protestar cuando ve que su librería se llena de estupideces prescindibles”.
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De CUBAENCUENTRO, 11/03/2011
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