JOSÉ CRESPO ARTEAGA
El domingo reciente despedimos el carnaval de la mejor manera posible: degustando un platito en familia, lo demás son vainas. El día anterior se llevó a cabo el afamado Corso de Corsos, orgullo cochabambino que consiste en ir a sentarse todo el día sobre unas durísimas graderías de madera mientras llueve la espuma de todo lado y pasan comparsas de Caporales una y otra vez hasta el empacho. Más temprano, antes del mediodía, entran las unidades militares antiimperialistas disfrazadas de robots, superhéroes de Hollywood, abejitas u otros bichos para deleite de las masas. A esta mescolanza sin ton ni son le están haciendo campaña para que la declaren patrimonio cultural (a semejanza del Carnaval de Oruro), pues dicen sus promotores que es “única” y ciertamente llevan razón porque en ninguna otra parte del planeta se enorgullecerían de semejante despelote.
Perdonen que ahí no termina el despropósito. El espectáculo tal no es más que otro pingüe negocio para la Alcaldía que subasta cada metro lineal de las calles del recorrido entre grupos de comerciantes que se disputan, hasta de las mechas, los mejores sitios para revenderlos a su antojo. Según alguien me dijo, por un estrecho asiento en graderías cobraban hasta Bs. 150 (casi 22 dólares) y por una silla de plástico en los sectores más privilegiados (si es que se puede llamar así a un lugar sin sombrilla y a ras de acera incomodado por la infinidad de transeúntes que estorban la vista) exigían Bs. 250 o más. Perdonen que esté haciendo pucheros pero yo no acudiría a tal fiesta ni aunque me pagaran generosamente y tener que aflojar la billetera debe de ser para descerebrados o gente con plata. Es que hay gente con plata, por eso piden tanto, me corrige mi asesora financiera. Y callo.
Mejor gastar esos 150 pesos en tres o cuatro vinos de buena calidad para acompañar un sabroso Puchero, el plato que se acostumbra preparar en los carnavales, especialmente en los mercados vallunos. Cada fecha especial tiene su acostumbrado manjar para conmemorarla. Bolivia tiene más comidas que pueblos y ciudades, y me imagino que en los otros países de la región no son menos. Los largos días del carnaval se pasan saltando entre asados a la parrilla y mojazones con agua. El martes de ch’alla menudean los humos de los sahumerios y retumban los cohetillos en casas y negocios como encomendándose a la buena suerte y rindiendo tributo a la Pachamama con cerveza u otro licor. Es almuerzo de rigor el puchero, siguiendo la tradición. Para esos días se agota el k’awi (corte de pecho vacuno) en las carnicerías y los repollos se venden como pan caliente luego de ser despreciados todo el año. El durazno vale hasta su pepa como si fuera oro.
En casa preferimos esperar una semana más, para conseguir los ingredientes con toda calma. Unos tíos y su grupo familiar acostumbran reunirse una vez al mes, un fin de semana, en algún domicilio por turnos. El domingo tocaba ejercer de anfitriones a ellos. Qué mejor que un puchero que andaba antojándose mi tía y también los primos. Había degustado uno, días antes, pero me sumé al entusiasmo sin rechistar. Nunca me hago de rogar donde hay promesa de buen gusto y banquete. Y habrá vinitos, me anunciaron para terminar de hacerme feliz. Luego, mis orejas calentadas dieron absoluta fe de ello.
No sé si habrá preparación más morosa que la de este cocido popular. Toda la noche del sábado vi a mi hacendosa tía efectuando los preparativos y noté que su cocina estuvo con luz hasta medianoche. No es para menos alistar esto y aquello, entre otras cosas, remojar y moler el ají amarillo, remojar los garbanzos y el chuño, adobar la carne y otros menesteres de ancestral cocina. Al día siguiente, al mediodía fueron llegando los invitados. Una sopa del apreciado k’awi fue el aperitivo para los que se apuntaran y refresco de mocochinchi (durazno seco) para la sed. Yo no caí en la trampa y eso que no había probado nada desde el desayuno. El plato fuerte es mi fuerte, valga el sinsentido.
Me colé en la cocina para observar el proceso de servido. Sobre una cama de láminas de repollo hervido pusieron papas blancas, chuño y tunta (chuño blanco). A continuación una capa de arroz en su punto ligeramente aguanoso y encima la carne previamente cocida en filetes. Terminaban la decoración un durazno cocido y motas de garbanzo, todo generosamente regado por la salsa ligeramente picante del ají amarillo. El toque agridulce del repollo con esa combinación de arroz y chuño me sumió en el mar de los placeres. ¡Y el k’awi, qué suavidad de carne por una vez! Preferiría no contaminar el paladar con la textura dulzona del durazno (otros hasta le suman una pera). Tanto disfruté que hasta repetí plato con gallardía. De postre sirvieron una especie de budín con maracuyá, ácido y macanudo, escaso y en su punto menos sólido. Daban ganas de aplaudir pero sólo se podía murmurar de puro deleite.
Destaparon las botellas. No miré los refrescos ni siquiera en jarra. Raro placer pavloviano anticipa el ruidito característico del corcho saliendo de prisión. Vino tinto para sosegar la sobremesa, como para alegrarse de estar vivo. En esas circunstancias nadie me mueve de mi sitio. Impagable sensación de saber que el vino manara de cualquier botella para sortear unas partidas de cacho más adelante, mientras sonaba de fondo el último concierto de Los Chalchaleros.
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De EL PERRO ROJO (blog del autor), 17/02/2016
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