La escritura es
un oficio cuya ejecución, cuando resulta genuina, exenta de poses e irrisorio
exhibicionismo, demanda soledad. Es posible que, como pasó con Borges y Bioy
Casares, se presenten excepciones a esta regla. En esos casos, naturalmente,
debe haber una sincronía que dos o más hombres no pueden ofrecer con
frecuencia. Está claro que no me refiero a una proclama, porque, como es
sabido, esa clase de composiciones admite varias manos en su elaboración.
Pienso en los textos que tienen el mérito de reflejar la impronta del autor,
las convicciones más irrefrenables, aun aquellos impulsos reprimidos por su
pudor. No existe, pues, allí posibilidad de ser coautor. Cada uno será, por
ende, responsable de las líneas que construya. Ello tiene validez no sólo en el
campo estético, sino cuando la palabra lidia con las diferentes expresiones del
poder.
Para Michel
Onfray, hay dos tipos de filósofos. En primer lugar, tendríamos a los
aficionados al poder, gente dispuesta al intercambio de ideas por privilegios.
El propio Séneca, mucho tiempo guía de Nerón, estaría en este grupo,
acompañando a Martin Heidegger y al Sartre colectivista. Por otro lado, nos
toparíamos con quienes se resisten al sometimiento, rehusándose a reverenciar
al gobernante o lanzar discursos fúnebres. Esta segunda tradición reconocería
como representante a Camus, entre otros pensadores de alto vuelo. Por supuesto,
la misma clasificación puede hacerse cuando analizamos a los escritores que se
pronuncian acerca de las cuestiones políticas. En su más reciente obra,
denominada De Orwell a Vargas Llosa, Emilio Martínez Cardona reflexiona sobre
ambas especies que habitan el universo literario.
Entre los
literatos que han entendido su labor política como una variante del vasallaje,
sobresale Gabriel García Márquez. Su adicción al castrismo superó todo lo
imaginable. No es casual, por tanto, que se le dediquen algunas líneas. Por
otro lado, aunque sin una pizca del talento de quien compuso La hojarasca,
Emilio juzga a Mario Benedetti, poetastro y homófobo, por citar apenas dos
defectos, que no dudó en apoyar dictaduras tercermundistas. A propósito, si
hubo alguien que mecería la censura por alentar esos experimentos disparatados,
ése fue Eduardo Galeano. Por suerte, sus frases tan demagógicas cuanto
pirotécnicas no sedujeron a nuestro autor. En este sentido, con la explicitud
que posee un crítico sin cálculos pusilánimes, se lo condena de manera
inmisericorde. Intoxicar a considerables sujetos, privándolos del sentido de
responsabilidad y el pensamiento autónomo, no valía menos.
Pero, en esa
relación entre la pluma y el cetro, fórmula que pertenece a Octavio Paz, hay
también espacio para los escritores honorables. En el libro que comentamos,
partimos y terminamos con seres de tal género. En efecto, George Orwell es un
individuo que puso sus virtudes literarias en favor de la libertad. Es verdad
que tomó las armas; sin embargo, su mayor legado son sus libros. Basta remirar
Rebelión en la granja para comprobarlo. La misma esencia es compartida por
Mario Vargas Llosa, quien, desde su abandono del socialismo, no ha dejado de
atacar a los tiranos, demagogos e idiotas que, aunque parezca increíble, hasta
ganan elecciones. El volumen valora a otros literatos, al igual que
científicos, como Milton Friedman, bien evocado en sus páginas. Con todo, el
común denominador es uno que distingue igualmente a nuestro ensayista: la
imposibilidad de guardar silencio frente al abuso del poder.
El autor es
escritor, filósofo y abogado .
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De LOS TIEMPOS (Cochabamba), 26/02/2016
Imagen: Camus
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