Vértigos.
Antología del cuento fantástico boliviano (La Paz, El Cuervo, 2013)
Guillermo Ruiz Plaza
Lean y disfruten del cosquilleo
y el vértigo de asomarse
a los bordes del abismo.
Perturbaciones, Muñoz Rengel.
El verdadero misterio
del mundo no es lo invisible, sino lo visible. Esta magnífica sentencia de Oscar Wilde señala a un tiempo el
origen y el fin de la literatura fantástica. Es lo existente que suscita –o
debería suscitar– extrañeza, especialmente en un país como el nuestro, donde a
veces la realidad es tan asombrosa como la ficción más delirante. En el origen
del mito y, luego, de la filosofía, está el asombro frente al ser. El caso es
que la literatura fantástica no solo parte de ese asombro sino que desemboca en
él. Lejos de constituir una forma de evasión, nos devuelve al centro mismo del
misterio: el de los seres y las cosas que nos rodean y, ante todo, el nuestro.
Si
bien, en lo que toca al género fantástico, existe mucha confusión entre los
lectores y no pocos debates críticos, es posible trazar un bosquejo de sus
motivos fundamentales y valorizar los aspectos en que confluyen teóricos y
escritores. Comenzaré, pues, por esbozar una definición de lo fantástico para
luego analizar sus principales motivos y estrategias.
¿Qué es lo fantástico?
Es
el cuestionamiento o la transgresión de los límites impuestos por la tradición
o la norma, las cuales se basan en convenciones arbitrarias. Un niño no nace
hombre, aprende a serlo y para ello debe aceptar una serie de “verdades” o
relatos impuestos por la sociedad, la cultura, la historia. El aprendizaje de
las normas, los consensos, el mismísimo lenguaje, es una sumisión a los
designios de la colectividad. Lo fantástico pone de relieve lo arbitrario de
estas normas, de estos límites. Muestra así que la realidad no es lo real, sino
el consenso al que han llegado los hombres sobre lo que es real (y lo que no).
En otras palabras, la realidad es la percepción
normalizada de lo real, su reducción, mutilación o sacrificio en el altar
de la necesidad colectiva o el bien común. Resulta indispensable en la medida
en que el hombre es un animal gregario (Aristóteles) y nuestra dominación del
planeta se legitima menos en la ciencia cuanto en la aceptación unánime de la
ciencia como modelo de verdad. No obstante, todo el edificio del saber se basa
en convenciones sin fundamentos plenamente fiables. A la incertidumbre,
preferimos la persuasión, el convencimiento. De allí a la certeza hay solo un
paso, que se da con la tradición y la costumbre: el embrutecimiento, que, como escribe Girondo, nos teje telarañas en los ojos.
La
literatura fantástica recrea, entonces, un cuadro realista –cuanto más sólido y
cotidiano, más eficaz– y luego desliza o hace irrumpir un elemento perturbador
–anormal, ilógico, transgresor– que lo cuestiona. Como refleja nuestra realidad
cotidiana y nos reconocemos en ella, la transgresión resulta inquietante. Y no
necesariamente inquietante a la manera de un cuento de terror, sino
desasosegante en el plano metafísico. La angustia del narrador o el personaje
y, en última instancia, la que nace en el lector conforme avanza en el relato,
provienen de la amenaza de sus certidumbres. Se escenifica el mecanismo de
defensa ante lo inexplicable –el recurso sistemático a una explicación
racional–, que es espontáneo en nosotros, pues proviene de un instinto de
conservación. Sin embargo, tal reacción es siempre insuficiente, de manera que
el desasosiego y la pregunta permanecen.
Porque
lo fantástico descree de los dogmas, los prejuicios, las supuestas verdades
impuestas por la sociedad y, al contrario, afirma esa gran libertad que es el
escepticismo. De ahí el efecto de duda que se crea en el lector entre una
explicación racional o irracional del fenómeno anormal que resquebraja,
sutilmente, el cuadro realista creado por la ficción. En pocas palabras, lo
fantástico es un escepticismo creativo,
que utiliza la imaginación como arma. Para penetrar lo real, hay que deshacerse
del cascarón añejo de las representaciones colectivas. Si bien los teóricos
difieren en las formas de suscitar
este efecto en el lector, coinciden sin embargo en que tal es el objetivo de la
literatura fantástica. También es unánime la distinción con lo maravilloso,
pues este género no cuestiona nuestra representación mental de la realidad;
antes bien, crea un mundo ajeno al nuestro –en general remoto–, en que los
fenómenos sobrenaturales son la norma y conviven en armonía con guiños a
nuestra cotidianeidad. ¿Y el realismo mágico? En apariencia recrea un cuadro
realista –como la literatura fantástica–; sin embargo, pronto nos damos cuenta
de que en él los elementos transgresores resultan banales, de manera que no
sorprenden a ninguno de los personajes. Es decir, no entran en conflicto con
nuestra visión de lo real. En ese mundo híbrido los elementos sobrenaturales
cumplen una función estética, en el mejor de los casos metafórica. No se pone
en crisis la realidad, se intenta traducir,
con humor y desenfado, cierta realidad latinoamericana[1]. Por su parte, la ciencia ficción refrenda nuestra representación
racional de las cosas: no cuestiona, sino que se basa en el potencial del
paradigma científico. Lo fantástico se fundamenta en el terreno antagónico: el
de la intuición, la imaginación creadora y lo sensorial, es decir, todas las
facultades de conocimiento sometidas a la dictadura (falible) de la razón.
Naturalmente, esto no implica ninguna jerarquía entre los tres géneros, aunque
sí los distingue.
Por
lo demás, el alcance filosófico de lo fantástico intensifica el goce estético
de su literatura, que pasa por el redescubrimiento de la extrañeza, pues La costumbre nos roba el verdadero rostro de
las cosas (Montaigne). Quitar el velo y deslumbrarnos, esa es la función
del cuento fantástico. En el plano literario, se caracteriza por crear variantes
e innovar así los tópicos fantásticos, mostrando la fecundidad de sus motivos,
para no caer en lo predecible y atentar, paradójicamente, contras sus propios
principios.
En
el origen está el misterio y, frente a él, el hombre experimentó alguna vez el
asombro. Bajo capas y capas de teorías, tradiciones y autoridades
epistemológicas, como las científicas, late aún el enigma. Algo difícil de
aceptar en la era científica. Creemos saber porque otros nos han persuadido de
ello y la tradición –autoritaria– nos conforta. ¿No es ingenua la recepción
pasiva de ideas, formas preconcebidas, dogmas? Peor aún, ¿no es una ingenuidad
soberbia, intransigente, como la de los Sofistas, que creían saberlo todo?
Heidegger
afirma que el misterio es inherente a la esencia de la verdad; en las últimas
décadas, no pocos científicos se han inclinado sobre los problemas filosóficos
–cuya raíz, como se sabe, es la duda–, manifestando así un distanciamiento
elocuente con respecto a la sagrada certeza que predomina en las ciencias exactas.
Así, el premio Nobel de física, Ylia Prigogine, demuestra que las teorías son
insuficientes frente a la complejidad del ser y que la certeza científica es
solamente válida en una ínfima parte de
la realidad[2]. Y luego: se ha
tardado casi tres siglos en alcanzar los límites de los conceptos clásicos
mediante el descubrimiento de la inestabilidad. El tiempo, el verdadero (no
el homogéneo y previsible de Newton), lleva a considerar la inestabilidad
presente en los fenómenos físicos, lo cual desmonta las teorías racionales,
cuya petición de principio es, precisamente, la estabilidad o previsibilidad de
cualquier fenómeno. No es anodino que esta concepción del tiempo corresponda
con la formulada por uno de los mayores filósofos de la modernidad: Bergson. Y
con Proust, desde luego, el más ilustre traductor de esta nueva concepción del
tiempo en la literatura.
La
toma de conciencia sobre la complejidad y el carácter imprevisible del universo
y los seres que lo habitan es, según Prigogine, un primer paso hacia una nueva racionalidad. No sería esta otra
máquina de certezas, sino un pensar profundamente humano. La Nueva Alianza propuesta por el físico estriba no solo en la
reconciliación del hombre moderno con el misterio de la naturaleza, sino
también en la asociación del saber y la incertidumbre –característica
inequívoca de la filosofía–, en el proceder científico. Además, Prigogine
corrobora a Bachelard cuando pone de manifiesto la arbitrariedad de las teorías
establecidas por la física, debido a la falta de información sobre las condiciones iniciales, es decir, el
origen de los fenómenos. He ahí a dos ilustres científicos que, en distintas
épocas, se dan cuenta de los límites de la ciencia pura y, poco a poco, cambian
de rumbo, privilegiando la fértil duda filosófica (Prigogine) o la
fenomenología y el estudio de la poesía (Bachelard). Pero no veamos allí una
renuncia, sino un gesto clarividente. La claudicación, en realidad, se traduce
en la aceptación acrítica de lo que los otros nos imponen como verdades.
“Verdades”
que se traducen en binomios, en límites o fronteras infranqueables, sin las
cuales no existe el consenso entre los hombres, la seguridad y la certeza que
alivia y consuela frente al misterio de nuestro destino mortal. Al separar vida/muerte, sueño/vigilia, locura/cordura,
real/irreal, subjetivo/objetivo, realidad/ficción, racional/irracional, el
hombre ha erigido espacios impermeables, asépticos, inmaculados, donde sus
certezas son posibles y aceptables y tienen la apariencia de verdades (a eso aspiran).
De este modo, los temas fantásticos se repiten y consolidan en virtud de su
capacidad para quebrar estos binomios, cruzar estas fronteras, mostrar la
permeabilidad de estos territorios, echar luces sobre sus vínculos despiadados.
Así como las obras híbridas muestran las grietas en la teoría purista de los
géneros, el cuento fantástico hace temblar el edificio de las certezas
racionalistas y científicas, abriendo puertas y ventanas hacia el origen
misterioso e irreductible del cual han surgido como supuestas verdades. Pero el
aire que penetra e inquieta todo, las aguas negras que corroen los cimientos,
la furia elemental del misterio, aunque despiadada, no tiende al obscurantismo;
antes bien, es un llamado de la lucidez. Escribir hoy cuentos fantásticos
consiste en traducir esta lucidez de forma creativa, en imágenes e historias
capaces de sorprender aún al lector, renovando y jugando con la rica tradición
fantástica iniciada por el alemán E.T.A. Hoffmann (1776).
Esta literatura se vierte en motivos que, dentro de
su pluralidad, tienden a inquietar la supuesta unidad de la razón, a mostrar el
revés de su tejido, las grietas de la construcción, las artimañas y artilugios
que pretenden dotarla de solidez y universalidad. Atacar los fundamentos, las
peticiones de principio, hace de lo fantástico el escepticismo creativo por
excelencia, goce estético y a la vez postura filosófica. Entonces, más
precisamente, ¿qué estrategias adopta lo fantástico?, ¿cuáles son sus temas
preferidos?, ¿en qué ámbitos operan sus ataques?
El cuestionamiento de la identidad
En palabras de Louis Vax,
el tema del doble es uno de los más inquietantes porque la unidad y la persistencia de su
personalidad son, quizás, los bienes a los cuales el hombre más se aferra[3].
Y es que la unidad del yo es un postulado sin el cual todos los demás se
desmoronan. Es la base de todo el edificio: la unidad del sujeto (la ecuación
yo = yo) da pie a la cognoscibilidad del mundo. Y he ahí otra cosa que el niño
aprende: a ser un individuo, a reconocerse a sí mismo, a no hablar de sí en
tercera persona, como hacen naturalmente los críos[4].
“Simetría” (Blanca Elena Paz) se ambienta, precisamente, en la infancia de
la(s) protagonista(s), y narra el fracaso de la familia, que trata de imponer
una solución que no corresponde a la vivencia de Alba/Aurora. Efectivamente, la
sociedad, a través de los padres, impone a los niños una identidad
supuestamente inquebrantable, única y unívoca. De ahí que la perturbación de la
personalidad y la existencia del doble sean temas eminentemente fantásticos y
estén entre los más cultivados. Contamos con un ciclo muy eficaz sobre el
cuestionamiento de la identidad, que ataca particularmente la frontera entre
locura y cordura, mostrando que es más tenue y ambigua de lo que pretende la
sociedad en su cómodo dictado. Desde la desazón existencial de “Nocturno
nervioso” (Manuel Vargas) hasta el desdoblamiento de “Alma mala” (Adolfo
Cárdenas), esta sección muestra que ni la razón ni el hombre son “uno” –como
reza, irónicamente, el título del cuento de Willy Camacho–. Naturalmente, de
esta derivan otras estrategias igualmente eficaces, y en primer lugar, la
crítica de la percepción.
La crítica de la percepción
La definición más antigua de la verdad o de lo
fiable es el producto de la unidad de percepción entre los cinco sentidos. Si
vemos, oímos, palpamos, olemos y paladeamos una cosa, significa que es real.
Pero ¿qué pasa cuando cierto fenómeno cuestiona uno de estos sentidos? Es el
caso de los tradicionales fantasmas, que han persistido en la literatura por lo
que encierran: intangibles, cuestionan no solo los límites de nuestra
percepción, sino que ponen de realce las incoherencias posibles entre los cinco
sentidos, el único filtro del que disponemos para conocer lo real, ya sea de
forma científica o fenomenológica. El cuestionamiento de nuestros sentidos y de
sus límites no es esencialmente negativo, pues permite apreciar asimismo el
potencial aún no aceptado por el canon científico sobre otros tipos de
percepción (y, dicho sea de paso, sobre otras capacidades o poderes humanos).
Así, en el estupendo relato de Pedro Shimose, “Palabras sacan palabras”, no se
sabe si Florindo es un loco –como creen los del pueblo– o un iluminado, un
clarividente, capaz de prever su muerte y con la lucidez suficiente como para
dictaminar que su pueblo, así como todo el país (Bolivia), en realidad no
existe. Esta ironía irreverente, subversiva, potenciada por el humor, critica
tanto la debilidad de la percepción como los límites del llamado “sentido
común”, fruto de la dictadura de los prejuicios. Asimismo, “El dedo de las
nubes” (Jaime Nisthauz), ante las visiones extraordinarias de su protagonista,
deja flotar hasta el final la ambigüedad entre una explicación racional y otra
sobrenatural de los fenómenos, sugiriendo que es complejo, y quizá insoluble,
distinguir la locura de la genialidad, es decir, de una percepción otra, transgresora de la nuestra, normal o
reglamentaria. No de otro modo desconfiamos de los médiums y los videntes, que
afirman la existencia de varios planos en la realidad y de entidades o energías
ocultas en los pliegues del tiempo y el espacio. Lo fantástico crea zonas de
indecisión, arenas movedizas, entre los términos antagónicos. No afirma nada;
solo pregunta. Y lo hace desde el interior mismo de un espacio estratégico por
sus implicaciones en el plano cognoscitivo. Además, una frontera siempre
implica otra; un cuestionamiento lleva sistemáticamente a otro. Efecto dominó,
lo fantástico se desata en la mente del lector, abatiendo una pieza tras otra.
Puede ocurrir también que dos o más motivos se combinen en el mismo relato; es
otra clave de su renovación. Los espectros, precisamente, además de poner en
crisis los sentidos, borran otra frontera que conforta la razón del hombre: la
trazada entre la vida y la muerte.
Transgresión de las leyes físicas
/ Metaficción
De la crítica de la fiabilidad de la percepción y
del límite vital a la de la causalidad racional hay solo un paso, que lo
fantástico no teme cruzar. Es así como las coordenadas consensuales de
espacio-tiempo y la linealidad e irreversibilidad del tiempo, se ven amenazadas
por fuerzas no siempre identificables. Para identificarlas necesitaríamos estar
dotados de sentidos más certeros. Así caemos en la cuenta de que las llamadas
“leyes naturales” son en realidad atribuciones humanas a lo que nos rodea, en
nuestro afán de ordenar el caos. El ataque pasa, entonces, por la irrupción de
una causalidad mágica, una lógica ajena a la nuestra y a la vez implacable, que
fisura el marco de lo real, como en “Los días” (Fabiola Morales). Aquí la
sucesión temporal cede ante la repetición mecánica de una misma escena, cuyo
desenlace atenta contra la lógica convencional. De igual manera, esta crítica
opera mediante la violación de la frontera entre realidad y ficción, pues es
lógico considerar que, si lo que llamamos realidad es nuestro invento, resulta
arbitrario trazar límites infranqueables entre ella y otras creaciones
nuestras. Así es como confluyen dos planos a
priori antagónicos. Es lo que ocurre en el paradigmático y siempre
deslumbrante “Continuidad de los parques” de Cortázar, en que dos planos de lo
real –la ficción y la “realidad”–, se entrecruzan en el golpe de gracia final.
Asimismo, la presencia de seres sobrenaturales en la cotidianeidad –como en
“Los motivos de Laura” (Dante
Gorena) o en “El ojo” (Liliana Colanzi) – puede leerse como una transgresión de
las leyes físicas y, a la vez, como el cruce de dos versiones sobre lo real. En
esta línea, que los teóricos llaman metaficción (ficción que habla de sí misma
o que habla de nuestra realidad como lo que es: un relato), “Cochabamba”
(Edmundo Paz Soldán) actualiza la estrategia, desplazándola al ámbito de la telerrealidad
y mostrando lo difuso de los límites entre lo real y el simulacro, y cómo ambos
planos pueden cruzarse sin que nadie lo advierta. Pasamos así a otra estrategia
fantástica, que no es la menor, consistente en criticar la división entre el
sueño y la vigilia. Porque, ¿no es el sueño precisamente un simulacro, una
eficaz puesta en escena de nuestro subconsciente?
Sueños
/ Apariciones
¿Cómo confiar en nuestra percepción si vivimos
muchas veces como nítidamente reales los sueños más monstruosos? Esto ha
llevado a filósofos y escritores a plantearse la condición humana como el
posible producto de un sueño. De hecho, nuestra condición efímera y frágil,
casi evanescente, no nos diferencia mucho de las apariciones que pueblan la
literatura fantástica:
La mayor parte de las frases sapienciales de
tendencia escéptica que Montaigne hizo grabar en el dintel de su biblioteca
insisten en la falta de criterio existente a la hora de saber si esta vida es
sueño o vigilia, muerte o vida, ficción o realidad: “¿Quién sabe si en esta
vida lo que llamamos muerte no es vida y lo que llamamos vida no es muerte?” (Eurípides); “Veo que en esta vida no somos nada más que
fantasmas y sombras vanas” (Sófocles) (…) Lo cierto es que Borges estaba muy
atento a la vieja afinidad existente entre el escepticismo sapiencial y el
género fantástico. Él mismo nos recordará, en “La otra muerte”, que “ya los
griegos sabían que somos las sombras de un sueño[5]”.
(I, 574)
Entrelazar realidad y ficción, sueño y vigilia,
equivale a cuestionar la certeza de que la vigilia no es otra forma de sueño,
que la apariencia de realidad –la verosimilitud tan cara a la literatura– basta
para confiar ciegamente en los sentidos, que tantas veces nos engañan, y en la
razón, que otras tantas nos ha fallado. “El con caballo” (Manuel Vargas)
mantiene en esta frontera la ambigüedad y la tensión: se enfrentan las
percepciones de los personajes y la del protagonista, de modo que el lector no
sabe –prácticamente hasta el final– si Susano Peña está o no con vida. A su
vez, “El sueño” (Elías Ghosn), cuento cinematográfico, juega con el lector a la
manera de Abre los ojos de Amenábar:
ante la sucesión implacable de escenas más o menos verosímiles, resulta casi
imposible determinar qué es onírico y qué real; uno llega incluso a preguntarse
si el del título no es el mismísimo sueño eterno.
Dividido entre vida y muerte, sueño y vigilia,
percepción e imaginación, subjetividad y objetividad, el hombre se ve obligado
a elegir para conservar la cordura. El problema es que, en estas elecciones
arbitrarias, mutila lo real, lo comprime hasta cierta comodidad enlatada y
entonces, lo que es peor, cree comprenderla. ¿No es esta una forma de locura?
Lo fantástico no duda en agrietar otro muro, el que se levanta, falso y
arrogante, entre la razón y la demencia[6]:
Un
escritor escéptico como Huarte de San Juan afirmó en
su Examen de ingenios, que luego inspiraría a Cervantes en la escritura
del Don Quijote, que todos estamos locos, esto es, que siempre estamos
en un estado de percepción o pensamiento alterados, por la sencilla razón de
que siempre estamos condicionados por la edad, por las pasiones, por nuestros
estados químicos, por nuestra situación física o por nuestros intereses
psicológicos[7].
La cordura es un estado precario y la locura, salvo
excepción, uno reversible. En el paso de uno a otro, el hombre se transforma y,
al negar la supuesta univocidad del sujeto, valoriza una de las capacidades
humanas más soslayadas por la razón acomodaticia: la de cambiar de identidad,
la de sufrir metamorfosis.
Metamorfosis / Bestiario / Objetos
Vivir en el tiempo implica la discontinuidad del yo,
pero a veces lo olvidamos. Los cambios de piel en la literatura están ahí para
recordarnos el movimiento perpetuo de todos los seres. Y también nos recuerdan,
no ya lo que podemos ser, sino lo que somos desde siempre. Se desacraliza, last but not least, otra petición de
principio: la que pretende separar al hombre de la bestia. Rebajar al hombre o
bien celebrar al animal –como en los bestiarios medievales–, son dos facetas
del mismo atentado. “Contraluna” (Giovanna Rivero) narra el progresivo y
vaporoso regreso del narrador a un estado primigenio y salvaje, símbolo de la
condición humana. “Inquietante espera” (Ayda Ruth Carrillo) pone en crisis la
procreación –y con ella, la evolución darwiniana–. “Evolución” (Homero
Carvalho) invierte la célebre metamorfosis de Gregorio Samsa, subrayando
ciertos aspectos de la tragicomedia humana.
Las cosas no permanecen fuera del juego; de hecho,
su incesante ebullición pone en tela de juicio la unidad de la materia, cara a
la epistemología científica. La física cuántica no hizo más que refrendar,
varias décadas después, la intuición de los escritores fantásticos del siglo
XIX, cuyos relatos escenificaban la súbita e inexplicable animación de los
objetos. Hoy ese gesto puede leerse, efectivamente, como una metáfora de la
imprevisibilidad del átomo y la inestabilidad de la materia[8].
Se insertan en esta línea el microrrelato poético “Un ciclo de vida efímera”
(Mariana Ruiz) y “Final de un oficio” (Alfonso Murillo), que mezcla ambos
tópicos –animación de las cosas y metamorfosis–, dando una muestra cómo lo
fantástico se renueva a través de la combinación de sus motivos.
***
Aquí termina el recorrido por los
principales motivos fantásticos reunidos en el libro que el lector tiene entre
las manos. No he sido exhaustivo ni con el libro ni menos con el género. Pero
¿para qué hacer el cuento más largo?
De ahora en adelante, querido lector, este libro te
pertenece: de tu participación en la construcción del sentido depende, en buena
medida, el alcance de cada uno de los treinta y dos cuentos que lo componen.
Prepárate a entrar en una zona de turbulencias, pero no te pongas el cinturón;
deja caer toda seguridad, todo asidero. El sentido común es, a partir de ahora,
tu peor enemigo. Si lo que deseas es sentir el vértigo que encierra cada
historia, camina hacia el borde del precipicio libre de prejuicios, libre de
certidumbres gregarias, libre, en fin, de lo que no te pertenece. En una
palabra: libre.
[1] Juan Jacinto Muñoz Rengel
escribe al respecto: “nuestro género [el fantástico] construye un contexto real
y cotidiano para señalar la excepción, mientras que el realismo mágico
reproduce ese universo para luego inundarlo de anomalías. El fin último de este
género de origen hispanoamericano es distinto al de lo fantástico, porque no
focaliza una anomalía concreta, ni despierta un interés especial por ninguna de
las perturbaciones, sino que más bien al contrario las inviste de normalidad y
las naturaliza”. Prólogo de Perturbaciones.
Antología del relato fantástico español actual, Madrid, Editorial Salto de
página, 2009.
[2] Todas las citas de Prigogine
provienen de su ensayo titulado “¿Qué es lo que no sabemos?” (1995) (traducido
por Rosa María Cascón), que empieza así: “¿Qué es lo que sé? Mi respuesta a
esta pregunta es clara: muy poco. No digo esto por modestia excesiva, sino por
una convicción profunda”. Valga la analogía, mutatis mutandis, con la célebre sentencia de Sócrates –Todo lo que sé es que no sé nada–,
ilustre perplejidad formulada frente a las sagradas certezas de los Sofistas.
[3] Louis Vax, Arte y literatura fantásticas, Madrid, Eudeba, 1965.
[4] Ese “yo” impuesto por la
sociedad sirve de piedra de toque al racionalismo, a través del célebre
postulado cartesiano “Pienso, luego, existo”. No es una certeza inmediata, nos
dice Nietzsche, sino una creencia
basada en las exigencias de la gramática. Es un acto de fe. Es caer en la trampa de las palabras, afirma el
alemán, legitimar la razón y la ciencia a través de una ilusión del lenguaje.
Nietzsche, “De los prejuicios de los filósofos”, en Más allá
del bien y del mal (trad. A. Sánchez
Pascual), Madrid, Alianza, 1972.
[5] Bernat Castany Prado, “Escepticismo y literatura
fantástica en la obra de Jorge Luis Borges”, Konvergencias literatura, n°3, septiembre de 2006.
[6] Encuentro en Camus a un
fervoroso defensor de este posicionamiento cuando escribe: “La vida y el
pensamiento más ejemplares de aquellos siglos [de Heráclito a Sócrates]
concluyen con una orgullosa confesión de ignorancia. Al olvidar este hecho,
[los modernos] olvidamos nuestra virilidad. Preferimos la potencia que remeda
la grandeza…”. Albert Camus, “El exilio de Helena”, 1948, El verano. Es
curioso hallar, en este contexto, la palabra virilidad. ¿Sugiere acaso que la
conciencia de no saber lo que se ignora –lúcida modestia– resulta necesaria,
incluso indispensable, para penetrar lo real? De igual manera, en este
magnífico ensayo, Camus asocia la razón moderna a la locura: “Nuestra Europa,
lanzada a la conquista de la totalidad, es hija de la desmesura […] Y, aunque
de forma diversa, no exalta sino una sola cosa: el imperio futuro de la razón.
Hace retroceder en su locura los límites eternos y, de inmediato, oscuras
Furias se abaten sobre ella y la desgarran […] Mientras que los griegos ponían
a la voluntad los límites de la razón, nosotros pusimos el impulso de la
voluntad en el seno de la razón, que de esta forma se hizo asesina”.
[7] Bernat Castany Prado, Ibid.
[8] Baste mencionar aquí dos cuentos
canónicos de lo fantástico moderno: “La cafetera” (1831) de Théophile Gautier y
“¿Quién sabe?” (1890) de Guy de Maupassant. Hoy en día, José María Merino (español) ha hecho de este uno
de los motivos más intensos de su obra. Como muestra, el lector curioso puede
buscar en Internet el estupendo microrrelato “Acechos cercanos”, perteneciente
al libro Días imaginarios (2002).
_____
Prólogo del libro, La Paz, 2013
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