JUAN FORN
El gigante
de mostacho e impermeable que acompaña a Kurt Vonnegut en la foto de la página
siguiente responde al nombre de Serguei Dovlatov y es el responsable del
evidente estado de ebriedad en que se encuentran ambos, todo a causa de
una carta enviada una semana antes por el autor de Matadero Cinco.
La carta decía: “Querido Dovlatov: a pesar de que nací en este país y he vivido
en él toda mi vida (incluso defendí su bandera en una guerra), nunca he logrado
colocar un cuento en el New Yorker. Tú, en cambio, lo has
hecho a solo dos años de llegar. ¿Pretendes romperme el corazón? Espero mucho
de tu pluma. No dejes que este país de lunáticos desperdicie tu talento y ven
cuando quieras a visitarme (si traes una botella de buen vodka)”.
El ignoto
Dovlatov había llegado con lo puesto a Nueva York en 1980, después de ser
expulsado por indeseable de la URSS. Como su compadre (y futuro premio Nobel)
Josef Brodsky, pertenecía a la pandilla de jóvenes escritores surgidos durante
el Deshielo de Kruschev bajo el ala protectora de la indómita poeta Anna
Ajmátova. Como Brodsky, Dovlatov moriría prematuramente (a los cuarenta y nueve
años). Pero, a diferencia de Brodsky, no tenía escrito ni un solo libro cuando
llegó a Nueva York, a los treinta y siete. Como si supiera el tiempo que le
quedaba de vida, Dovlatov escribió doce libros en los doce años siguientes y
después murió tal como había vivido: en un coma alcohólico, a bordo de una
ambulancia aullante que intentaba en vano abrirse paso en el tránsito entre
Queens y Brooklyn para llegar al hospital. Lo asombroso del asunto es que esos
doce libros escritos contra reloj están “tallados como poemas, línea por línea,
con una sintaxis asombrosamente pura” (Brodsky), “mezcla perfecta de ácido
sulfúrico y elegancia en el patíbulo” (Vonnegut). Como dice su traductor al
castellano, el colombiano afincado en México Jorge Bustamante García, es
asombroso que de las manazas de ese gigante que parece un tractorista borracho
salga una prosa tan perfectamente cristalina.
Además de
vodka, por las venas de Dovlatov corría sangre armenia (de su madre, que era
actriz) y judía (de su padre, guionista de varieté). Nacido durante la
evacuación de Leningrado, en 1941, en una ciudad de la estepa llamada Ufa,
cuando ya era un gigante de más de dos metros le gustaba decir que en su
infancia había estado en brazos de La Pasionaria y del castigado Platonov.
Intentó estudiar filología en la universidad pero, por culpa de su tamaño y de
su carácter, fue enviado a cumplir el servicio militar a Siberia, como guardia
en los campos. Dovlatov narra la experiencia en su novela La Zona. El libro
está escrito en forma de cartas de un autor a su editor, explicándole que no es
fácil haber sido “invitado” a abandonar la URSS y las vicisitudes que le insume
la tarea de reunir los fragmentos en que dividió su libro para enviarlo al
extranjero sano y salvo. En cierto momento dice: “Para Solzhenitsyn el infierno
son los campos. Para mí el infierno somos nosotros mismos. Pero Solzhenitsyn
era un preso político muy culto y yo soy solamente un pobre borracho que
trabajaba del otro lado, de carcelero”. Lo que Dovlatov se abstiene de decir es
que su período como vigilante duró poco: la mayor parte del tiempo que pasó en
Siberia lo hizo del otro lado de las alambradas, como convicto.
Para
Dovlatov, como para Brodsky, nada era más imperdonable que aceptar el lugar de
víctima. “Hay demasiado de eso en la literatura rusa”. Cuando la Perestroika
permitió que sus libros se publicaran en ruso, primero fueron devorados
ávidamente y casi a la misma velocidad se volvieron difíciles de tragar. “Como
mirarse en el espejo”, decía él. También decía que las mejores ideas se le
ocurrían invariablemente en el retrete. Actividades difíciles, ambas, en los
baños de la URSS.
Su
sarcasmo, su ojo genial para retratar la estupidez (“En la televisión de
Leningrado pasan una pelea de box, un pugilista negro se enfrenta con un polaco
rubio, el locutor dice: ‘Al boxeador negro pueden reconocerlo por el pantalón
azul’”.) se combinaba con una vitriólica sinceridad consigo mismo, tanto para
hablar de su alcoholismo (“Cuando era niño pensaba que la patria era la
libertad. Después pasé a pensar que la patria era el lugar donde el hombre se
encuentra a sí mismo. Hasta que llegó el momento de irme al extranjero y un
amigo me dijo sin saberlo una de las grandes verdades de la vida: Recuerda,
viejo, donde hay vodka, ¡allá está la patria!”) como para explicar por qué
escribía (“Me atormenta mi incertidumbre, odio mi disponibilidad a afligirme
por pequeñeces, desfallezco de miedo ante la vida y, sin embargo, eso es lo
único que me da esperanza, lo único por lo cual debo agradecer al destino. Porque
el resultado de todo eso es la literatura”).
Nabokov
decía que caminaba siempre al borde de la parodia, pero necesitaba del otro
lado un abismo de seriedad. La frase podría aplicarse perfectamente a Dovlatov.
Quienes lo conocieron afirman que leía con una intensidad asombrosa. Era
célebre su confesión: “La mayor desgracia de mi vida ha sido la muerte de Ana
Karenina”. Mejor aun es su definición del arte del buen leer (“Cualquier tema
literario presenta tres aspectos: todo lo que el autor quiso expresar; todo lo
que supo expresar, y todo lo que expresó sin querer –el tercer aspecto es el
más interesante”). Pero mi favorita absoluta de todas las grandes frases de
Dovlatov es ésta: “Se puede venerar la inteligencia de Tolstoi. Maravillarse
con la elegancia de Pushkin. Admirar el coraje moral de Dostoievski. El humor
de Gogol. Y así sucesivamente. Pero yo sólo quise ser como Chejov”.
Aunque sea
altamente improbable, me gusta pensar que Dovlatov pronunció aquella frase
cuando iba acostado en la camilla de la ambulancia, mirando a uno y después al
otro enfermero portorriqueño que trataban de mantenerlo con vida hasta llegar
al hospital.
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De PÁGINA
12, 03/07/2009
Imagen: Dovlatov
y Kurt Vonnegut © Cortesía Juan Forn
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