Siempre me ha
espantado la idea de lo difícil que es crear, construir algo, y lo fácil que es
destrozarlo. Tiene uno una copa de cristal en la mano, hermosa en su
fragilidad, íntegra, capaz de contener el vino o el agua y de mostrar,
suspendida en el aire, los colores del líquido. Pero basta un descuido, una
torpeza, un momento de rabia, para que esa copa se vuelva añicos. Y el proceso
es casi irreversible: recomponer y pegar los pedazos de esa copa rota, poner en
su lugar cada fragmento, cada astilla, es tan difícil que más vale ahorrar y
pagar el trabajo de otra copa nueva.
Hay una gran
novela catalana, de Mercé Rodoreda, Espejo roto, Mirall
trencat en el original. En ella se cuenta el proceso de construcción
de una familia, de qué forma el amor y el bienestar crecen y se consolidan.
Luego vienen los años, la decadencia, y sobre todo la Guerra Civil, y ese
espejo se hace añicos, se vuelve ripio irremediable e imposible de armar. La
España rota, dolida, resentida, que dejaron Franco y la Guerra Civil, vivió un
lento y difícil proceso de sanación y reconstrucción que se llamó “la
transición”, la ardua construcción de un sistema democrático en el que cupieran
los comunistas, los socialistas, los descendientes del franquismo, de la
falange, los vascos y los gallegos, los andaluces y los catalanes, los
católicos y los ateos. En desacuerdo, pero sin matarse. El salto adelante que
dio España desde la muerte de Franco, en 1975, es un camino asombroso de
desarrollo y concordia.
Algo parecido
puede decirse de Europa. Este curioso territorio que va desde el occidente de
Rusia hasta el océano Atlántico, abigarrado de lenguas, de etnias, de pueblos,
de migraciones e invasiones, se dedicó durante siglos, durante milenios, a
hacerse la guerra. Con las dos guerras mundiales del siglo XX se llegó a las
peores orgías de la muerte. Y de repente, como si hubiera ocurrido un milagro,
los pueblos de Europa tomaron, como diría Borges, “la extraña resolución de ser
razonables” y decidieron “olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades”.
La construcción de la UE, del euro, del mercado común, de la libertad de
movimiento, fue una especie de sueño realizado con un lento trabajo de muchos
relojeros. No era una copa perfecta, pero era el vaso menos imperfecto que la
política europea hubiera visto nunca: más de 70 años de paz, de crecimiento
económico y de construcción de las sociedades más saludables, seguras y menos
injustas que se hayan visto nunca. Todavía con injusticias y oprobios, sí, pero
las menos horribles si se las compara con su propia historia y con el resto del
mundo.
Esa copa tan
difícil de construir, ese espejo en el que otras partes del planeta nos
mirábamos como una imagen alcanzable y posible, empieza a resquebrajarse. Trump
y Putin celebraron felices el odioso salto al vacío del Brexit. ¡Qué bien:
Europa vuelve a sembrar la semilla de la discordia! ¡Qué maravilla! Y ahora
Cataluña, como imitando a esos países centroamericanos que una vez fueron una
sola copa, frágil y quebradiza, quiere separarse y apropiarse para sus solas
élites de un trozo del espejo. ¡Qué dicha! ¡Los Mas y Puigdemont y Pujol serán
llamados Presidentes de un Estado independiente! ¡Tendrán embajadas, himno y
ejército! ¡Serán otro país con voto en la ONU!
Y para esto les
han dicho a sus jóvenes (que no vieron la guerra ni vivieron la transición) que
ellos viven en un país horrible. Que tener salud, educación, transporte,
tranquilidad, una propia lengua que pueden hablar libremente, empresas,
teatros, editoriales, librerías, bancos… que todo eso es basura. Que es un robo
de España. Que hay que romper la copa, romper el espejo, y mirarse el rostro
tan solo en el añico de su propio ombligo. Como Nicaragua, como Honduras, como
El Salvador: ¡países pequeños, pero independientes! ¡Qué dulce sabe en la boca
esa palabra: Independencia! Cuando les duela el estómago y vean que era veneno
nacionalista, ¿quién va a pegar la copa?
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De la página
personal del autor, 08/10/2017
Imagen: “Exploding wine glass”, por Gary Ertter.
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