Wednesday, October 11, 2017

Spaghetti ahumados en Zipolite

MAURIZIO BAGATIN

“IN ÓTIN IHUAN IN TONALTIN NICAN TZONQÜICA” (Aquí terminan los caminos y los días)           
- Azteca, Gary Jennings -

Zipolite es la playa del amor… el Pacífico es solo un eufemismo, las olas moldean las rocas y el viento pliega árboles esculpiendo versos, prosa de la naturaleza en un museo bajo las estrellas. Los zapatistas aquella noche anunciaron al mundo entero que existían, en la Selva Lacandona ya había El Aleph cibernético que hasta Beatriz Viterbo desconocía: Zedillo perdía el primer round y nosotros, deslumbrados por el tramonto violeta de San Cristóbal, nos dirigíamos hacia San Juan Chamula, pueblo mágico adonde el jefe, bastón de mando firme como su profunda mirada, era seguido en su paseo crepuscular por mujeres de diferentes nacionalidades y por hijos con diferente color de sus ojos: él sigue siendo lo de la sangre pura y es mercancía delicada y preciosa para gringas locas y europeas encantadas. 

Zipolite es la playa que todos los yippie han de conocer, el sex drug & rock and roll sigue frecuentando esta meta power flower, lejana de las carreteras principales, del bullicio de Playa del Carmen y hasta de la de Puerto Escondido ya descubierta por los desertores de las ultimas utopías de los años setenta. En Zipolite no hay surfistas, no hay discotecas, no hay restaurantes, no hay hoteles, no hay casas de cambio, bancos, no hay un supermercado, lo que hay son bolichitos con happy hour a toda hora, alquileres de hamacas con techitos incluidos (los mosquitos, en desmedida cantidad, también incluidos), una cevichería sin heladera, unos que otros improvisados vendedores de pan, pasteles, empanadas, enchiladas y tacos, todos camuflando la mota de San José del Pacífico, la más cotizada en esta playa desdeñosa y siempre somnolienta. Hay también un boliche sui generis, El Hongo, de propiedad de Vladimir, hijo de un profesor masacrado en la noche de Tlatelolco, y de su compañera, una femme fatale francesa que, abandonada la escuela superior decidió cruzar el charco y olvidarse de la vieille Europe para reconstruirse una vida en el ombligo de la luna: Mēxihco. El boliche ofrecía además del alquiler de hamacas con techo anexo (las fumigaciones regulares excluían casi del todo la inclusión de los mosquitos… que muy pronto bauticé zapatistas), dos cuartos hechos de bambúes con hamaca-cama para extemporáneas sexuales y un servicio de cocina, la mayoría de las veces selfe service (casi un ejido mexicano) y una caja fuerte comunitaria con garante francesa. Sin passepartout.

México es magia pura hasta que todo no logre contorsionarse y entonces todo puede transformarse en violencia, la tierra se acuerda de su pasado, la tierra no olvida nunca: el respiro de sus muertos, de sus héroes, de sus villanos, hay un aliento que nunca desaparece y que al viajero más sensible se le hace presente, en memorias llenas de leyendas y de historias. México es siempre una Comala irreducible, viva en cada rincón, te das la vuelta y Pedro Páramo está ahí. A veces Pedro Páramo eres simplemente tú.

Llega una bambola, una chica italiana que, abandonado su novio en Yucatán, decide conocer Zipolite, llueve y el encanto de una llovizna, junto a la belleza mediterránea recién llegada, hace que la magia logre permear nuestros ánimos; el tequila se disfruta, unas XXX frías acompañan una noche en las que Malcolm Lowry se hubiera sentido en su casa: los amigos mexicanos, cuando les lancé este pensamiento, me respondieron que extrañamente la mejor novela mexicana la escribió un extranjero, y que este escritor era Lowry, endorfina para el morbo de Gutenberg, la única patología creo, que tiene un único remedio: el libro.                        

Vladimir me pidió si tal vez con Andrés, un chileno cachetón que vivía en París, podía administrarle El Hongo durante unos cuantos días, él y Silvy querían pasar algunos días en Oaxaca con la madre de él; administrar nos pareció una tarea simple y encontrándonos ya en plena recesión en cuanto a nuestra economía (el “error de diciembre” alias “efecto tequila” nos pasó desafortunadamente desapercibido…), la tomamos como un maná caído del cielo. El primer día transcurrió plácido. El Muerto, un amigo que fue profesor de matemática en la UNAM y que, encarcelado por error durante una salvaje batida policial en los boliches limítrofes a la universidad, tuvo que sobrevivir a base de insectos y de su orín hasta quedarse casi transparente y recibir este infausto apodo, ahora era parte de la fauna que El Hongo había adoptado, a cambio de una buena limpieza matinal del boliche y de algunas intransferibles comisiones: él, fumador de la mejor hierba del Pacífico, para redondear su cotidianidad se hizo pusher oficial de la playa del amor, durante el día lo podías encontrar entre los recién llegados, ofreciendo el mejor THC en circulación, y fue proprio el Muerto en avisarnos de la llegada de dos personajes en apariencia funambulescos, los cuales ofrecían hasta el mismo valor por Travelers Cheques que hubieran sido denunciado como perdidos y hasta para los que resultaban robados: negocio redondo para quienes querían alargar su estadía psicodélica o moverse hacia el norte, en búsqueda de Don Juan o de la carne de los dioses…                                                                                                                    

Efectivamente Mimmo el italiano y Franz el suizo, considerándose ya a pleno título los Arsenio Lupin de los travellers, apostaban alto pero de caballeros no lucían nada, llegaban de Tapachula, macabro pueblo de confín entre México y Guatemala, adonde coyotes reclutadores de carne humana, narcos de todas latitudes y viveur de cualquier expediente, habían convertido este pueblo en una Las Vegas para desesperados de una Finis terrae digna de Corman McCarthy. Allí lograron estafar a un alemán y a una indonesia y ahora, creyéndose lejos de los esbirros, querían abandonarse a la vida power flower que no tenía nada que pudiera acercarse a sus temerarias actitudes. A los tres días aparecieron en Zipolite unos policías (algunos días antes fue Zedillo en decir que la policía mexicana no es corrupta, es podrida…) tan mal uniformados que uno de los alojados en El Hongo - chisteando de su maltratado estado, durante un interminable happy hour - se levantó de su cómodo asiento de bambú e invitó un cigarrito Delicados y una cerveza Pacífico a los dos buscadores de suerte: la suerte para ellos era encontrar al italiano y al suizo y sustraerles unos Franklin’s a cambio del seguir confirmando la sentencia de Zedillo. Este es el mundo adentro del mundo, una easy rider ilusionista y en disolución, exportada en todos los sures del mundo: así en Malindi, en Sitges, en Kribí, en Ibiza… fuga y muerte de todo sueño homérico.                                                  Misteriosamente, el agua que trae tantas cosas no hace ruido, o trae el más fuerte de todos: el silencio.

La primera noche también transcurrió pacíficamente. El nombre de Pacífico, al océano más grande que alberga la tierra, le fue otorgado por Vasco Núñez de Balboa, explorador que posiblemente no conocía todas las destrezas oceánicas: paralizar a presuntos nadadores,  hipnotizar a navegadores desbrujulados y capturar aventureros desprevenidos.                                                  

El segundo día como administrador - ex aequo con Andrés, naturalmente – inició con las quejas del Muerto, en la despensa faltaban pasta, arroz, frijol, la fruta escaseaba y de carne no había ni el olor, solo a las tres de la tarde había un bus que podía llevarnos hasta Puerto Ángel y allí proveernos de lo que faltaba, la heladera seguía bastante surtida de corvinas - un salmón congelado del cual nunca se supo su proveniencia - cochis y unos cuantos crustáceos; las cervezas: XXX, Corona, Modelo y Pacífico estaban bien acomodadas y frías, los tequilas también, unas cuantas botellas de mezcal - una sola de 400 Conejos - y varios vinos extremadamente mal surtidos.

Alrededor de las 9 de la noche, de vuelta de no sabemos cuál mercado proveedor, Andrés entra saludando y con su sempiterna alegría destapa una botella de tequila, sal y limón siempre presentes hacen de timón a una farra que parecía predestinada: a las 10 y media, ya con mucha euforia en el ambiente, tocan a la puerta de la cocina tres chicos, dos varones y una muchacha, todos tenían el aspecto de estar muy cansados y - como resultó ser de ahí a poco - mucho más hambrientos. Para quien sabe improvisar, para quien el actor lo tiene como as en la manga, nada le puede salir mal… la imaginación, dijo Leopardi, es la primera fuente de la felicidad humana… así que ofrecerle algo de comer que hubiera podido conjugar nuestro estado etílico, con el apetito de los chicos franceses fue satisfacer el placer de una empatía sui generis.

Ninguna receta avisa que si estás ebrio tienes que sacar el fideo al mismo tiempo que cuando estás sobrio, los spaghetti tienen que estar al diente, la pasta corta tarda más que la larga y solo un gran periodista italiano me hizo recuerdo que el salmón con spaghetti es el equivalente imperdonable que tiene la televisión y el cine. A los franceses les habíamos ofrecido spaghetti con salmón mientras - estábamos ya en la segunda botella del tequila que trajo Andrés - el agua que hervía con los spaghetti se había evaporado y, alquimia gourmet ominosa, los spaghetti con salmón se volvieron spaghetti con salmón ahumado. Cerca de las 11 y media los tres chicos estaban disfrutando de nuestro primer menú a la Hemingway (así lo definió Silvy a su regreso), con uno de los vinos de Baja California que ofrecía la desordenada cantina de El Hongo.

A las 12 un toc-toc repentino - fue el Muerto, el único ebrio entre los chefs y que fungía de maître de El Hongo, en avisarnos - nos sorprendió: los chicos habían terminado nuestra delicatessen e increíblemente pedían más, o sea nuestra improvisada imaginación, o mejor, nuestra fabulosa ebriedad había estrenado un plato de un bodrio tan pachucho que ahora venía ordenado nuevamente. Según Andrés la única solución era seguir la receta a la letra: abrir una tercera botella de tequila y quemar los spaghetti.

Inocencia y hambre pantagruélica francesa nos las hicieron pasar bien; Zipolite tal vez siga siendo la playa del amor pero de lo que estoy seguro es que en El Hongo lo que sigue como el plato delicatessen es el de los spaghetti ahumados. Una verdadera pena para el periodista italiano y gloria para quienes sepan tomarse unas botellas de tequila antes de hacerse chefs, entre el Pacífico y la magia mexicana.    
Septiembre 2017


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