JUAN PABLO MENESES
Al final de
la corrida le pego una bofetada a Ernest Hemingway. Se la pego a un costado de
la cara, entre su oreja y mejilla izquierda. Pero eso sucede al final de la
corrida que ahora está por comenzar. Quedan pocos minutos para un nuevo
encierro, el sexto de este año en San Fermín, la famosa fiesta de Pamplona
donde sueltan a los toros por las calles mientras miles corren eufóricos
escapando de una cornada.
Hace
cuarenta minutos que pasaron las siete de la mañana, y a los que hoy vamos a
correr nos tienen encerrados hace más de una hora. A las ocho soltarán ocho
toros, pero unos minutos antes abrirán el encierro de los corredores. Un mozo,
como se le dice tradicionalmente a quienes corren delante de los animales en
San Fermín, puede aprovechar esos minutos de ventaja y correr las ocho cuadras
sin problema. De hecho, la mayoría de los que corre nunca ve ni de cerca a los
animales. “¡Hay que esperarlos!”, grita uno con sonrisa dura, en mitad de una
espera llena de nervios. Hay gente asustada de verdad. Algunos abandonan a
último minuto. Otros cantan sevillanas. “Yo me iré corriendo rápido antes de
que los suelten”, murmura uno de México, saltando como si tuviera resortes en
las zapatillas.
Si bien no
hay obligación, la mayoría de los corredores están vestidos de blanco y con
cinturón o pañuelo rojo. Otra vieja costumbre que todavía se mantiene,
especialmente los gringos en plan “¡Gran-tour-a-San-Fermín!”, es correr con un
diario enrollado en forma de palo. Así, dice la tradición, se le puede pegar y
espantar al toro sin dañarlo físicamente. A diferencia del resto del mundo,
donde se ven grandes investigaciones o crónicas periodísticas envolviendo
pescado, en estos minutos previos al encierro veo cientos de notas
periodísticas enrolladas y muy bien dispuestas para alejar a los toros en caso
de emergencia.
En eso,
aparece una voz por los parlantes y la ciudad estalla en aplausos llenos de
vivas y de ¡olé! Los altavoces están por todo el recorrido. Los que más
aplauden son los que no corren, los que miran de afuera, sin peligro, y que
entienden que la fiesta está por comenzar. La voz de los parlantes viene
dirigida a nosotros, a los que estamos encajonados esperando que abran la
puerta. Nos anuncian a todo volumen unas medidas de seguridad que salen en
castellano, francés, inglés, italiano y alemán. No hay indicaciones en euskera,
aunque esta es una fiesta vasca, con origen vasco, en una región vasca y en
donde todas las noches, en más de algún bar, se termina empinando la copa y
gritando: “¡Gora Eta!”
Las
precauciones a tomar parecen simples, pero al escucharlas por parlantes y en un
encierro junto a personas que saltan nerviosas y con un diario enrollado en la
mano, la cosa se agranda: “Si te caes al suelo tápate la cabeza con las manos;
nunca toques a los toros; no te subas a las barandas mientras corres; no corras
si bebiste”. Lo del alcohol es ridículo: el 80 por ciento de los que estamos
aquí adentro nos pasamos la noche despiertos, en fiestas, conciertos o en bares
bebiendo kalimotxo, como le llaman a la mezcla de vino tinto y Coca Cola que
riega la ciudad esta semana. La policía saca de entre los corredores a un par
que ya no se puede mantener en pie y a otro que trae ojotas en vez de
zapatillas, pero no mucho más. Si bien la mayoría pasamos de largo, hay algunos
corredores que recién se levantaron después de dormir ocho horas para correr
más despiertos. Casi todos son estadounidenses que han llegado en tours organizados
con varios meses de anticipación. Traen zapatillas especiales, camisetas
alusivas al viaje y chapas de San Fermín.
Para el
resto, la noche previa, como todas las noches y días desde que con la ceremonia
del Chupinazo larga San Fermín, son de una fiesta interminable y repetida.
Basta una hora para saber lo que te va a esperar durante las 23 restantes hasta
completar cada día de una semana, que empezó el siete y terminó el lunes
pasado. Hay peñas folclóricas que pasan tocando tambores, trompetas y olés a
las horas más insólitas, cuando la mayoría duerme. El negocio es gigante. La
alcaldía acondiciona plazas para que los corredores sin alojamiento puedan
dormir al aire libre. Todo el Casco Viejo de Pamplona se convierte en un enorme
shopping al aire libre con todo tipo de souvenirs de la fiesta. Se acreditan
más de 600 periodistas de todo el mundo, participan más de 3.000 voluntarios y
en total hay más de 200 actividades. Además de los turistas, durante esta
semana vuelven a Pamplona todos los que hicieron su vida en otras ciudades de
España, por estudio o trabajo, y se reencuentran así con sus padres y amigos
del barrio, con quienes comentan el crecimiento de la familia mientras en la
mesa vecina se emborrachan unos alemanes. También llegan muchos sudamericanos
que hacen tatuajes con henna, malabares con fuego, tocan guitarra o venden
tejidos; y marroquíes y paquistaníes que se abocan básicamente a vender cerveza
suelta y chocolate las 24 horas.
Queda
menos. Se abre la primera puerta y comenzamos a avanzar por la calle San
Nicolás en dirección a la Plaza de Toros, donde termina el encierro. Más
adelante hay una barrera de policías que detiene a los mozos que avanzan más
rápido: la idea es que haya corredores por todo el trayecto, por eso tantas barreras
y detenciones antes de la largada. Aquí cualquiera puede correr. No hay que
pagar inscripción, y todavía no es necesario registrarte por Internet en la web
de Nike o de Reebok para correr de a miles. Cualquiera se puede sumar,
libremente, con requisitos mínimos. La nueva barrera de policías sirve para una
nueva revisión, esta vez sacan de la pista a un japonés que no quiere soltar su
cámara de video. Está prohibido correr con cámaras. Si estás solo y no tenés
quién te tome una foto, al final de cada encierro las casas fotográficas de
Pamplona ponen a la venta cientos de imágenes sacadas por fotógrafos
estratégicamente ubicados: después de cada encierro muchos mozos se van al
centro del casco antiguo a ver si salieron en alguna foto, por la que deberán pagar
12 euros.
Ya no queda
nada. Ahora los mozos estamos todos dispersos por estas ocho manzanas
adoquinadas, las mismas que durante el resto del año transitan a paso lento y
bastón en mano una mayoría de jubilados. Los que estamos adentro del encierro somos
pocos y la mayoría de los visitantes han preferido —sensatamente— ver la escena
desde tranquilas tribunas o desde balcones que se alquilan por buen precio y
con meses de anticipación. Ya está. No queda tiempo. Alguien grita que ya son
las ocho. Pasa un minuto más. Boooooooom.
El bombazo
se escucha lejos y anuncia que acaban de soltar a los toros. Y que ya vienen
hacia nosotros. Todos comenzamos a correr desesperadamente hacia adelante. A
correr sin que importe si pisamos a alguien en el camino. Lo que hasta hace
unos minutos era nerviosismo colectivo, ahora es individualismo desatado.
Aparece San Fermín en su esencia. De pronto, todos estamos viviendo en directo
la metáfora de la vida que nos quieren hacer vivir: aquí adentro nos salvamos
aplastando cabezas ajenas y nos abrimos paso sin importar quién quede en el
camino. Adrenalina pura.
La carrera
termina en la Plaza de Toros de Pamplona, pero claro, para eso falta mucho.
Esto recién empezó. Si bien oficialmente una corrida dura dos o tres minutos, aquí
adentro el tiempo se alarga. Dos o tres minutos es muchísimo. Es como una
semana sin adrenalina. Y seguís corriendo. El grito de los otros mozos te pone
más nervioso. Todos gritan y todos corren desesperadamente. De los balcones
lanzan papel picado y sobre tu cabeza cae una lluvia infinita de flashes
fotográficos. La Televisión Española transmite en directo al resto del mundo,
como todos los julio de cada año, las imágenes de Pamplona. Hay cámaras de
televisión por toda la calle, como si esto fuera un gran set de televisión. Y
seguís corriendo. Corrés mirando hacia atrás. Corrés arrancando. Corrés con el
corazón en la boca. Corrés entre los turistas gringos. Corrés asustado. Corrés
entre las familias de Pamplona. Corrés como un ladrón de carteras del DF, como
un tira-collares de Buenos Aires. Corrés de los toros. Corrés con furia, como
nunca corriste. Corrés frente a los fotógrafos, que más tarde venderán tu foto
en la tienda del casco Viejo. Corrés sabiendo que te siguen, que están cerca,
que ya se sienten. Cada vez más cerca. Corrés nervioso, pero con valor. Los
toros se escuchan, porque traen en el cuello campanas que anuncian su presencia
policial. Ya casi te agarran. Y corrés para salvarte el pellejo. Con todo. Que
no te agarren. Hijodeputa que no te agarren, corré mierda, corré mierda, corré
como nunca corriste por la puta madre. Y tus piernas se mueven más rápido de lo
que pensaste. Estás en San Fermín, la famosa fiesta de los toros, y ahora los
toros te pasan a pocos centímetros, cerca. Tratás de mantener la calma, pero el
latido de tu corazón te parte la cabeza, y ahí acaban de pasar y sientes miedo
de verdad pero no lo sabes.
Cuando
entrás corriendo a la plaza de toros, junto a los animales, te recibe un
estadio lleno de gente vestida de blanco y pañuelos rojos que te aplaude a
rabiar por lo que acabás de hacer. Miles de personas sentadas en las tribunas,
que esperaron pacientemente la muerte de alguno de nosotros, y que ahora te
lanzan vítores y disparan fotos.
Cuando
termina el nuevo encierro, en la plaza de toros sueltan unas vaquillonas para
que los corredores se entretengan jugando a ser toreros. De los litros de
kalimotxo ya no queda nada. La adrenalina de la corrida se llevó el alcohol.
Sin embargo, aunque ya han pasado unos minutos del fin te sentís eufórico, como
si te hubieras inyectado bebida energizante. Tenés ganas de gritar. Y gritás.
Gritás como si estuvieras solo en la mitad de un desierto, gritás en el centro
de la plaza de toros de Pamplona un mes de julio durante San Fermín, gritás con
los puños apretados y aflojás y sacás toda la tensión de jugar a arriesgar la
vida en una fiesta transmitida en directo por Televisión Española.
A la salida
de la plaza de toros, una enorme estatua de Ernest Hemingway le hace un
homenaje al escritor que hizo famosa la fiesta de San Fermín con la
publicación, en 1926, de la novela Fiesta (The Sun Also Rises). En Pamplona
están conscientes de los resultados que trajo la novela del escritor rudo, de
puño cerrado, que le contó al mundo lo bravo que era escapar de toros sueltos
por la mitad de las calles. Y ahí está Hemingway, mirando con ojos de bronce
cómo salimos todos los corredores de la plaza de toros. Entonces, con la
adrenalina descontrolada y la exaltación de sentirme superhéroe por un par de minutos,
salto y me subo a la estatua del admirado Ernesto. Me acerco a su cara, lo miro
fijo y le doy una bofetada. “Nunca te atreviste a correrla de verdad”, le digo
sin quitarle la vista, antes de irme a buscar un nuevo kalimotxo para seguir en
la fiesta interminable.
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De
PERIODISMO NARRATIVO EN LATINOAMÉRICA, 1/09/2008
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