Tuesday, April 25, 2017

Mi reencuentro con Raúl Shaw Moreno

JOSÉ CRESPO ARTEAGA

Había vuelto a la altiva ciudad de Oruro después de cinco años. A sus aires que azotan los pómulos de los forasteros y a sus cielos de azul intenso. Y a recorrer sus mismas calles, con su sempiterno aire de abandono. Sus fachadas macilentas dan fe de ello, empezando por el bloque moribundo de la terminal de autobuses que parece enamorado de su verde pálido y resquebrajado. Álamos de copa redondeada salpican a ratos la monótona uniformidad de las aceras. De clima duro, aquello parece milagro en medio de las ventiscas que sacuden una y otra vez el altiplano. La vida se abre allí a puro coraje.

Inverosímil que una tierra tan yerma haya procreado al artista más grande, al boliviano más universal. Sin montañas inspiradoras, sin arroyos ni ríos que perseguir. Solo bocaminas que escupen lentamente la sangre ácida de sus entrañas. No hay nada allí, ni quirquinchos escondidos en la arena. Y, sin embargo, de aquel páramo sin apenas abrigo surgió la cálida voz del bolero. Y con su canto a liberar las noches de su fría opresión, cual obstinado romancero.

A don Raúl lo conocí cuando apenas era yo un crío que no llegaba a la década. El pueblo de mis antepasados se debatía entre las penumbras, aquellas gozosas penumbras que nos permitían jugar a las guerritas entre los “patacalles” y los “uracalles”. Por toda luz sentaban presencia unos cuantos postes de tubos fluorescentes que pálidamente señalaban el empedrado entre el internado de la Sede y la iglesia. El trayecto que una monja alemana seguía casi todas las noches junto a sus cholitas internas para ir a oír misa.

La Sede, con sus jardines y extensos conjuntos de habitaciones, coronaba una suerte de colina. Desde su explanada veíase todo el pueblo, y de sus oficinas salían a menudo los avisos por altoparlantes a la comunidad. El operador tenía la buena costumbre de poner música a manera de introducción. Uno de los parlantes había sido estratégicamente colocado en las alturas de un imponente eucalipto que ya no está. Nuestra casa no estaba ni a media cuadra de aquel sitio. Imaginen el solaz que me producía aquella polca inmortal interpretada por ese cantor sin nombre, al que juzgaba yo como extranjero. El acompasar grave de la guitarra y el sonido de la aguja del tocadiscos se oían tan nítidos que todavía los atesoro en el alma.

Arribó la luz eléctrica, luego la FM, la encarceladora televisión. Se acabaron la magia y las noches de ensueño. Y don Raúl volvió a las sombras, a los polvorientos cajones del olvido. Ya se encargaría la radio de difundir mensajes a cualquier hora, con inevitables voces impostadas.

Casi tres décadas después, don Raúl me esperaba, también en lo alto de una colina. Casi relegado al fondo, a pasitos de unas rejas. Como si fuera un extraño invadiendo el morro de Conchupata, dicen que histórico porque fue allí que izaron la primera tricolor boliviana. Inexplicable monumento el del músico cuyo sitial debería estar mejor emplazado, quizá en la entrada del aeropuerto, para dar la bienvenida a los viajeros, extrañados a primera vista de haber llegado a ninguna parte. Esa guitarra los consolaría y esa inigualable voz haría el resto.

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Para su consideración, otras canciones: 




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De EL PERRO ROJO (blog del autor), 24/04/2017


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