STEFAN ZWEIG
Ahí están ellos,
aguardando y en silencio. Incitan, llaman, pero no exigen. Están mudos en su
anaquel. Sobre ellos parece flotar el sueño, y, sin embargo, desde cada uno en
particular, como un ojo en vela, un nombre te mira fijamente. Si pasas cerca de
ellos con la mirada, con las manos, no te siguen con sus gritos implorándote,
ni se adelantan hacia ti. No exigen. Esperan a que te hayas abierto a ellos;
sólo entonces ellos se abren.
Primero el
silencio a nuestro alrededor, primero el silencio dentro de nosotros, entonces
estamos preparados para ello, una noche, a la vuelta de un fatigoso paseo, o un
mediodía, hastiados de los hombres, o una mañana, al arrancarnos nebulosamente
a un sueño con ensueños. Se desearía soñar, pero musicalmente. Con el
presentimiento paladeante de una dulce tentativa se adelanta uno hacia el
armario: cien ojos, cien nombres salen a la vez, silenciosos y pacientes, al
encuentro de la mirada que busca, como lo harían las esclavas de un serrallo
con su dueño, aguardando humildes la llamada, y dichosas, sin embargo, de ser
escogidas y de ser tomadas. Y luego, como el dedo da en el teclado para
encontrar el tono a la melodía interior, así el ser blanco y silencioso, el
violín cerrado, en cuyo interior aguardan todas las voces de Dios, se adapta a
la mano flexible. Tomamos uno, leemos una línea, un verso: pero no suena claro
en la hora. Decepcionados, casi indelicadamente, devolvemos el libro a su
lugar. Hasta que se acerca el apropiado, el que se acomoda al instante preciso:
y de pronto eres abrazado, tu aliento se trasfunde en el de otra persona, como
si descansase a tu lado el cuerpo cálido y delicado de una mujer. Y como ahora
lo aproximas bajo la lámpara, el libro, el venturosamente elegido, se ilumina
inmediatamente con luz interior. Se ha obrado la magia, la fantasmagoría se
desprende de las mórbidas nubes del ensueño. Se abren de par en par los
caminos, y las lejanías se llevan tu sentimiento que se extingue.
En algún lugar
suena el tictac de un reloj. Pero no se interna en este tiempo que se ha
desencaminado a sí mismo. Aquí la hora echa de menos toda otra medida. Allí hay
libros que recorrieron muchos siglos antes que su palabra llegase a nuestros
labios; allí los hay también recientes, nacidos sólo de ayer, sólo ayer
engendrados por la turbación y el desamparo de un muchacho imberbe; mas hablan
un idioma mágico, y lo mismo aquéllos que éstos mecen y levantan nuestro
aliento en ondulaciones. E incitan, consuelan también; tentando, sosiegan el
despierto sentido. Y paulatinamente se sumerge uno en ellos, se produce un
sosiego y una contemplación, un abandonado fluctuar en su melodía, mundo
allende el mundo.
Y vosotras, horas
las más puras, sustraídas al tumulto diurno; vosotros, libros, los más fieles y
callados compañeros, ¡cómo os agradecemos vuestro constante estar dispuestos en
todo momento, ese eterno impulsar hacia arriba e infinito dar alas de vuestra
presencia! ¡Lo que habéis sido en los días tenebrosos de la soledad espiritual:
en hospitales y campos de prisioneros, en las cárceles y en los lechos de
dolor, en todas partes, en vela siempre! ¡Habéis deparado a los hombres
ensueños y un instante de calma en la inquietud y el tormento! Invariablemente
pudisteis vosotros, benéficos imanes de Dios, arrebatar el alma, si quedaba
demasiado sumergida en lo cotidiano, en su elemento más genuino, y la habéis
vuelto a dilatar invariablemente hacia la lejanía, el cielo interno en todas
sus tenebrosidades.
Pequeños pedazos
de infinito, alineados aún junto a la pared, así os mantenéis imperceptibles,
en nuestra casa. Mas si os libera la mano, si el corazón os toca, saltáis,
invisibles, los espacios de los días laborables y, como en un carro ígneo,
vuestra palabra nos eleva desde la angostura a la eternidad.
Stefan Zweig
Hombre, libros y ciudades
Hombre, libros y ciudades
Foto: Stefan
Zweig
De CALLE DEL ORCO, 25/06/2018
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