ÁLVARO VÁSQUEZ
Me gusta mucho
viajar, pero no me gusta ser turista.
Me explico. Me
gusta conocer nuevas ciudades, pero me gusta conocerlas perdiéndome en ellas,
no siendo guiado como parte de un rebaño en que cada oveja tiene una cámara
colgada al hombro y en el oído un audífono que le dice qué, cómo y cuándo ver.
En México DF, me
perdí literal y voluntariamente (tomando un bus y bajándome de él en un lugar
que me pareció bonito, nada más) en el día de los muertos, caminé todo el día,
y fue una experiencia maravillosa; así pude comprender cuánto se parece esa
fiesta con la de Bolivia (la no turística, claro). En Japón, también huyendo
del circuito turístico habitual, logré extraviarme en las calles de Osaka, y
así conocí talleres casi artesanales de bicicletas que me recordaron mi niñez
en La Paz, personas que cultivaban bonsais en sus casas y los exponían en sus
ventanas, vendedores callejeros de comida, que por supuesto probé sin que el
idioma sea óbice para hacer el pedido ni el pago (una sonrisa sincera puede
eliminar la mayor parte de los problemas comunicacionales). Me parece que esa
es la mejor manera de conocer una ciudad, un pueblo, un lugar cualquiera. Ya lo
decía el gran Facundo Cabral: Quienes dan identidad a los países son los
pobres, los ricos son iguales en todas partes.
Al leer Aviones
de fuego, se siente que uno empieza a conocer esa Barcelona no turística,
esa ciudad diferente, auténtica. Y eso es algo que se agradece.
Y ya en las
primeras páginas queda claro que el autor no deja nada al azar; cada nombre,
cada lugar, cada referencia (hasta un peinado) nos dice algo, algo que a menudo
descubrimos recién avanzando el texto. Nos habla, por ejemplo, de fantasmas,
cuya existencia puede entenderse como el espíritu de un ser humano muerto, o
acaso como la sombra ─que se niega a morir del todo─ de un movimiento político,
de una ciudad, de una época, acaso de una forma de vida; algo muerto, en todo
caso, pero al mismo tiempo algo que lleva en sí el germen de un futuro distinto,
que no podría ser tal sin el antecedente fantasmal de ese algo que ya no es.
El texto va
deslizando, además, palabras en catalán (y otros modismos locales) de las que,
de a poco (dado el contexto en que se mencionan) el lector puede entender su significado,
al menos de manera aproximada. No digo que la novela sea al catalán lo que fue
al ruso La naranja mecánica, pero permite entender el sentido
general de una frase que dijera, por ejemplo, que al noi le provoca
morriña del pasado ver tanto guiri tarumba en esta sociedad ya gentrificada.
La novela se
refiere también a temas tan recurrentes (por reales y comunes a todos) como el
amor, aunque los enfoca desde una perspectiva distinta, que revela esa cualidad
en memorables párrafos como “… Y es que me encantaba vestirla. Y peinarla. Me
resultaba más sugerente vestirla que desnudarla”. Y también nos habla del luto
por el amor perdido, pero no a través del sufrimiento histriónico de los malos
textos, sino con ese dolor que se traduce en cierto hastío de la vida y en un
sordo escepticismo sobre todo lo romántico; o sea, un dolor real, que se puede
reconocer en nuestra propia vida. Asimismo, las páginas nos brindan, mientras
los dedos las deslizan minuto a minuto, referencias cinematográficas,
literarias y muchas musicales (leí que Emilio Losada es también músico, y se
nota), que se siguen con verdadero placer. Otra deuda de gratitud con la
novela.
La lectura
provoca tanto una sonrisa como un ataque de melancolía, o nos invita a pensar
sobre algún tema en particular, porque el autor sabe cómo hacer a las letras
portadoras de sentimientos, esos que todos tenemos ─algunos más ocultos que
otros─ y nos cuenta de la naturalidad con que se puede llorar en una ciudad
desconocida y junto a desconocidos (acaso ese doble desconocimiento elimine una
natural reticencia a expresar lo que sentimos a través del llanto) , o de
la gran belleza inherente al errar (en las dos acepciones del verbo), y sugiere
también, a través de personajes y situaciones a ambos lados del Atlántico, que
el cruel sino de la pobreza, la injusticia y la frustración no conoce
distancias ni idiomas, sin importar cuánto se intente buscar el paraíso más
allá de una frontera.
El narrador
reivindica, en un provocador arrebato, el valor de la transcripción, pura y
simple, frente a la creación de un texto ficcional/literario, asegurando que
hay diálogos reales que merecen ser nada más que transcritos, aunque por otra
parte revindique también la escritura como tal, subrayando que no hay mérito
mayor que escribir sin más pretensión que matarse escribiendo.
Y al pasar las
páginas, nuestros dedos abren también puertas que nos seducen para que las
atravesemos, tras lo cual volvemos al libro sintiéndonos casi cómplices del
autor, creyéndonos casi parte del libro, más que un lector que se halla fuera
de él. Y esas complicidades nos hacen conocer algo más de la historia ─la
oficial y la otra─ de Cataluña y de España, acaso de la humanidad; esa parte de
la historia que muchos querrían esconder, y nos permite conocer mejor a una
ciudad y a su gente. Resulta especialmente atractiva una teoría que clasifica a
las personas según la forma en que preparan la ensalada. Una joya.
Y finalmente el
texto nos muestra el porqué del título, y deja en claro que todos tenemos
nuestros propios fantasmas, nuestras irremediables frustraciones, nuestros
sueños inevitable e irremediablemente rotos (algunos con nombre y apellido), y
evidencia ese macabro gusto del destino que pone nuestras esperanzas y
ambiciones en curso de colisión con ese maldito “casi” que acaba destrozando
nuestras ingenuas expectativas. Esta idea me remitió instantáneamente al tango
“Por una cabeza”, confirmándome además que esta maldición es transversal a
todos los continentes, todos los países, todas las épocas y todas las personas.
El libro termina,
sin embargo, con un guiño de esperanza (o al menos, así quiero ─necesito─
creerlo), pero no con un mensaje cómodo, cursi y facilista, sino más bien con
uno que se viste de desafío, que se hace ronco grito de rebeldía contra este
mundo empeñado en mostrarnos que es imposible ser felices.
Quizá la felicidad sea imposible (la vida intenta convencernos de ello día a
día) pero es también imposible (y más, si cabe) dejar luchar por ella. El
resultado de esa lucha… el resultado es lo que menos importa, como ya nos
enseñó hace tanto aquel ilustre personaje, compatriota de Emilio Losada, ese de
la triste figura.
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De ENTRE LÍNEAS
(blog del autor), 05/07/2018
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