Una de las
preguntas más difíciles que alguien me puede hacer es cuáles son mis libros
favoritos. Buf, me llevo la mano al mentón y empiezo a repasar mi biblioteca
cerebral y me resulta muy costoso vislumbrar obras impactantes, accedo por
contra a una lista de solapas que se disipan en un arcoíris volátil y fugaz.
Entonces, tras
unos minutos, pienso que debo nombrar Rayuela, el clásico de Cortázar cuyas
primeras páginas me dijeron que esto no era literatura sino el cielo. Escribir
así suponía pedir sitio en el Olimpo. Ocurre que Rayuela, a pesar de su nivel
abisal acaba enredándose en su propia magia y dando como fruto muchas páginas
bañadas de tedio.
Cortázar no era
un novelista per se, obras como la misma Rayuela o Los Premios, no acaban de
fluir como una pieza armónica debido a sus cargas retóricas, a un ligero atascamiento
producido por un exceso de genialidad. Don Julio era sobre todo un maravilloso
cuentista.
Vuelvo a
preguntarle a mi cerebro y éste me dice que a pesar de un buen puñado de libros
leídos, sólo unos pocos me han hecho vibrar, disfrutar. Y es cuando la
sustancia gris me recuerda que de pequeño hubo un libro que me hizo
inmensamente feliz: El pequeño vampiro, la novela infantil de la alemana Angela
Sommer-Bodenburg. La obra narra las peripecias vampirescas de Anton y su amigo
vampiro Rüdiger.
Recuerdo que en
EGB, la señorita (como se le llamaba por aquel entonces) nos iba nombrando por
orden alfabético para que escogiésemos un libro. Yo tenía suerte porque mi
apellido era de los primeros lo que me permitía elegir siempre una novela
codiciada. La primera vez no sé lo que elegí, pero recuerdo que mi mejor amigo
en el colegio se hizo con El pequeño vampiro y no paraba de alabarlo. Como buen
niño cabroncillo, elegí el mentado libro a la siguiente oportunidad y.
No sé lo que
pasó, pero de repente ahí estaba yo, echado sobre un sillón amarillo de espuma
en el patio de césped artificial de mi abuela leyendo la novela.
Por unos minutos,
podía introducirme en el mundo vampiresco de Antón y quedarme completamente
absorbido, pegado al libro. Cuando era niño y no tan niño (y todavía aún
bastantes veces) andaba bajo una ansiedad constante. Siempre suspirando. Pues
bien, El pequeño vampiro me proporcionaba esa mano blanca, ese tacto de seda,
ese guiño que decía que había otro mundo donde uno era acogido y comprendido.
Ay, El pequeño vampiro, que buenos días me diste.
También durante
mi infancia leía con fruición otro libro que desafortunadamente he olvidado.
Creo que además se trataba de una obra que te hacía preguntas. Con dibujitos,
algo así. ¿Y cómo olvidar aquellos cómics “novelados” que venían dentro de un
libro de sólida solapa bajo el nombre creo de Historias Famosas? Con los años
descubrí que sin yo saberlo, había leído obras de Jack London, Salgari, Verne y
otros grandes.
Gracias a todos.
Parece fácil ahora que uno desglosa a todos estos escritores como meros
nombres, porque es lo máximo que nos permite una tecla de ordenador, el propio
vocabulario, el propio lenguaje: unas letras.
Los puedo ver
frente al papel, cansados, llenos de fuerza, de dudas, diciendo, “ahora me toca
a mí”, “debo escribir algo grande”. Tantas vidas, tanto infinito detrás de unas
letras.
Otro libro que me
golpeó duro fue El túnel, la novela cáustica de Ernesto Sábato. Cada vez que
alguien me dice que le recomiende un libro, acabo hablándoles siempre de El
túnel después de muchas dudas, de nuevo la baraja cerebral que no se aclara. El
túnel es un combate de boxeo. Una mujer fatal, un pintor obsesivo, ¿qué más les
puedes pedir a un muchacho que acaba de cumplir 25 años? Esa era la edad que
tenía cuando leí El túnel.
A las pocas
semanas, me pasó lo mismo en la vida real. En Londres. Yo era el loco pintor. Y
lo demás se acabó diluyendo en un comienzo inexistente. Porque dicen algunos
amigos que como escritor, “vuelo” demasiado, no veo la realidad. Y yo ya no sé
nada.
En una época de
soledad en Bruselas, me abrazó El Lobo Estepario de Hermann Hesse. Como
comprendía a Harry Haller tío, y su divagar solitario. Como entendía al propio
Hesse, cuando lo veía en algunas fotos viejas sostener un vino tinto y mirarlo
con deleite. Sabía que Hesse estaba haciendo un esfuerzo, un esfuerzo por ser
feliz, un esfuerzo que consistía en apreciar todos los detalles de la
existencia, los pequeños milagros de cada día. Lo que nos rodea. Hesse era
demasiado curioso como para ser feliz.
Pienso en cómo me
fue embriagando, Estambul, memorias de la ciudad, de Pamuk. Como poco a poco,
cuando yo estaba en plena oposición, el libro me acariciaba los tobillos,
tomándome de la mano e invitándome a dar paseos, vueltas por Estambul con el
incomprendido de Pamuk cuya vocación literaria le estalló un buen día en todo
el corazón. Yo eso lo viví con él. “Mamá, no voy a ser artista, voy a ser
escritor”. Toma ya, vamos, vamos, podemos.
Yo qué sé, pienso
en la perplejidad que me produjo Ignacio Aldecoa con su estético verbo, su
cuidado por la belleza de las letras, pienso en las risas y los buenos ratos
que me dio Ribeyro y su Cambio de Guardia, las maravillosas noches que me
regaló Chejov y su La señora del perro y otros cuentos, ¿te acuerdas diciéndole
a un amigo después de haber leído este libro aquello de, “si esto es estar
loco, yo quiero estar como una cabra”?.
¿Y qué sentir
cuando en Qué hacer, la novela de Chernishevski, ella le dice a su marido que
ama a su mejor amigo? El amigo había querido ayudar al amigo casado, se había
ido alejando de la casa, sus visitas eran cada vez más ocasionales, pero un día
ella se levanta y lo dice, “lo amo”.
Aquellas palabras
rezumaban también juventud, coraje, ojos encendidos, ganas de cambiar las
cosas, ganas de hacer millones de cosas. Yo lo viví y quiero seguir viviéndolo.
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De INMEDIACIONES, 08/07/2018
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