1. El último
latinoamericano
Tras una
larga enfermedad, Roberto Bolaño murió el 14 de julio de 2003. Ese día, cerca
de la medianoche, se volvió inmortal. Cierto: poco antes había empezado a
paladear eso que las revistas del corazón llaman las mieles de la fama, o al
menos de esa fama lerda y un tanto escuálida a la cual aspira un escritor.
Apenas unos días atrás, en Sevilla, donde se aprestaba a leer su casi siempre
mal citada o de plano incomprendida conferencia «Sevilla me mata», él mismo se
había apresurado a buscar un ejemplar del periódico francés Libération porque
le dedicaba la primera plana de su suplemento, y ya sabemos que para cualquier
escritor latinoamericano —y Bolaño, pese a ser el último, lo era— no existe
mayor celebridad que los halagos pedantes y un punto achacosos de la izquierda
intelectual francesa. Como todo escritor que se respete, Bolaño se reía a
carcajadas de las mieles de la fama y se pitorreaba de la izquierda intelectual
francesa, pero el sabor almibarado de los artículos y críticas que lo ponían
por los cielos endulzó un poco sus últimos días. En resumen: antes de morir,
Bolaño alcanzó a entrever, con la ácida lucidez que lo caracterizaba, que
estaba a punto, a casi nada, de convertirse en un escritor famoso pero, aunque
era consciente de su genio —tan consciente como para despreciarlo—, quizás no
llegó a imaginar que muy poco después de su muerte, que también entreveía, no
sólo iba a ser definido como «uno de los escritores más relevantes de su
tiempo», como «un autor imprescindible», como «un gigante de las letras», sino
también como «una epidemia» y como «el último escritor latinoamericano». Pero
así es: murió Bolaño y murieron con él, a veces sin darse cuenta —aún hay
varios zombis que deambulan de aquí para allá—, todos los escritores
latinoamericanos. Lo digo clara y contundentemente: todos, sin excepción.
Lo anterior
podría sonar como una típica boutade de Bolaño, y podría
serlo: murió Bolaño y con él murió esa tradición, bastante rica y bastante
frágil, que conocemos como literatura latinoamericana (marca registrada). Por
supuesto aún hay escritores nacidos en los países de América Latina que siguen
escribiendo sus cosas, a veces bien, a veces regular, a veces mal o
terriblemente mal, pero en sentido estricto ninguno de ellos es ya un escritor
latinoamericano sino, en el mejor de los casos, un escritor mexicano, chileno,
paraguayo, guatemalteco o boliviano que, en el peor de los casos, aún se
considera latinoamericano. Fin de la boutade.
Bolaño conocía
perfectamente la tradición que cargaba a cuestas, los autores que odiaba y los
que admiraba, los cuales en no pocas ocasiones eran los mismos. No los
españoles (que despreciaba o envidiaba), no los rusos (que lo sacudían), no los
alemanes (que le fastidiaban), no los franceses (que se sabía de memoria), no
los ingleses (que le importaban bien poco), sino los escritores
latinoamericanos que le irritaban y conmovían por igual, en especial esa
caterva amparada bajo esa rimbombante y algo tonta onomatopeya, Boom.
Cada mañana, luego de sorber un cortado, mordisquear una tostada con aceite y
hacer un par de genuflexiones algo dificultosas, Bolaño dedicaba un par de
horas a prepararse para su lucha cotidiana con los autores del Boom.
A veces se enfrentaba a Cortázar, al cual una vez llegó a vencer por nocaut en
el último round; otras se abalanzaba contra el dúo de luchadores técnicos
formado por Vargas Llosa y Fuentes; y, cuando se sentía particularmente
poderoso o colérico o nostálgico, se permitía enfrentar al campeón mundial de
los pesos pesados, el destripador de Aracataca, el rudo García Márquez, su
némesis, su enemigo mortal y, aunque sorprenda a muchos —en especial a ese
sabelotodo que hace las veces de su albacea oficioso y oficial—, su único dios
junto con ese dios todavía mayor, Borges.
Bolaño, cuando
todavía no era Bolaño sino Roberto o Robertito o Robert o Bobby —no sé de nadie
que lo llamara así, pero da igual—, creció, como todos nosotros, a la sombra de
esa pandilla todopoderosa y aparentemente invencible, esos superhéroes
vanidosos reunidos en el Salón de la Justicia que montaban en Barcelona o en La
Habana o en México o en Madrid o dondequiera que su manager los llevase. Bolaño
los leyó de joven, los leyó de adulto y tal vez los hubiese releído de viejo:
nombrándolos o sin nombrarlos, cada libro suyo intenta ser una respuesta, una
salida, una bocanada de aire, una réplica, una refutación, un homenaje, un
desafío o un insulto a todos ellos. Todas las mañanas pensaba cómo torcerle el
pescuezo a uno o cómo aplicarle una llave maestra a otro de esos viejos que, en
cambio, dolorosamente, nunca lo tomaron en cuenta o lo hicieron demasiado
tarde.
Si hemos de pecar
de convencionales, convengamos con que la edad de oro de la literatura
latinoamericana comienza en los sesenta, cuando García Márquez, que aún era
Gabo o Gabito, pregunta: ¿qué vamos a hacer esta noche?, y Fuentes, que siempre
fue Fuentes, responde: lo que todas las noches, Gabo, conquistar el mundo. Y
concluye, cuarenta años más tarde, en 2003, cuando Bolaño, ya siendo Bolaño, se
presenta en Sevilla y anuncia, soterradamente, casi con vergüenza, que su nuevo
libro está casi terminado, que la obra que al fin refutará y completará y
dialogará y convivirá con La Casa Verde y Terra Nostra y Rayuela y
sí, también, con Cien años de soledad, está casi lista, aun si ese
casi habrá de volverse eterno porque Bolaño también presiente que no alcanzará
a acabar, y menos aún a ver publicado, ese monstruo o esa quimera o ese delirio
que se llamará, desafiantemente, 2666.
2. Todos somos
Bolaño
Somos una pandilla
de escritores jóvenes, o más bien de escritores un tanto traqueteados, incluso
viejos o casi decrépitos, aunque sí bastante inmaduros, todos menores de
cuarenta años, reunidos en otro congreso de escritores jóvenes —jóvenes por
decreto, insisto—, en la fría y acogedora ciudad de Bogotá. Treinta y ocho
escritores (falta uno de los invitados) listos para discutir sobre un tema soso
y vano como el futuro de la literatura latinoamericana, signo evidente de que
los organizadores del encuentro no saben que, desde la muerte de Bolaño, la
literatura latinoamericana ya no tiene futuro sino sólo pasado, un pasado
bastante elocuente y rico, todo hay que decir. Los treinta y ocho que estamos
allí, en Bogotá, admiramos la ciudad y admiramos la forma de bailar de las
chicas locales —tarea muy bolañesca— y, mientras tomamos mojitos y
aguardientes, nos comportamos como colegiales, quizás porque desearíamos ser
colegiales. Ajeno a nuestra apatía, el público insiste en preguntarnos por el
futuro de la literatura latinoamericana, por su presente (que en teoría
encarnamos), y por los rasgos que nos diferencian de nuestros mayores, es decir
de los escritores latinoamericanos que tienen más de treinta y nueve años, once
meses y treinta días. Nos miramos los unos a los otros, confundidos o más bien
perplejos de que a alguien le preocupe semejante tema, procuramos no burlarnos
—a fin de cuentas somos los invitados, el presente y el supuesto futuro de la
literatura latinoamericana—, y respondemos, a media voz, lo más educadamente
posible, que no tenemos la más puñetera idea de cuál es nuestro futuro y que
hasta el momento no hemos encontrado un solo punto común que nos una o amalgame
o integre —fuera de nuestro amor por Bogotá y por los mojitos—, pero como a
nadie le convencen nuestras evasivas, por más corteses que sean, nos esforzamos
y al final encontramos un punto en común entre todos, un hilo que nos ata, un
vínculo del que nos sentimos orgullosos, y entonces pronunciamos en voz alta,
envanecidos, sonrientes para que las fotografías den cuenta de nuestras
dentaduras perfectas de escritores latinoamericanos menores de cuarenta, su
nombre.
Bolaño, decimos.
Bolaño.
El paraguayo
admira a Bolaño, los argentinos admiran a Bolaño, los mexicanos admiramos a
Bolaño, los colombianos admiran a Bolaño, la dominicana y la puertorriqueña
admiran a Bolaño, el boliviano admira a Bolaño, los cubanos admiran a Bolaño,
los venezolanos admiran a Bolaño, el ecuatoriano admira a Bolaño, vaya, hasta
los chilenos admiran a Bolaño. Poco importa que en lo demás no coincidamos
—excepto en nuestra fascinación por los mojitos y el aguardiente—, que nuestras
poéticas, si es que tan calamitosa expresión aún significa algo, no se parezcan
en nada, que unos escriban de esto y otros de aquello, que a unos les guste
encharcarse en la política, y a otros abismarse en el estilo, y a otros nadar
de muertito, y a otros hacer chistes verdes o amarillos, y a otros irse por la
tangente, y a otros machacarnos con detectives y asesinos seriales, y a otros
más darnos la lata con la intimidad femenina o masculina o gay: todos, sin
excepción, queremos a Bolaño.
¿Extraño, verdad?
Creo que a Bolaño le hubiese parecido aún más extraño, aunque también hubiese
aprovechado para darse un baño en las aguas de nuestro entusiasmo, qué le vamos
a hacer. Porque lo más curioso es que, en efecto, los escritores que tienen más
de treinta y nueve años, once meses y treinta días —con las excepciones de
algunos hermanos mayores, en especial el trío de rockeros achacosos formado por
Fresan, Gamboa y Paz Soldán— por lo general no admiran a Bolaño, o lo admiran
con reticencias, o de plano lo detestan o les parece, simple y llanamente,
«sobrevalorado» (su palabra favorita). Si no me creen, vayan y hagan el
experimento ustedes mismos: busquen un escritor menor de cuarenta (los
encontrarán sin falta en el bar de la esquina) y pregúntenle por Bolaño: más
del ochenta por ciento, no exagero, dirá que es bien padre o güay o chévere o
maravilloso o genial o divino.
Y luego
pregúntenle a un escritor mayor de cuarenta (los encontrarán en el bar de
enfrente o en un ministerio o en una casa de retiro) y verán que en el ochenta
por ciento de los casos tiene algún reparo que hacerle, o varios, o todos. En
esta época que detesta las fronteras generacionales, que desconfía de las
clasificaciones, de los libros de texto, de los manuales académicos, de los
críticos mamones, en fin, en esta época que reniega de esa entelequia que sólo
los más bellacos siguen denominando canon, resulta que los menores
de cuarenta aman a Bolaño con pasión. Ante un fenómeno que se aproxima a lo
paranormal y que posee innegables tintes religiosos —Bolaño para Presidente, God
save Bolaño, Bolaño es Grande, Yo♥Bolaño— cabe preguntarse,
evidentemente, ¿por qué?
3. Retrato del
agitador adolescente
Ahora todos
conocemos la prehistoria: cuando era joven y todavía no era Bolaño y vivía
exiliado en la ciudad de México, Roberto o Robertito o Robert o Bobby participó
en una pandilla o mafia o turba o banda —por más que ahora sus fanáticos y unos
cuantos académicos despistados crean que fue un grupo o un movimiento literario—,
cuyos miembros tuvieron la ocurrencia de autodenominarse «infrarrealistas». Una
pandilla o mafia de jóvenes iracundos, de pelo muy largo e ideas muy raras,
macerados en alcohol, que en los setenta se dedicó a pergeñar manifiestos y
poemas y aforismos y sobre todo a beber y a probar drogas psicodélicas y, de
tarde en tarde, a sabotear las presentaciones públicas de los poetas y
escritores oficiales del momento, encabezados por ese gurú o mandarín o dueño
de las letras mexicanas, el todopoderoso, omnipresente y omnisciente Octavio
Paz.
Luego de
vagabundear por los tugurios de la colonia Juárez o de la colonia Santa María
la Ribera, de echarse unos tequilitas o unos churros (de marihuana: nota
para el lector español), Mario Santiago y Robertito Bolaño se lanzaban a la
Casa del Lago y, cuando el grandísimo e iracundo Paz o alguno de sus exquisitos
seguidores se aventuraba con un poema sobre el ying y el yang o la circularidad
del tiempo, irrumpían en el recinto y, sin decir agua va, lanzaban sus bombas
fétidas, sus consignas, sus chistes y aforismos para dejar en ridículo al
susodicho o susodichos, o al menos para hacerlos trastabillar y maldecir y
ponerse rojos de coraje. Estos happenings, que sólo en los sesenta
podían ser vistos como modalidades extremas de la vanguardia o como guerrillas
poéticas efectivas, apenas tenían relevancia y sólo algún periodicucho marxista
o universitario reseñaba las fechorías cometidas por esos mechudos que
atentaban, sin ton ni son, contra las glorias de la literatura nacional.
En el México de
entonces bullían las imitaciones de enragés y situacionistas
franceses, las imitaciones de angry young men británicos, las
imitaciones de jipis gringos, y nadie se tomaba demasiado en serio sus
exabruptos (excepto Paz, que solía tomarse un té de tila cada vez que pensaba
en ellos). Lo más probable es que nunca nadie hubiese vuelto a acordarse de las
acciones y payasadas de los infrarrealistas —con excepción de Juan Villoro y
Carmen Boullosa, sus pasmados contemporáneos—, de no ser porque veinte años más
tarde, cuando Bolaño estaba a punto de convertirse en Bolaño, se le ocurrió
volver la mirada hacia sus desmanes adolescentes y con esa burda argamasa
construyó su primera gran novela, Los detectives salvajes,
trasformando a esos jóvenes inadaptados en personajes románticos (maticemos:
torpemente románticos) o al menos en algo así como héroes generacionales para
los jóvenes de los noventa, tan desencantados y torpes como ellos, sólo que con
menos huevos.
Tras veinte años
de incubación, Bolaño desempolvó los recuerdos desvencijados de su juventud
mexicana, de sus amigos malogrados, de esos poetas de pacotilla, e inventó la
última épica latinoamericana del siglo XX. Los realvisceralistas que
pululan en las páginas de Los detectives salvajes son unos
perdedores tan patéticos como sus antepasados infrarrealistas pero, maquillados
con las ingentes dosis de literatura que Bolaño se embutió a lo largo de veinte
años, encontraron una cálida acogida entre los jóvenes latinoamericanos de los
noventa, para quienes se transformaron en símbolos postreros de la resistencia,
la utopía, la desgracia, la injusticia y una renovada fe en el arte que
entonces no abundaba en ningún otro lugar (y mucho menos en el realismo mágico
de tercera y cuarta y hasta quinta generación).
Cuando Los
detectives salvajes vio la luz en 1998, la literatura latinoamericana
se hallaba plenamente establecida como una marca de fábrica global, un producto
de exportación tan atractivo y exótico como los plátanos, los mangos o los
mameyes, un decantado de sagas familiares, revueltas políticas y episodios
mágicos —cosa de imitar hasta el cansancio a García Márquez—, que al fin
empezaba a provocar bostezos e incluso algún gesto de fastidio en algunos
lectores y numerosos escritores. Frente a ese destilado de clichés que se
vanagloriaba de retratar las contradicciones íntimas de la realidad
latinoamericana, Bolaño opuso una nueva épica, o más bien la antiépica
encabezada por Arturo Belano y Ulises Lima: una huida al desierto después de
tantos años de selvas; la búsqueda de otro barroco tras décadas de labrar los
mismos angelitos dorados; una idea de la literatura política lejos de los
memorandos a favor o en contra del dictador latinoamericano en turno (bueno,
reconozcamos que Fidel sobrevivió a Bolaño). No fue poca cosa. Esta novela
mexicana escrita por un chileno que vivía en Cataluña fue ávidamente devorada
por los menores de cuarenta, quienes no tardaron en ensalzarla como un objeto
de culto, como un nuevo punto de partida, como una esperanza frente al
conformismo mágicorrealista, como una fuente inagotable de ideas, como un virus
que no tardó ni diez años en contagiar a miles de lectores que por fortuna no
estaban vacunados contra la escéptica rebeldía de sus páginas.
Sin que Bolaño lo
quisiera, o tal vez queriéndolo de una forma tan sutil que resulta incluso
perversa, Los detectives salvajes ocupa entre los menores de
cuarenta el lugar que para los mayores de cuarenta tuvo Rayuela.
Habrá que esperar, eso sí, para saber si en cuarenta años nosotros, los ahora
menores de cuarenta, volveremos a Los detectives salvajes sin
sentirnos tan decepcionados como los mayores de cuarenta que han vuelto a
leer Rayuela. Como dice un amigo, sólo el tiempo lo verificará.
4. Queremos
tanto a Roberto
A fines de 1999
Bolaño ya se había convertido en Bolaño: además del laboratorio llamado La
literatura nazi en América y de algunos textos menores o que en todo
caso a mí me parecen menores, había publicado dos obras maestras: un milagro de
contención, fiereza e inteligencia, Estrella distante, en mi
opinión su mejor novela breve, y Los detectives salvajes. Había
ganado el Premio Herralde y el Premio Rómulo Gallegos. Todo el mundo empezaba a
hablar de Bolaño, y más después de sus viajes a Chile donde, como chivo en
cristalería, decidió vengarse de un plumazo de todos sus compatriotas —y en
especial, no sé por qué, del pobre Pepe Donoso—, con algunas excepciones que
debían más a su excentricidad que a su patriotismo (Parra, Lemebel), y donde
protagonizó un sonado y vulgar rifirrafe con Diamela Eltit por desavenencias
gastronómicas y odontológicas y no, como podría esperarse, por desavenencias
literarias (aunque Bolaño tenía serios problemas para diferenciar lo cotidiano
de lo artístico, o de hecho creía que lo cotidiano era, con frecuencia, lo
artístico).
En los años
siguientes, Bolaño escribió libros excelentes (Nocturno de Chile, su
tercera obra maestra), escribió libros regulares (Amuleto, Amberes)
y, como cualquier gran escritor, también escribió libros francamente malos (la
insufrible Monsieur Pain, los irregulares Putas asesinas y El
gaucho insufrible). De hecho, voy a decir algo que los fanáticos de Bolaño
no me van a perdonar: a mí no me gustan los cuentos de Bolaño; es más, creo que
Bolaño no era muy buen cuentista, aunque tenga un par de cuentos memorables.
Confieso que siempre he tenido la impresión de que los cuentos de Bolaño al
igual que, en otra medida, sus poemas, eran con frecuencia esbozos o apuntes
para textos más largos, para la distancia media que tan bien dominaba y para
las distancias largas que dominaba como nadie. Por eso me parece un
despropósito continuar destripando su computadora para publicar no sólo los
textos que el propio Bolaño nunca quiso publicar, sino incluso fragmentos,
cuentos y poemas truncados, pedacería que en nada contribuye a revelar su
grandeza o que incluso la estropea un poco —como si cada línea salida de la
mano de Bolaño fuese perdurable.
Recapitulo: tras
la publicación de Los detectives salvajes y hasta el día de su
muerte, Bolaño publicó una tercera obra maestra, Nocturno de Chile,
donde avanzaba en su fragorosa inmersión en el mal que habría de llevarlo
a 2666; publicó varias recopilaciones de cuentos que a algunos les
gustan pero a mí no; publicó otras novelas cortas; y sobre todo se dedicó a
preparar en cuerpo y alma, como si estuviera condenado —porque estaba condenado—,
el que habría de convertirse en su último libro, su obra definitiva, su canto
del cisne: esa novela que dejó inconclusa pero que siempre dijo que quería
publicar aún de forma póstuma —a diferencia de los retazos y las notas de la
lavandería—, la «monumental», «ciclópea», «inmensa», «inabarcable» (los
adjetivos obvios que le concedió la crítica) e impredecible 2666.
Aunque su
temprana muerte provocó que Bolaño no escribiese tantos libros como planeó (y
como hubiésemos querido sus lectores), es el creador de una obra lo
suficientemente amplia, rica y variada como para que cada escritor, cada
crítico y cada lector encuentre en ella algo estremecedor o novedoso. Así, los
amantes de la prosa, los que tienen oídos musicales y los obsesivos de la
retórica pueden sentirse maravillados por su estilo, ese estilo un tanto
desmañado pero nunca afectado o manierista (una tara española que él detestaba
y de la cual huía), ese estilo lleno de acumulaciones, de polisindetones, de
coordinadas y subordinadas caóticas, ese estilo que, como cualquier estilo
personal, es tan fácil de admirar como de imitar (y de parodiar u homenajear,
como intento en estas líneas). Otros, en cambio, los amantes de las historias,
los defensores de la aventura, los posesos de la trama, se descubren fascinados
por sus relatos circulares y un tanto oníricos, llenos de detalles imprevistos,
de digresiones y escapes a otros mundos, de incursiones paralelas, llenos, incluso,
de una especie de suspenso que nada tiene que ver con la novela policíaca que
Bolaño tanto detestaba (aunque menos que al folletín). Otros más, los amantes
del compromiso, esos que no se resignan a ver la literatura como una
entretención, como un pasatiempo de eruditos, como un vicio culto, encuentran
en los textos de Bolaño esa energía política que se creía extinta, esa voluntad
de revelar las aristas y los meandros y las oscuridades del poder y del mal,
ese ejercicio de crítica feroz hacia el statu quo, esa nueva forma
de usar la literatura como arma de combate sin someterse a ninguna dictadura y
a ninguna ideología, esa convicción de que la literatura sirve para algo
esencial. Unos más, esa reducida pero cada vez más poderosa secta de adoradores
de los libros que hablan de otros libros, los enfermos de literatura, los
autistas a quienes la realidad les tiene sin cuidado, los hinchas de la
metaliteratura de Vila-Matas, de la metaliteratura de Piglia, e incluso de la
metaliteratura (que a mí me parece subliteratura) de Aira, también hallan en
Bolaño una buena dosis de citas, de oscuras referencias literarias, de
metáforas eruditas, de meditaciones sobre escritores excéntricos. Vaya, hasta
quienes aún disfrutan con los fuegos de artificio de la experimentación formal
sienten que Bolaño les guiña un ojo con riesgos formales, paradojas y
ambigüedades sintácticas, con su amor por la incertidumbre y el caos, que ellos
estudian al microscopio y luego explican aludiendo a los fractales, a la
relatividad y a la física cuántica, a los árboles rizomáticos y a otras
palabrejas aún más raras, tan del gusto de estructuralistas,
postestructuralistas, deconstruccionistas y demás -istas, que a Bolaño tanto
fascinaban (no por nada él fue infrarrealista e inventó a los realvisceralistas)
y de las que, como es evidente, siempre se desternilló.
5. El oráculo
de Blanes
En Sevilla, en el
congreso de jóvenes escritores al que asistió en 2003 y que terminaría por ser
su última aparición pública, un escritor joven se acercó a Bolaño, el maestro
indiscutible, el sabio y el aeda, y le preguntó con ingenuidad y veneración y
respeto qué consejo podía darle a los escritores jóvenes, no sólo a quienes
estaban allí reunidos para escuchar sus profecías, sino a los escritores
jóvenes de todos los países y de todas las épocas. Y Bolaño, que siempre
buscaba desconcertar a sus interlocutores —y en especial a los críticos—
respondió algo como esto: les recomiendo que vivan. Que vivan y sean felices. A
sus fanáticos más recalcitrantes, a aquellos que lo veneran como al nuevo
demiurgo de la literatura, quizás les moleste esta anécdota verídica (muchos
testigos podrían comprobarla). A mí me fascina. Bolaño intuía que iba a morir
muy pronto y susurraba que, más allá de la fama y más allá de los libros y más
allá de la literatura, está eso: la vida. La vida que a él se le acababa, la
vida que entonces él ya casi no tenía.
6. 2666: Bomba
de tiempo
Murió Bolaño y a
los pocos meses nació 2666, su obra más ambiciosa y vasta y
arriesgada, su maldición y su herencia. Pese a su estado más o menos inconcluso
(imagino que Bolaño habría pulido sus páginas hasta cansarse), es una de las
novelas más poderosas, perturbadoras e influyentes escritas en español. Aclaro:
aunque en algún momento el propio Bolaño sugirió separar sus distintas partes a
fin de obtener alguna ventaja económica para su familia, 2666 sólo
puede leerse completa, sus más de mil páginas de un tirón, dejándose arrastrar
por la marea de su escritura, su avalancha de historias entrecruzadas, el
torbellino de sus personajes, el tsunami de su estilo, el terremoto de su
crítica, y jamás como cinco novelas de tamaño más o menos aceptable. Durante
los años en que se consagró a redactar 2666, Bolaño quizás intuía
que se trataba de un proyecto insensato e imposible, de una empresa superior a
sus fuerzas, o por el contrario quizás 2666lo mantuvo con vida
hasta el límite de sus fuerzas, más o menos sano, durante esos años, pero en
cualquier caso el dolor y la premura y la nostalgia ante la vida que se esfuma
impregnan cada una de sus páginas.
Desde su
publicación en 2004 han comenzado a decirse cientos de cosas distintas y
contradictorias sobre 2666, se han tejido en torno a ella otras
miles de páginas, algunas lúcidas, otras banales, otras absurdas, otras
simplemente azoradas, sobre este inmenso libro que se esfuerza por escapar a
las clasificaciones y a los adjetivos (pero no a la acumulación de adjetivos).
Hay quien mira 2666 como quien se asoma a un abismo o un
espejo empañado; quien considera que es una gigantesca glosa al Boom o
una negación del Boom o el sabotaje extremo del Boom;
quien glorifica su feroz denuncia política o deplora sus trampas literarias o
su ambición o su soberbia o su inevitable fracaso; quien encuentra en sus
páginas la mayor decantación del estilo y las obsesiones de Bolaño o quien
denuncia el manierismo en el estilo y la repetición constante de las mismas
obsesiones de Bolaño; quien bucea en ella en busca de galeones hundidos y quien
la escala como una cumbre nevada y mortal; quien no tolera su injurioso y
procaz recuento de atrocidades y quien se carcajea con sus atajos y sus salidas
de tono; quien estalla de indignación ante su desmesura —señalar, ni más ni
menos, el posible secreto del mundo— y quien se perfuma con sus metáforas
hilarantes y grotescas; quien se asfixia en sus desiertos y quien se hunde poco
a poco en sus pantanos; quien se empeña en desentrañar sus sueños —los sueños
menos verosímiles de la literatura en español— y quien, de plano, se salta
páginas y páginas; quien al terminar su lectura se convierte en fiel discípulo
del bolañismo —otra religión del Libro— y quien de plano abandona la fe y se
dedica, más prudentemente, a la orfebrería o el arte conceptual, que es casi
idéntico. Y esto es así porque apenas han pasado tres o cuatro años desde su
publicación; porque, como Bolaño sabía como lo sabía Nietzsche, su obra fue
escrita con la certeza de que sería póstuma; porque lectores y escritores y
críticos apenas han comenzado a saquear sus cavernas, a remover sus arenas, a
desbrozar sus tierras, a desecar sus marasmos, a civilizar sus selvas, a
alimentar a sus fieras, a clasificar a sus artrópodos, a vacunarse contra sus
plagas, a resistir sus venenos. Y porque, como su título anuncia, 2666 fue
escrita como una bomba de tiempo destinada a estallar, con toda su fuerza,
en 2666.
Lástima que, como
él, nosotros tampoco lo veremos.
7. Epidemia
En Sevilla, donde
se disponía a leer «Sevilla me mata», pero donde no alcanzó a leer «Sevilla me
mata» frente a una docena de escritores jóvenes —jóvenes por decreto vuelvo a
decir— que lo admiraban y envidiaban y lo escuchaban como a un mago o a un
oráculo, una noche Bolaño repitió, una y otra vez, el mismo chiste. Un chiste
malo. Un chiste pésimo. Un chiste de esos que no hacen reír a nadie. Un tipo se
le acerca a una chica en un bar. «Hola, ¿cómo te llamas?», le pregunta. «Me
llamo Nuria». «Nuria, ¿quieres follar conmigo?» Nuria responde: «Pensé que
nunca me lo preguntarías». Cinco, diez, veinte variaciones del mismo tema. De
ese tema fútil, banal, insignificante. De ese chiste malo. De ese chiste
pésimo. De ese chiste que no hace reír a nadie. Pero los escritores jóvenes
congregados en Sevilla lo escuchaban arrobados, seguros de que allí, en alguna
parte, se oculta el secreto del mundo.
En Mentiras contagiosas
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De IGNORIA, 02/07/2018
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