Una escena de la
película “Zapato chino” de 1979 me llevó de regreso a los patios de casas
antiguas. Los actores Luis Alarcón (dueño de una flota de taxis) y Jaime Vadell
(una suerte de represor político civil) inician una discusión que deriva en una
pelea ridícula, donde los empujones, las zancadilla y los balbuceos superan los
golpes certeros y cualquier posibilidad de nocaut. Lo hacen en un patio grande,
desordenado, caótico, lleno de desniveles.
Más que los
elementos por sí solos, era su conjunción lo que volvía estos patios tan
especiales para el cabro chico que era yo entonces. Un par de autos grandotes
Opala, Ford, Chevrolet dados de baja en un garage; herramientas tiradas en
espera de una mano que las levantara hacia la vida; una mesa de madera con un
torno inutilizado (mi padre decía que era algo muy importante y que algún día
tendríamos una igual); ropa tendida en un cordel henchida de agua y aire; un
suelo en desnivel con zonas de tierra seca, senderos, una gruta de piedra,
maleza con excremento fresco y del otro; jardineras con maceteros improvisados
con bacinicas, bidés, tazas de baños, televisores, cocinas, lavadoras y hasta
refrigeradores dados de baja; árboles de limones, ciruelas, paltas y granadas
para el libre consumo; una acequia de tránsito veloz y llena de vida
microscópica, un parrón con uvas resecas al sol; gallinas, patos, gansos y
hasta pavos reales en permanente zarandeo y bullicio; un par de gatos y perros
coexistiendo en un pacto tácito que se convertía, ante el menor movimiento, en
una gresca de proporciones.
La primera casa
que habité no tenía patio. Más bien era una pieza con tres separaciones: un
“living comedor”, cocina y pieza (dentro de esta, un baño). Esta última poseía
una ventana que daba el patio de la casa de nuestro arrendador. Mi madre
acostumbraba a sentarme allí durante las mañanas con tal que me quedara
tranquilo (por la tarde, lo hacía frente a la ventana que daba a la calle para
que esperara a mi padre regresar de la fábrica). Había ocasiones en que las
hijas del arrendador –“las lolas”, las llamaba mi madre- gritaban “con
permiso”, me tomaban en brazos, me sacaban de la ventana y me soltaban, como un
perrito nuevo, por ese patio infinito propiedad de su padre. De vez en cuando,
una de estas “lolas” me volvía a tomar en brazos para besuquearme, acción que
lamento no haber disfrutado más a plenitud, pues aún me faltaba un poco de
desarrollo al respecto.
Tanto ese patio
como muchos otros que visité en mis primeros años traen consigo el gustillo de
la aventura, la exploración, las acciones temerarias y el desastre. Sólo o
acompañado por un amigo o un primo, ponía mis dedos en riesgo hurgando en el
torno de la mesa abandonada para descubrir algún mecanismo secreto. Me asomaba
a una letrina cuyo abismo me instaba a lanzar groserías y escupitajos
prohibidos dentro de casa. Me detenía frente a una acequia para armar una ola
gigante con la mano ahuecada y alterar con ello todo un eco sistema. O me
dedicaba a cazar saltamontes, avispas y moscardones para futuros experimentos
que podrían cambiar el futuro de la humanidad. Después llegaron tareas más
importantes como ayudar a las hijas del arrendador y a sus amigos a identificar
las plantitas de hierbas con las que confeccionaban sus cigarros artesanales,
que disfrutaban tanto como la música de un radiocaset.
En mis escapes a
la comuna de Puente Alto, a medida que se avanza hacia la Cordillera, me he
dado cuenta que aún quedan casas con esta clase de patios. Desconozco que han
hecho con ellos por dentro. Imagino que siguen igual. Grandes, desordenados,
caóticos, lleno de desniveles.
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De EVOLUCIÓN DE
LA ESPECIE (blog del autor), 25/04/2018
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