PATXI IRURZUN
No me da la gana.
Nunca he leído el
Quijote y tampoco pienso hacerlo ahora.
No me da la puta
gana.
Nunca me ha
gustado que me digan lo que tengo que hacer. De acuerdo, a veces en la vida
toca pasar por el aro, pero leer —y también escribir— para mí siempre ha sido
un acto de libertad, una reconciliación con esa vida que no es como uno
desearía: como si dieras un salto imaginario hacia atrás, atravesaras ese
aro en sentido contrario y volvieras a colocarte en la misma postura, con los
pantalones subidos otra vez, otra vez íntegro y honesto. Otra vez pegado
a tu pellejo. Así que a mí nadie va a obligarme a leer nada.
Ni siquiera el
Quijote.
Creo que todo lo
que sé sobre el Quijote lo desaprendí en la universidad. El primer día de
universidad. Yo entonces tenía la mitad de años que ahora y era un chico de
barrio que los fines de semana vaciaba botellas de cerveza de litro en las
murallas de Pamplona y después las hacía añicos contra los cascos de los
antidisturbios. Por lo demás acababa de descubrir a Bukowski y a Raúl Núñez y “Última
salida para Brooklyn” —mi Quijote particular—, de modo que los cuentos que
escribía entonces hablaban de las chicas en las que pensaba mientras me
masturbaba —chicas para las que yo era sólo un macarra—, de los bares del casco
viejo en los que me emborrachaba con mis colegas, de los coches que cruzábamos
y las piedras que les tirábamos a la policía… Era, en suma, uno de esos
chicos a los que en los periódicos llamaban “los de siempre”.
Para nosotros
“los de siempre” eran ellos.
Estábamos a mitad
de los ochenta y nuestros hermanos mayores aparecían muertos en baños que
parecían zulos con una jeringuilla, una amapola marchita, colgada del brazo,
nuestros padres perdían sus trabajos y a nosotros, a pesar de todo, nos
mandaban a la universidad a salvar los trastos. Éramos, en muchos casos,
los primeros universitarios de la familia.
Yo me matriculé
en Filología Hispánica. Pensaba que una carrera como aquella me ayudaría a
escribir. Era un ignorante. Mi universidad era además una universidad del
Opus-Dei. Hacía poco tiempo les habían puesto un petardo y cada día, al entrar,
un bedel me pedía el carnet y registraba mi bolso. Creo que conmigo
siempre era especialmente meticuloso. Pero me parecía normal. Aquel tipo
también sabía quiénes eran “los de siempre”, qué les correspondía a ellos y qué
a chicos como yo. Él sabía que para nosotros no había nada en aquella
universidad y menos que nada después de ella. Habíamos sido, en muchos casos,
los primeros universitarios de la familia e íbamos a ser los primeros
universitarios en paro de la familia y también de la historia. Aquel
bedel, en definitiva, sabía que si había algún alumno que tenía ganas de
poner una bomba —y razones para hacerlo— en la universidad era yo.
Pero bueno,
—volviendo al Quijote— el caso es que el primer día de clase un profesor
dijo:
—Quien no haya
leído el Quijote o no vaya a leerlo que no espere aprobar esta carrera.
Yo no leí el
Quijote, por supuesto.
Y, por supuesto,
aprobé aquella carrera.
Aunque
aquella carrera no me enseñara nada ni me ayudara en absoluto a escribir.
Sé, de todos
modos, algunas cosas sobre el Quijote. Sé que era un hombre muy flaco, a lomos
de un caballo todavía más flaco, que dejaba atrás su pueblo y salía a
enfrentarse con el mundo. Sé que mientras recorría aquel mundo no hacía otra
cosa que recibir hostias, él, y mantas de hostias su escudero. Sé que al final
el mundo derrotaba a aquel hombre y que sin embargo aquel hombre ganaba. Sé
todas esas cosas gracias a un libro, una edición infantil del Quijote, que compró
mi madre. Lo estoy viendo, al ingenioso hidalgo, en una de aquellas
grandes ilustraciones, postrado en su cama, en lugar de peleando con
gigantes, pero rodeado de los suyos, orgulloso en su agonía. Y ahora sé que
estaba tan flaco porque era un hombre honesto e íntegro, un hombre pegado a su
pellejo.
Sé, pues,
en realidad algunas cosas sobre el Quijote (las sé porque mi madre nunca me
dijo: “Tienes que leer este libro”, simplemente lo dejó en la estantería, con
los otros libros, a mi alcance).
Y sé también
algunas cosas sobre Cervantes.
Siempre —también
en la universidad— nos han enseñado la literatura de ese modo. Antes de leer
los libros de un autor debíamos saber dónde nació, si pasó hambre o enfermó de
sífilis, si vivió en París o traficó con armas en Eritrea (tal vez por ello, mi
vida se estaba convirtiendo en una solapa perfecta, con mis carretadas de
trabajos penosos, mis cicatrices y tumores, mis vagabundeos por el mundo… Una
solapa a la que sólo le faltaba un buen libro en el que colocarla).
Y sé que
Cervantes también pasó hambre y sufrió prisión, que saboreó la gloria y mordió
el polvo.
A Cervantes lo
veo sentado en el suelo de una lóbrega celda. Apenas se distingue nada en
la oscuridad. Tan sólo se oyen toses tuberculosas, ruido de goteras y de ratas
que corren muertas, locas de sed hacia ellas, carcajadas vitriólicas de otros
presos a los que el cautiverio —el hambre, la tortura, el frío y sobre todo la
falta de libertad— han vuelto tan locos como a ratas…
Miguel de
Cervantes, sin embargo, no tiene miedo. Él es un duro. Ha conocido presidios
mucho peores que ése, y de todos ha salido vivo y lúcido, siempre más fuerte.
Esta vez lo han llevado allá porque un caballero ha amanecido en un callejón
próximo a su casa en Valladolid, con dos puñales clavados en el corazón, uno de
acero y otro invisible, mucho más afilado y mortal, una cuchillada de
desamor, asestada al parecer por una de las damas de la casa de Cervantes,
alguna de sus hijas, tal vez su mujer. Es un asunto turbio, casi tan oscuro
como esa celda. Pero los ojos de Cervantes se acostumbran pronto a las
tinieblas, las conoce bien y sabe cómo vencerlas, como arrojar luz sobre ellas.
Miguel de
Cervantes se arrima las manos a la cara y las observa. En la izquierda a veces
todavía siente el escozor de la pólvora. Está inutilizada, pero a él le gusta
exhibirla y hablar en sus libros de ella, como si fuera una medalla de guerra.
Una medalla prendida al pecho que lo atraviesa y se hunde en el fondo de su
corazón, donde a veces también siente la herrumbre de palabras como honor,
patria, guerra, cuando recuerda lo heroicamente estúpido que fue en Lepanto,
desoyendo a su capitán, y subiendo, enfermo y febril, a cubierta a
pelear.
Mira después su
mano derecha. Esa mano con la que ha escrito todos sus libros, muchos de ellos
en otras prisiones más oscuras y más sórdidas. El último de ellos es,
precisamente el Quijote. Ha sido todo un éxito. Lo han leído admirados en
muchos de los lugares en los que Cervantes, cuando era soldado, visitó
igualmente admirado: Florencia, Corfú, Navarino, Túnez…Pero ahora Cervantes ya
es un hombre curtido y desengañado. Un hombre que no olvida que visitó aquellos
lugares porque salió huyendo de España antes de que, implicado en otro cruce de
acero y desamores, cortaran su mano derecha; la misma mano con que años
después escribiera el Quijote. Un hombre que sabe que la gloria y
el polvo que tantas veces ha mordido tienen un sabor parecido.
Ahora, de hecho,
Miguel de Cervantes, el autor del famoso Quijote, está allá, de nuevo
encarcelado, privado del sol y la libertad. Su Quijote ha asombrado al mundo
entero, pero pronto intentarán despojarlo de él. Alguien escribirá una segunda
parte apócrifa. Otros dirán que el Quijote es una obra con vida propia, ajena a
Cervantes, que él sólo ha sido el instrumento —un instrumento prescindible—para
alumbrarla.
Y yo sé que allá
en su celda, mientras Cervantes estudia sus manos en la oscuridad y piensa cómo
volver a iluminar con ellas las tinieblas, también sabe perfectamente todo eso,
y quiénes son “los de siempre”, qué les corresponde a ellos y qué a él.
Y pienso que
Cervantes debe morir. Que debe morir para que no lo maten una y otra vez. Que
Cervantes debe morir para convertirse en inmortal.
Sé todo eso sobre
Cervantes y sobre el Quijote, sin haberlo leído nunca. Ni siquiera lo hice una
vez acabada la universidad. Eran ya los 90. “Los de siempre” nos convertimos en
terroristas. Los ochenta en un póster de colores. Las botellas de cerveza de litro
en litronas. Nuestros barrios en barriadas… Fue una década estéril, la de
los 90, una interminable llanura pedregosa, recorrida bajo un sol
abrasador, en cuyo horizonte sólo se distinguían molinos de viento que abatían
sueños y esparcían mierda. Pero tampoco entonces leí el Quijote. No me dio la
gana. Supongo que estaba más ocupado adornando las solapas de mis primeros
libros con más trabajos como condenas, con más viajes a los basureros, con más
cuchilladas en el corazón. Aquellos primeros libros que sin saberlo ni
premeditarlo imitaban —como todos, según dicen— al Quijote: uno era una parodia
de otro género; en el segundo intenté incluirlo todo, el humor, el amor, el
horror, la poesía.
En definitiva:
nunca he leído el Quijote. No me ha dado la puta gana. Y no me siento un
ignorante, ni tampoco desafortunado por ello. Al contrario, quienes lo han
leído, si es cierto todo cuanto cuentan, no pueden sentir por mí más que
envidia. Porque tal vez algún día, cuando nadie me diga “tienes que leerlo”, el
Quijote me encuentre a mí y yo también experimente ese deslumbramiento que
ellos sintieron y que perdieron para siempre. Vale.
_____
De INMEDIACIONES, 26/06/2018
No comments:
Post a Comment