Tuesday, June 26, 2018

Cervantes debe morir


PATXI IRURZUN

No me da la gana.

Nunca he leído el Quijote y tampoco pienso hacerlo ahora.

No me da la puta gana.

Nunca me ha gustado que me digan lo que tengo que hacer. De acuerdo, a veces en la vida toca pasar por el aro, pero leer —y también escribir— para mí siempre ha sido un acto de libertad, una reconciliación con esa vida que no es como uno desearía: como si dieras un salto imaginario hacia atrás,  atravesaras ese aro en sentido contrario y volvieras a colocarte en la misma postura, con los pantalones subidos otra vez, otra vez  íntegro y honesto. Otra vez pegado a tu pellejo. Así que a mí nadie va a obligarme a leer nada.

Ni siquiera el Quijote.

Creo que todo lo que sé sobre el Quijote lo desaprendí en la universidad. El primer día de universidad. Yo entonces tenía la mitad de años que ahora y era un chico de barrio que los fines de semana vaciaba botellas de cerveza de litro en las murallas de Pamplona y después las hacía añicos contra los cascos de los antidisturbios. Por lo demás acababa de descubrir a Bukowski y a Raúl Núñez y “Última salida para Brooklyn” —mi Quijote particular—, de modo que los cuentos que escribía entonces hablaban de las chicas en las que pensaba mientras me masturbaba —chicas para las que yo era sólo un macarra—, de los bares del casco viejo en los que me emborrachaba con mis colegas, de los coches que cruzábamos y las piedras que les tirábamos a la policía… Era, en suma,  uno de esos chicos a los que en los periódicos llamaban “los de siempre”.

Para nosotros “los de siempre” eran ellos.

Estábamos a mitad de los ochenta y nuestros hermanos mayores aparecían muertos en baños que parecían zulos con una jeringuilla, una amapola marchita, colgada del brazo, nuestros padres perdían sus trabajos y a nosotros, a pesar de todo, nos mandaban a la universidad a salvar los trastos. Éramos,  en muchos casos,  los primeros universitarios de la familia.

Yo me matriculé en Filología Hispánica. Pensaba que una carrera como aquella me ayudaría a escribir. Era un ignorante. Mi universidad era además una universidad del Opus-Dei. Hacía poco tiempo les habían puesto un petardo y cada día, al entrar, un bedel  me pedía el carnet y registraba mi bolso. Creo que conmigo siempre era especialmente meticuloso. Pero me parecía normal. Aquel tipo también sabía quiénes eran “los de siempre”, qué les correspondía a ellos y qué a chicos como yo. Él sabía que para nosotros no había nada en aquella universidad y menos que nada después de ella. Habíamos sido, en muchos casos,  los primeros universitarios de la familia e íbamos a ser los primeros universitarios en paro de la familia y también de la historia. Aquel bedel,  en definitiva, sabía que si había algún alumno que tenía ganas de poner una bomba —y razones para hacerlo— en la universidad era yo.

Pero bueno, —volviendo al Quijote—  el caso es que el primer día de clase un profesor dijo:

—Quien no haya leído el Quijote o no vaya a leerlo que no espere aprobar esta carrera.

Yo no leí el Quijote, por supuesto.

Y, por supuesto, aprobé aquella carrera.

Aunque  aquella carrera no me enseñara nada ni me ayudara en absoluto a escribir.

Sé, de todos modos, algunas cosas sobre el Quijote. Sé que era un hombre muy flaco, a lomos de un caballo todavía más flaco, que dejaba atrás su pueblo y salía a enfrentarse con el mundo. Sé que mientras recorría aquel mundo no hacía otra cosa que recibir hostias, él, y mantas de hostias su escudero. Sé que al final el mundo derrotaba a aquel hombre y que sin embargo aquel hombre ganaba. Sé todas esas cosas gracias a un libro, una edición infantil del Quijote, que compró mi madre. Lo estoy viendo, al ingenioso hidalgo,  en una de aquellas grandes ilustraciones,  postrado en su cama, en lugar de peleando con gigantes, pero rodeado de los suyos, orgulloso en su agonía. Y ahora sé que estaba tan flaco porque era un hombre honesto e íntegro, un hombre pegado a su pellejo.

Sé, pues,  en realidad algunas cosas sobre el Quijote (las sé porque mi madre nunca me dijo: “Tienes que leer este libro”, simplemente lo dejó en la estantería, con los otros libros, a mi alcance).

Y sé también algunas cosas sobre Cervantes.

Siempre —también en la universidad— nos han enseñado la literatura de ese modo. Antes de leer los libros de un autor debíamos saber dónde nació, si pasó hambre o enfermó de sífilis, si vivió en París o traficó con armas en Eritrea (tal vez por ello, mi vida se estaba convirtiendo en una solapa perfecta, con mis carretadas de trabajos penosos, mis cicatrices y tumores, mis vagabundeos por el mundo… Una solapa a la que sólo le faltaba un buen libro en el que colocarla).

Y sé que Cervantes también pasó hambre y sufrió prisión, que saboreó la gloria y mordió el polvo.

A Cervantes lo veo sentado en el suelo de una  lóbrega celda. Apenas se distingue nada en la oscuridad. Tan sólo se oyen toses tuberculosas, ruido de goteras y de ratas que corren muertas, locas de sed hacia ellas, carcajadas vitriólicas de otros presos a los que el cautiverio —el hambre, la tortura, el frío y sobre todo la falta de libertad— han vuelto tan locos como a ratas…

Miguel de Cervantes, sin embargo, no tiene miedo. Él es un duro. Ha conocido presidios mucho peores que ése, y de todos ha salido vivo y lúcido, siempre más fuerte. Esta vez lo han llevado allá porque un caballero ha amanecido en un callejón próximo a su casa en Valladolid, con dos puñales clavados en el corazón, uno de acero y otro invisible, mucho más afilado y mortal, una  cuchillada de desamor, asestada al parecer por una de las damas de la casa de Cervantes, alguna de sus hijas, tal vez su mujer.  Es un asunto turbio, casi tan oscuro como esa celda. Pero los ojos de Cervantes se acostumbran pronto a las tinieblas, las conoce bien y sabe cómo vencerlas, como arrojar luz sobre ellas.

Miguel de Cervantes se arrima las manos a la cara y las observa. En la izquierda a veces todavía siente el escozor de la pólvora. Está inutilizada, pero a él le gusta exhibirla y hablar en sus libros de ella, como si fuera una medalla de guerra. Una medalla prendida al pecho que lo atraviesa y se hunde en el fondo de su corazón, donde a veces también siente la herrumbre de palabras como honor, patria, guerra, cuando recuerda lo heroicamente estúpido que fue en Lepanto, desoyendo a su capitán, y subiendo, enfermo y febril,  a cubierta a pelear.

Mira después su mano derecha. Esa mano con la que ha escrito todos sus libros, muchos de ellos en otras prisiones más oscuras y más sórdidas. El último de ellos es, precisamente el Quijote. Ha sido todo un éxito. Lo han leído admirados en muchos de los lugares en los que Cervantes, cuando era soldado, visitó igualmente admirado: Florencia, Corfú, Navarino, Túnez…Pero ahora Cervantes ya es un hombre curtido y desengañado. Un hombre que no olvida que visitó aquellos lugares porque salió huyendo de España antes de que, implicado en otro cruce de acero y desamores,  cortaran su mano derecha; la misma mano con que años después escribiera el Quijote.  Un hombre que  sabe que la gloria y el polvo que tantas veces  ha mordido tienen un sabor parecido.

Ahora, de hecho, Miguel de Cervantes, el autor del famoso Quijote,  está allá, de nuevo encarcelado, privado del sol y la libertad. Su Quijote ha asombrado al mundo entero, pero pronto intentarán despojarlo de él. Alguien escribirá una segunda parte apócrifa. Otros dirán que el Quijote es una obra con vida propia, ajena a Cervantes, que él sólo ha sido el instrumento —un instrumento prescindible—para alumbrarla.

Y yo sé que allá en su celda, mientras Cervantes estudia sus manos en la oscuridad y piensa cómo volver a iluminar con ellas las tinieblas, también sabe perfectamente todo eso, y quiénes son “los de siempre”, qué les corresponde a ellos y qué a él.

Y pienso que Cervantes debe morir. Que debe morir para que no lo maten una y otra vez. Que Cervantes debe morir para convertirse en  inmortal.

Sé todo eso sobre Cervantes y sobre el Quijote, sin haberlo leído nunca. Ni siquiera lo hice una vez acabada la universidad. Eran ya los 90. “Los de siempre” nos convertimos en terroristas. Los ochenta en un póster de colores. Las botellas de cerveza de litro en litronas. Nuestros barrios en barriadas… Fue una década estéril, la de los 90,  una interminable llanura pedregosa, recorrida bajo un sol abrasador, en cuyo horizonte sólo se distinguían molinos de viento que abatían sueños y esparcían mierda. Pero tampoco entonces leí el Quijote. No me dio la gana. Supongo que estaba más ocupado adornando las solapas de mis primeros libros con más trabajos como condenas, con más viajes a los basureros, con más cuchilladas en el corazón. Aquellos primeros libros que sin saberlo ni premeditarlo imitaban —como todos, según dicen— al Quijote: uno era una parodia de otro género; en el segundo intenté incluirlo todo, el humor, el amor, el horror, la poesía.

En definitiva: nunca he leído el Quijote. No me ha dado la puta gana. Y no me siento un ignorante, ni tampoco desafortunado por ello. Al contrario, quienes lo han leído, si es cierto todo cuanto cuentan,  no pueden sentir por mí más que envidia. Porque tal vez algún día, cuando nadie me diga “tienes que leerlo”, el Quijote me encuentre a mí y yo también experimente ese deslumbramiento que ellos sintieron y que perdieron para siempre. Vale.

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De INMEDIACIONES, 26/06/2018

Imagen: Manuel Wssel de Guimbarda

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