PATXI IRURZUN
Nadie me cree
cuando lo cuento, pero yo fui una estrella adolescente del baloncesto. Hubo un
tiempo en el que incluso estaba convencido de que me convertiría en el relevo
natural de Corbalán. Después, lo más cerca que estuve de alguien parecido a
aquel legendario jugador del Madrid, fue una vez que me quedé a dormir en
casa de un amigo y su padre vino a darnos las buenas noches en calzoncillos tipo
meyba y camiseta interior blancos.
Pero yo, lo
juro, fui un base habilidoso y escurridizo. Tengo incluso una foto del
Marca que lo atestigua. Fue cuando tenía trece o catorce años y me llevaron con
la selección navarra a jugar un campeonato a Madrid. Aquel se convirtió en un
viaje iniciático, en el que me afeité por primera vez, frente a un
espejo descascarillado en el hostal de la Gran Vía en el que nos alojaron.
Recuerdo que el baño era compartido y que en la puerta siempre había más corbalanes
esperando con una toalla entre las manos y silbando con disimulo.
—¡Pero si os han
traído a una pensión de putas! —me dijo un tío mío que era viajante y que
estaba de paso por la capital, una tarde que vino a visitarme.
A través de la
ventana se oía elevarse desde la calle el ruido de las sirenas de la policía, y
los gritos de los borrachos y el estruendo de botellas rompiéndose contra las
aceras. Yo entonces entendí por qué por las noches temblaban las paredes de la
habitación y crujían los somieres y supe también que los corbalanes
hacían cola en la puerta del baño para lavarse el ciruelo, antes de entrar en
materia.
No sé si fue
porque mi tío hizo una reclamación al Gobierno de Navarra o porque, contra todo
pronóstico, fuimos pasando eliminatorias, pero al cabo de algunos días en la
pensión comenzaron a servirnos un menú especial, diferente al de los
otros clientes, que nos miraban con cara de carpantas cuando los camareros
dejaban en nuestros platos unos jarretes descomunales. A pesar de ello, los chavales
de las otras selecciones nos sacaban todos varias cabezas. Eran monstruos de
feria, anormalidades físicas. Nos daban miedo. A nosotros nos habían
seleccionado porque sabíamos driblar, fintar… En lugar de centímetros teníamos
talento. Y nos divertíamos jugando. Gracias a eso llegamos a semifinales. Pero
los catalanes eran ya demasiado altos y nos metieron una buena paliza. Sin
embargo, en aquel partido yo alcancé mi cénit como baloncestista. En un
contrataque, entrando a canasta, me pasé primero el balón por la espalda y
después di una asistencia también por la espalda a un compañero cuando uno de
aquellos soldados de Catalunya salía a taponarme. La grada coreó primero un
¡oh! y después aplaudió enfervorizada. Un spiker gritó mi
nombre. ¡Irurzun! Yo me sequé el sudor de mi bigote recién rasurado y saludé
con timidez. Silbando con disimulo, como si estuviera en el pasillo de la
pensión con una toalla en la mano. Luego, en la siguiente jugada me
pusieron un gorro descomunal. Y en la otra un orangután me tumbó en el suelo en
un bloqueo sucio. El juego había terminado. Seguí jugando a baloncesto durante
dos o tres años más, pero ya no me divertía. Aquello se había convertido en
otra cosa. Hoy, me pongo melancólico cada vez que veo un partido. Algunas
veces, incluso, me siento a hacerlo vestido de Corbalán.
_____
De INMEDIACIONES, 02/06/2018
No comments:
Post a Comment