JORGE MUZAM
La población
Corvi era un pasaje de casitas de madera y techos de pizarreño ubicado al
costado norte de calle El Roble. Todas pequeñas e idénticas, aporreadas y
ruinosas, construidas en los sesenta, durante el gobierno de Eduardo Frei
Montalva. Era un lugar bullicioso, un Bangladesh callejero con niños y
adolescentes jugando y gritando a toda hora en la calle. Pocos usaban calzado.
Lo usual era andar a pata pelada, chuteando pelotas de trapo, apaleando los
viejos encinos o tirándose peñascazos para saldar las cuentas del día. La
Charagüi tenía mi edad y era de las más ruidosas. Siempre estaba en la calle y
su libertad era mi envidia, pues en mi casa era poco tolerada la junta con la
muchachada. Y yo quería jugar tanto como los otros. Esa brusquedad era mi anhelo.
Las topeaduras, las paridas de chancha, las polquitas, las carreras con ruedas,
chapotear en el barro que dejaba la lluvia o empujar barquitos de papel acequia
abajo. La Charagüi se parecía a Heidi. Cabello cortito, mejillas rojas, frente
sudada, pies descalzos, voz aguda. Aforraba igual que los hombres, y corría, y
corría, y se reía, y gritaba, y se enojaba, y volvía a estallar en carcajadas,
y su niñez callejera parecía eterna.
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De SANFABISTÁN,
19/06/2017
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