GABRIEL MAMANI MAGNE
En cuatro años
suceden muchas cosas: acabas una carrera, tu hijo pasa de los pañales a los
calzoncillos, una promesa del fútbol se convierte en estrella, algunos
gobiernos dejan el poder (solo algunos), etcétera.
De un mundial al
otro hay tanta vida, pero el latido futbolero sigue una cronología diferente al
de la vida fuera de la cancha. Entre una Copa y la siguiente haces un hijo o un
doctorado. Sin embargo, para el niño interno que soñó con ser como Batistuta no
hay paternidad mayor que aquella del 7 a 1, ni diploma que importe más que la
figurita de Mesut Özil. Es como contener la respiración: inhalé en 2014 y solo
exhalaré cuando la Telstar 18 ruede en el Olímpico Luzhnikí.
A nosotros, el
Mundial nos llega junto con el invierno. Menuda época para ser freelance. La
gélida La Paz me hace sentir como en la tierra de Tolstoi. Y el Illimani,
espalda ubicua, canoso padre, pero folklórico, bien podría hacerse pasar por el
miembro más digno de los Urales.
Tengo el frío.
Televisión por cable. Frazadas. Un niño que cuidar. Y ningún biométrico
me espera.
Ser boliviano y
amar los mundiales parece una contradicción hasta biológica. Para nosotros,
mirar la Copa es como puertear en las afueras del Siles o del Teatro al aire
libre. Ningún gol será realmente nuestro. Nos emocionaremos con las jugadas de
Mbappé o Messi, pero la gloria será para otros.
Patrias postizas:
durante treinta días, somos brasileños o argentinos, alemanes o portugueses,
belgas o uruguayos o, he aquí lo que el increíble Salah logra, egipcios.
Ser boliviano es
comprar el álbum de Panini y ver que nadie en las figuritas, salvo algún
mexica, se parece a vos.
Nada de eso
importa realmente. Quien puertea en un concierto de rock puede alucinar más que
el jailón al que mami le ha pagado una entrada VIP.
Porque, en el
fondo, aunque no nos guste, los bolivianos somos eso: unos llokallas de costras
peladas que miran casi babeando las jugadas que el jailón Brasil y la jailonísima
Alemania exhiben en nuestros televisores.
Poco importa, lo
repito. Nuestra realidad nos sitúa en los márgenes del fútbol, pero no fuera de
él. Conozco Sudamérica, una porción de ella, y puedo decir que ni siquiera en
la pentacampeona Brasil vi más intelectuales del fútbol que en la
unimundialista Bolivia.
Nuestra pasión es
desprendida. Pide poco. De hecho, nada: si Neymar se corona campeón, agradecerá
a deus y al pueblo brasileño. No a los bolivianos que lo idolatran desde sus
tiempos de enfant terrible tropical, cuando lucía un peinado a lo Pájaro Loco y
guiaba una goleada de ocho pepinos.
La pasión
futbolera tiene una vocación de búmeran: el hincha, incluso el hincha más
incondicional gasta sus cánticos con la inocultable intención de que estos
retornen en forma de trofeos. En los mundiales, la pasión del fanático
boliviano es una botella que se lanza a ese mar que no tenemos. Llegará a una
orilla en la que a lo mejor se hable otro idioma, pero llegará.
Mis botellas en
Rusia 2018 ostentarán los ribetes de Francia, Alemania y Perú. Cuando era niño,
la cuestión era más binaria: o te gustaba Brasil o te gustaba Argentina. Si
escogías Brasil, se suponía que eras táctico, gambeteador, incluso buen tipo;
si escogías lo segundo, algo de arrogante debía de haber en vos, mucha garra,
orgullo gaucho. Siempre escogía Argentina. No por jactancioso ni por la tan
relamida mitología rioplatense, sino porque en esa selección jugaba mi ídolo,
mi tocayo: Gabriel Omar Batistuta.
Ser argentino era
difícil. Y, al parecer, todavía lo es: nunca los vi campeonar, ni siquiera con
Messi, que le inyecta a la camiseta una poesía límpida y una humildad que
deroga todos los estereotipos.
Como dije, este
Mundial seguiré con atención a tres selecciones. De Francia me gusta todo eso
que a Le Pen debe dolerle: lo migrante de su alineación: Mbappé, Dembelé,
Pogba. Hijos de africanos, estos jóvenes dialogan en la cancha como si se
conociesen de toda la vida. Dembelé y Mbappé son magia pura. Osados,
escurridizos. No por nada, al del PSG lo han apodado con un nombre de tortuga
ninja: Donatello. Paul Pogba, por su parte, es la voz de la razón. Si Mbappé es
un Donatello de ficción, el del Manchester United es el Donatello del
Renacimiento: mira el campo de juego como quien mira un bloque de mármol
intacto y su arte consiste en cavilar igual que un escultor antes de cincelar
con el martillo: soberbia caricia.
A Alemania la
sigo desde antes que se pusiera de moda. Gracias al Borussia Dortmund, siempre
he pensado que la Bundesliga es más placentera que la liga española. Ya en mi
PlayStation 2, allá por 2013, me gustaba escoger la camiseta alterna de la
Mannschaft –verde floresta– y alinear un hexágono que siempre daba resultado:
Khedira, Özil, Gundogan, Müller, Reus, Klose. Bien pensado, lo de los alemanes
más parece un equipo de futbolín. Son tan organizados, que difícilmente un
jugador pierde la línea. Esa rigurosidad les significó una casi capota en el
Mineirão en 2014, y cómo la celebré: miré el juego con mis amigos en el cine de
la Casa de la Cultura y luego bebimos como si estuviésemos en
Oktoberfest.
Finalmente, Perú.
Los veo desde que Gareca asumió la dirección técnica y a partir de entonces no
han hecho otra cosa que tapar bocas. Con o sin Guerrero, con o sin los puntos
que la FIFA le arrebató a Bolivia, los mediocampistas y atacantes peruanos
remiten a veces a lo que España logró en su tiempo y Chile hasta hace muy poco.
Tiquitaca incaico, diciendo. Ese segundo gol que le hicieron en marzo a la
Croacia de Rakitic y Modric –taconazo de Carrillo a Trauco, incursión de
Farfán, definición de Flores– despierta pulsiones que nuestros vecinos
consideraban enterradas desde la llegada de Pizarro.
Así que la gloria
es esto, me dijo emocionado un colega limeño. Bonita época para que los bolivianos
nos sintamos altoperuanos de nuevo, le respondí. Al final de cuentas fuimos
parte del mismo imperio, dijo él.
La misma vaina.
Mismos anhelos.
_____
De PÁGINA SIETE, 03/06/2018
Fotografía: Las Campeonas de los Andes, Churubamba, Perú
No comments:
Post a Comment