Cuando en abril
del 88 el cielo giró a tientas, cuando los rayos se filtraron en la aldaba de
plata y abrieron con estruendo el portón de la oscuridad, busqué en el
resquicio el momento fecundo que me hiciera comprender que había sido solo
transición, solo evanescencia de su materia. Un día, cuando una brisa fina
sopló en un rincón de mi espíritu, supe que había entendido. Desde entonces he
suprimido la fecha fatídica de ese calendario que cortó su respiración. Desde entonces
celebro su vida, su íntegra naturaleza como rayo que ilumina mis noches.
Anteayer, 12 de junio, ya prendidas las velas de sus 90 años, salí a caminar
por las calles mojadas. Repentinamente vi cruzar el rayo por todo mi horizonte.
Es el momento, me dije, mientras laborioso, y con urgencia, alisaba indicios de
pretéritas y amorosas felicidades. Me acurruqué en el banco de una plaza y
esperé. Cuando ya la noche había progresado, advertí que las inciertas
luciérnagas del universo me cubrían como un paraguas. Cuando de pronto mi padre
apareció, me lo quitaba y entregaba, me lo quitaba y entregaba. Se perfilaba en
su sombra el dibujo de aquella sonrisa ancha, festiva, transportada... Lo vi
irse, ya de madrugada, a través de la leve tiniebla, y desaparecer agitando sus
manos macizas que me decían adiós, aquí estoy.
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