JOSÉ CRESPO ARTEAGA
Ponerle azúcar es
un crimen. No entiendo a la gente que coge la mitad de una palta, la espolvorea
con azúcar y continuación se la come con cucharilla, sin más, sin guarnición,
como si se comiera la mitad de una toronja. Han oído bien: toronja.
Suena igual de apetitoso que “naranja”, y uno piensa automáticamente en colores
brillantes y sensaciones agridulces llegan a la boca. A ver, ¿quién me dice que
se antoja un pomelo, aunque sea a altas horas de la noche? Ni los malpensantes.
El domingo es el
mejor día para el desayuno, siempre y cuando no nos hayamos pasado de copas la
noche anterior. Con todo el tiempo del mundo, con apenas ruido en el
ambiente, es imperativo empezar el día como Dios manda. De
otra manera, para qué preocuparse en abrir la ventana o acudir a la terraza si
lo que vamos a hacer es llenar un cuenco con leche y hojuelas.
Una mañana, con
sólo contemplar una mesa llena de frutas, jugos, tazas, platillos y otras cosas
se me hace agua la boca. Soy capaz de sonreír y perdonar a todo el
mundo. Y si se cuela el sol por algún lado, ya es el colmo de la dicha. Perdonen
la ridiculez.
Un domingo
cualquiera: café tinto, marraquetas, queso curado y trozos de aguacate. De
ser posible, salame o chorizo seco. Olvídense de los huevos refritos,
de los panqueques o de cualquier tortilla. Y olvídense del periódico, que
últimamente solo desinforma. Además, la lectura tiene el inconveniente de
distraer a la mente para que esta se concentre en las papilas gustativas.
El aguacate es
mantequilla de árbol. Por decir algo, según apariencia y textura, porque
nada se le parece. Su sabor impreciso es lo que me tiene atrapado
desde siempre. Como los champiñones, los palmitos, las nueces y otros manjares
sobrios de esta vida. Sabrán los puercos entrenados y los ricos a qué saben las
trufas para que valgan tanto.
He probado paltas
de todos los tamaños y formas. Las más pequeñas, de cáscara negra y aroma
intenso que de chico devoraba como si fueran cualquier fruta. Siempre me ha
parecido extraño que el aguacate sea una fruta, no siendo dulce o que las
sandías fueran calabazas. La niñez es una etapa misteriosa, la vida nos
tiene engañados durante esos años.
Como tal me ha
enseñado que este fruto sirve para ensaladas (tomando las funciones de
hortaliza), acompañando cualquier comida seca o mitigando el hambre con un
sándwich de mortadela y palta a media tarde.
Batirlo es un
crimen. Su
consistencia pastosa me hace pensar en las mascarillas de belleza y así no se
me antoja. Yo soy muy de imágenes a la hora de comer. Ni con nachos picantes
había podido desterrar el fastidio. Pero siempre hay una excepción: mezclado
con unos toques de cilantro es la combinación más extraordinaria para acompañar
una tortilla mexicana con carne molida. Un gozo para el paladar y un redoble
festivo para el espíritu.
Degustarlo en
cubitos marca la diferencia, y trinchándolo con el tenedor, aparte de elegante,
acrecienta el gusto. No me sabe bien que haya que hacerlo con cucharilla
-cogiendo una mitad-, como si fuera un helado de crema. Al deshacerse
en la boca, su consistencia suave y delicada multiplica las variables de su
sabor. Como los chocolates que se deshacen con la lengua. No es lo mismo el
chocolate casi líquido que uno casi sólido. La sutil diferencia en aspecto es
inmensa cuando se trata de sensaciones.
La vida se trata
de eso, de apreciar detalles por mínimos que sean. Perdonen otra vez el
cliché o la inocencia. La comida me hace retornar a la infancia, qué
le vamos a hacer.
Y así, me alegra
que pueda disfrutar de esta delicia prácticamente todo el año. Me importa un
comino que digan que se debe comer con moderación por su supuesta tendencia
engordante. Vicios todos tenemos. Este el mío: paltas o
aguacates, según la región como se denominen. Cremosos, acuosos, fibrosos, olorosos
o menos, verdosos o amarillentos, siempre estarán en mi mesa acompañando el
arroz, los espaguetis o las papas fritas de vez en cuando.
Ofreciendo
indescriptible contraste a la carne asada, cuando ésta sala la boca más de la
cuenta y se requiere algo que ofrezca mayor frescura. Una vez más, en el
momento insoslayable del desayuno, con ese café humeante, no hay mejor alimento
para el alma junto al pan recién horneado y crocante. La
sensación lo es todo.
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De LA CEBRA
QUE HABLA (blog del autor), 04707/2018
Fotos: José
Crespo Arteaga
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