PABLO CINGOLANI
Chatwin
“enloqueció” cuando le diagnosticaron VIH -para él, SIDA era mala palabra, era
estigmatizante y cruel y tenía razón. El escritor británico ya era famoso por
sus libros, legendario por sus viajes y su no-estarse-nunca-quieto. Herzog y
dos mil amazonas de ébano estaban filmando en Ghana una de sus obras, el bueno
de Bruce acudió hasta África a ver qué onda y salió escaldado con el clima
delirante del rodaje de Cobra Verde y ¡zas! luego le anuncian
la portación del virus…fue demasiado. En su epistolario -titulado Bajo
el sol- Chatwin enumera a sus amistades una larga serie de hipótesis en
torno a dónde y cómo se pescó “el bicho” -todas, fiel a su estilo desmesurado-
y sobre su ímpetu por el estudio de la virología, incluyendo anuncios de
hallazgos personales que, según el atormentado escritor, cambiarían la historia
de la medicina y la conflictiva relación entre los seres humanos y su eterno
enemigo íntimo. Eran los años ochenta cuando el VIH hizo eclosión y estragos y
cualquier semejanza con el momento actual, NO es coincidencia. A sus afanes de
encontrar el mismo la cura al mal que lo afectaba, Chatwin le agregó un brote
místico: se convirtió a la fe ortodoxa y estaba decidido a recluirse en Monte
Athos.[1] No pudo concretar su deseo: la muerte lo encontró en Niza una mañana
de invierno de 1989.
¿Por qué
cuento todo esto? Porque las cartas de Chatwin -de manera precisa: las que
escribió de su puño y letra o las que fueron dictadas cuando ya su estado de
postración le impedía hacerlo- fueron mi primera lectura, relectura en
realidad, tras que me sometí a la primera operación quirúrgica consentida de mi
vida. Esa vuelta a la lectura, tras varios días de haber pasado por la
anestesia, el desgarro y la sutura, a la lectura de las intimidades de un
paciente -cuyos anhelos y pareceres, hay que decirlo, se conocieron
póstumamente- puede parecer, a primera vista, en la situación que
experimentaba, un acto masoquista, acentuado además por un final trágico y
triste. Pero lo diré así: en medio del acuciante y perturbador dolor que sufría
en el post operatorio, más allá de estar absolutamente en reposo y seguir una
dieta estricta que consistía en una fibrosa sopa de zapallo con generosas dosis
de analgésicos, para no caer en los excesos que había caído el pobre de Chatwin,
no tuve mejor idea que usarlo como antídoto. Y en medio de la nube psicotrópica
a donde me colgaban los analgésicos, decidí que así nomás había sido, que ya no
quería volverme tan loco (León Gieco) y que no había otra cosa que hacer que
aguantarse, seguir metiéndole nomás a la sana sopita de la noble cucurbitácea
de color naranja y, como me dijo mi madre por teléfono: hacerle caso al médico.
En esa
dirección, mi plan de lecturas siguió el mismo rumbo terapéutico y fue entonces
que -tras volver a leer Los trazos de la canción, el libro
patagónico y el libro que siguiendo la travesía austral de Chatwin escribió un
tipo que luego se mató en un accidente aéreo[2]- me volví a embarcar en la
relectura del libro de Krakauer sobre el malogrado Chris MacCandless. Esta vez
lo leí desde la mitad -cuando Chris llega a Alaska- hasta el final y luego leí
el principio. Así duele menos.
La historia
de Chris es una terrible, contradictoria y muy debatida historia
anti-sistema.[3] De ahí, su lado honorable y glorioso. De ahí también, su
atracción y su magnetismo. Pero el final de la historia es tan trágico y
doloroso que dio pie a todo tipo de cuestionamientos y reproches contra su
protagonista. Sobre todo en la ártica Alaska, donde Chris literalmente dejó sus
huesos, siguen sin quererlo nada al héroe de la película de Sean Penn, no sólo
por considerarlo un irresponsable sino porque la forja del mito Chris -producto
del libro que releía y del film que lo amplificó sin límites-, atrajo legiones
de seguidores, varios que, como él, encontraron la muerte frente a la misma
hostilidad del medio ambiente que hizo que Chris sucumbiera de inanición y/o de
envenenamiento por ingesta de plantas que desconocía. El sitio elegido para la
devoción y homenaje a la memoria de Chris era el micro abandonado que terminó
siendo su tumba y que el bautizó como “el bus mágico” (The Who: The
Magic Bus). Fue tal la resistencia que los alaskeños manifestaron contra
tal peregrinación que, finalmente, hace unos pocos años, las autoridades del
estado trasladaron el vehículo, vía helicóptero, a un sitio que aún se
desconoce cuál es.
Si leerlo a
Chatwin era un conjuro contra la locura momentánea que sentía acosándome por mi
inédito estado de salud, leerlo a Krakauer, leer su versión de la vida, muerte
y transfiguración de Chris, dado el parate forzado donde sigo transitando,
sirvió para calibrarme, para afinar ciertas certezas o desmentirlas y suponer
que ando preparándome para cuando el doctor me conceda el alta y uno pueda
volver a su “normalidad”, esperemos mejorada. Chris no pudo intentarlo: la crecida de un río
glacial se lo impidió. No pudo regresar a Itaca, a la Itaca del poema de
Kavafis, que hubiera sido mejor guía para su búsqueda existencial que las
tortuosas páginas que leyó de Jack London. De ahí, mi cuidado con las lecturas
que elijo en este trance…
Y, en fin:
así va la vida. Régimen hospitalario, pero en casa. Una semana, dos semanas,
hoy se cumple mi tercera semana de convalecencia: avanzamos, dejamos a un lado
los analgésicos y pasamos de la sopa al puré (de zapallo, por supuesto) y,
siempre bajo prescripción del facultativo, ya empecé a masticar ese alimento
que tanto aprecio: carne de vaca, deliciosa proteína y gloriosa costumbre
argentina. Y permítaseme la digresión, o no tanto. Dado mi circunstancial
status de convaleciente, me alejé de cualquier conexión con la realidad que no
fuera la caja boba, el súper analgésico global. Allí me enteré de las
mutaciones del virus pandémico y de la nueva cepa “de Manaos” o “amazónica”,
más contagiosa y más letal según vociferan los de la tele. Pensé: Manaos, la
irreal capital de una ilusión elástica y efímera pero que precipitó un genocidio
que sigue impune. Recrudecí: la Amazonía, uno de los ecosistemas más amenazados
de la Tierra y del cual depende la supervivencia del planeta. Medité: una de
las causas de su devastación es, precisamente, querer meter dentro de ella a
las pobres vacas a la fuerza, deforestando, erradicando la selva. Y nada ni
nadie -ni el mismísimo Señor Papa de la Cristiandad- tiene la fuerza suficiente
para detener lo irreversible. Concluí: Que una variante más fatal del covid
surja y se expanda desde ese escenario ya de por sí lamentable y catastrófico,
disculpen mi humor negro, pero, llegado el caso, asistiríamos a un final con
cierto decoro, dignidad y justicia histórica. Fin de la digresión.
Tal vez,
para favorecer y acelerar mi cura, hasta que me den el alta, debería dejar de
ver las putas noticias o, vía rápida, volver a los paraísos artificiales
baudelerianos, a los benditos analgésicos y dejarme de joder, aunque como no
concibo la conducta del avestruz, habrá que insistir y aguantarse hasta sanar y
seguir leyendo…sólo poemas de Manuel Castilla.
Laderas de
Aruntaya, 31 de marzo de 2021
[1] Vía e
mail, comenté este hecho con Salvador Gargiulo, editor de Siwa, la
mejor publicación de geografías literarias del orbe. Su respuesta bien vale la
muy merecida nota al pie de página que transcribo: “No lo sabía!!!!! Me lo
consagraste, ahora sí, como un absoluto ídolo, y con toda razón. Es el sitio
donde olvidarse del mundo. El día que se animen a sacar el pasaporte
eclesiástico para entrar al Athos (diamonitirion), me dicen y armamos el plan
de viaje. No se lo van a olvidar jamás. En la cima del monte mayor del Athos,
el Metamorfossi, hay aldeas de monjes iconógrafos. Y hesicastas que viven en la
cornisa de la montaña. Si nos hacemos pasar por cristianos ortodoxos, nos
integran a los ritos de medianoche. Allí no hay pesos, ni euros, ni dólares. El
día empieza a la tarde (calendario juliano), se bebe vino y se comen uvas y
nueces. No hay mujeres, salvo la Theothokos. Allí no nace nadie hace mil años.
Las sendas te llevan por los monasterios. Si llegás después de las 17.00 horas,
cierran las puertas y pasás la noche en el bosque. Si no, te recibe el monje
hospedero y te aloja en una celda con vista al abismo”. Por si acaso, ya saben.
[2] Se
trata de Adrián Giménez Hutton. El libro se llama La Patagonia de
Chatwin. Contiene todas las puteadas (es un decir) que Osvaldo Bayer le
lanza al inglés por los libros que le prestó -algunos, asegura, ni siquiera se
los devolvió- y con los cuales escribió los fantasiosos capítulos sobre las
criminales matanzas de obreros que acontecieron en la Patagonia a principios
del siglo XX y que fueron, prolija y militantemente, estudiadas, escritas y
publicadas por el propio Bayer.
La muerte
de Giménez Hutton fue producto de un accidente aéreo, volaba rumbo a la
provincia de Santa Cruz, el mismo escenario de las masacres, el año 2001.
Recuerdo siempre este ingrato hecho porque en la aeronave también revistaba
Fonrouge, el gran Fonrouge, uno de los más grandes andinistas de la historia
argentina. Tuve el gusto de conocerlo cuando mis 17, acudiendo a su casa, donde
el mismo me terminó confeccionando mi primera campera de duvet que si bien ya
no la uso, es fácil imaginarse porque la conservo.
La chamarra
es una tremenda pieza de ropa de montaña, de un color celeste metálico, semeja
indumentaria de astronauta, cosida a mano por el propio montañista (Lean una
biografía del hombre en http://www.culturademontania.org.ar/Historia/HIS_joseluis_fonrouge.htm).
La campera
fue estrenada el invierno del año 1980 en un rocambolesco viaje que hicimos con
E. a Bariloche. Casi si quema en otro viaje, esta vez con Fabián Luna y el
“negro” Marcos, cuando hicimos noche en una garita policial perdida por algún
camino de la provincia de Salta. No recuerdo exactamente donde fue el percance,
pero lo que si no me olvido fue que estábamos mateando y tomando ginebra con el
sargento y, de repente, la muy inflamable prenda se iba derecho sobre las
brasas y todos nos arrojamos sobre ella para salvarla. En Bolivia, ya usaba una
campera de plumas de tecnología moderna, menos estruendosa, pero recuerdo que
se la presté al Gabo Guzmán cuando subimos al volcán Tunupa.
[3] Sobre la historia, escribí El blues
de Chris. Ver https://plumaslatinoamericanas.blogspot.com/2012/11/el-blues-de-chris.html?m=0
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