MAURIZIO BAGATIN
Sol que
quema y no calienta, sol de los Andes, sol de invierno.
Sol que
enrojece los últimos tomates en las huertas, endulzando las moras negras que
trepan en la pared blanca; sol que pintarrajea las pálidas granadas y, al final
del jardín, deshidrata los últimos higos aún pendientes de los árboles. Un gajo
de luna al horizonte del norte, el invierno valluno mira la cordillera y a su
efímero verde, aprovecha de su última humedad, y como en la fotosíntesis es una
maravilla la transformación del paisaje. Efectos cromáticos que entraban por la
córnea del ojo de Van Gogh y con toda la luz y toda la calma se iban luego a su
pincel. Trigo ardiendo en el negro de los cuervos, lirios desdoblándose de su
irisación. Refracción para Artaud.
El
puntillismo de nuestro iris a veces logra desestructuralizar nuestra mirada,
todos nuestros cromatismos se diluyen y el sol de invierno nos los devuelve
-como si fuera una Fata Morgana- en el cielo de un azul y de miles azules, en
la tierra de infinitas tonalidades, el fango, el limo, la crepa en la sequedad,
en su morfología y su textura, en su composición biológica. Entre cielo y
tierra las micropartículas invisibles. Clorofila volátil, en la energía de las
ultimas k’ochas vallunas, de sus algas protectora, en las variaciones del verde
de sus ricas arborescencias.
El sol del
invierno calcina los sesos y dilata los espejismos del verano, alucinado,
alucina.
Es para el
campesino una pausa, el cambio de costumbre en sus siestas, la esperanza en su
última cosecha, en las nuevas siembras y mira desde la ventana las nubes,
nimbos grises que saludan el verano, cirrocúmulos que se esparcen por el aire.
El sol de invierno dilata el horizonte, las nubes vagan, expulsadas y atraídas
como caprichos de la atmosfera o imaginación de los poetas.
El sol de
invierno, rechazado por todos, busca amistades, alianzas, trama nuevas
conquistas.
Es su
complicidad con el viento, la que deja signos en la piel, pergaminos sin letras,
afilando la hoja en las tardes ya calmas, y con caricias al rostro diseña el
tiempo y todas sus travesuras, esculpe en la edad, los vicios y las virtudes,
con violenta belleza moldea la estética de una vida. Del silencio el grito, del
color la transparencia. Quemaduras y jaspeo.
Esperando
agosto y a otro viento, cambian proyecciones las sombras, el tamaño y las
formas, las siluetas, el reflejo de los objetos, de las cosas, de nosotros.
Pálido y contundente, tímido y presente, el sol de invierno permite la vista
del polvo depositado en las superficies, en los espejos, en los ángulos de las
arquitecturas, en los rincones de la Historia. Baja el cenit y de repente sube
la visibilidad, luego el violento ocaso, negritud de los cerros y otro frío, en
las manos que buscan calor en los bolsillos de los jeans, pasando como una
caricia entre la barba abandonada.
Se oculta
detrás de la cordillera, más caluroso se va a oriente, allá impacientes esperan
los pescadores que observan el contorno al horizonte, los panaderos tomando su
primer café humeante se despiden de la noche, otros volviendo a sus casas sin
saber si es la modorrilla o ya un nuevo día.
28 de abril
2021
Imagen:
Mario Unzueta, Encuentro, 1922
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