GEOVANNYS MANSO
Siempre nos
reuníamos en el parque de la iglesia de La Pastora. Era la mejor área del
carnaval de Santa Clara, sobre todo, porque por allí pasaban los músicos que
más nos interesaban, sin el espíritu hiperbailable de otras áreas: un sonido
tenue, agradable y mucha cerveza a granel a nuestra disposición, como debe ser
en todo carnaval que se respete.
Aquel
viernes de 1998 había carnaval y, aunque nuestro espíritu cervecero y
conversacional era, por entonces, irredimible, algo aún más profundo nos
convocaba y abandonamos el recinto carnavalesco, para llegar hasta El Mejunje,
pues esa noche, era «Viernes de la Buena Suerte».
Por
entonces no había tumulto. Todo, en El Mejunje, era familiar, pequeño, íntimo,
cercano, como una hermandad. La noche de carnaval había drenado el escaso
público de esa noche y vivimos el suceso más inaudito de nuestras vidas:
Cascarita y Los Fakires cantaban todo su repertorio para nosotros, un puñado de
amigos: Alexis Castañeda, Hector Bosch, Alain Garrido, Diego Gutiérrez, Edelmis
Anoceto, Aurora y algunos más, pero pocos, muy pocos, allí, escuchando y
disfrutando el repertorio más digno de la música tradicional cubana: «Que se me
caigan los dientes si miento», «El panquelero», «Penita contigo», «Cualquiera resbala
y cae», «Alma con alma», «A mí qué», «Siguaraya». El saxo de Bringues, las
maracas y el güiro de Felo, el bongó de Gilberto Abreu, la guitarra de José
Remié y la voz, la tronante voz de Cascarita, donándonos todos los paisajes de
la isla, todas las sonoridades; un ser hecho para cantar…, para estremecernos…
Saber que
debíamos estar allí, aquella noche y no en cualquier otro sitio de la tierra,
era nuestra verdad pues aprendimos, tempranamente, que hay cosas enormes que
hay que presenciar y así fue.
Antes o
después, mi memoria no alcanza para precisar la fecha exacta, yo estaba en el
policlínico Nazareno, de guardia. Era una tarde abúlica, sin pacientes y leía,
tranquilo, dejando pasar las horas. De pronto tocan a la puerta y, al abrir,
descubro a Cascarita…
—¡¡Azúcarrrrr!!!
—grité—, si el mismísimo Cascarita…
—Eh, eh…
Ud. me conoce, Ud. me conoce… —dijo algo turbado…
—Maestro…,
quién no va a conocer al gran Cascarita…, venga…, pase…
—Mire,
médico, yo vengo porque, al parecer, ando con la presión alta y necesito darme
unos buches… Ud. sabe… «para vivir hay que beber…»
El
esfigmomanómetro marcó una hipertensión ligera, nada grave. Le administramos
una tableta de Nifedipino sublingual y aproveché su estadía casi obligatoria en
el Cuerpo de Guardia, para conversar con él, para evitar que la abulia ganara
terreno. Muy pronto la consulta de llenó. Vinieron las enfermeras y los médicos
y los técnicos, para oírlo cantar, para escucharlo hablar del Benny Moré y
otros tantos músicos que había conocido.
Cascarita no era pródigo en sus conversaciones, pero cuando cantaba, detenía los vientos sobre la tierra.
Cuando
volví a revisarlo, su tensión arterial era normal.
—Cáscara…,
ya puede darse los buches que quiera… —le dije.
—¡¡¡¡Azúcarrrr!!!!!,
¡¡¡¡¡Sabrosoooooo!!!!! —fue todo cuanto dijo, y salió del policlínico, directo
al bar más cercano…, supongo…
La vida no
siempre te regala instantes inapresables. Pero aquella noche, donde Los Fakires
tocaron para nosotros, aquel viernes de carnaval santaclareño y la tarde que fui
el médico de Cascarita, esos días gravitan en mí con todo su esplendor.
Con gusto me hubiese ido con Cascarita aquella tarde. Sí sé que cuando terminó el viernes de la buena suerte, regresamos a La Pastora, para amanecer y yo culminé a los pies de la estatua de Miguel Jerónimo Gutiérrez. Pero esa es otra historia.., otra historia…
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