RAFAEL CONTE
«La letra
mata», puso como epígrafe Thomas Hardy a su penúltima novela, Jude, el
oscuro, que fue precisamente la que más críticas adversas le acarreó.
Corría el año 1895 de la Inglaterra victoriana, y al viejo novelista, que
llevaba ya más de un cuarto de siglo de ascensión lenta e implacable, ya sólo
le quedaba cuerda para otra novela más, La bien amada, que publicó
dos años después. Hardy falleció en 1928, pero sólo publicó, durante los
últimos treinta años de su vida, poemas, dramas y un monumental poema dramático
que volvió a reconciliarle con el público y la crítica -Los Dinastas-
hasta el punto de que fue repetidamente candidato al Premio Nobel de
Literatura. Pero su potente manantial narrativo se había secado para siempre. Y,
sin embargo, su vocación apareció desde los primeros tiempos como algo
incontenible y poderoso, como una fuerza de la naturaleza que se abría paso
contra viento y marea. Hijo de una familia modesta -su padre fue maestro
albañil-, aprendiz de arquitecto, originario de Dorchester, capital de la
comarca real que le sirvió de escenario imaginario a todas sus novelas, para el
que resucitó su viejo nombre de Wessex, lo abandonó todo por la literatura,
Publicó su primer libro en 1871, justo al año siguiente de la muerte de Dickens.
Por aquel entonces, la tradición narrativa victoriana -que no fue grande más
que en lo que tuvo de antivictoriana- la representaba George Meredith, que
ayudó al joven escritor en sus comienzos. El éxito empezó a llegar a partir de
su segunda novela, publicada al año siguiente, y a partir de entonces Thomas
Hardy, desde su Dorchester natal, va a edificar una prolongada carrera de
escritor: poemas al principio, catorce novelas largas y otros libros de relatos
en la época central, con vuelta final a la poesía y el teatro.
Hardy ha
legado sobre todo seis grandes obras a la posteridad, que, tras largos lustros
de relativo olvido, ha vuelto sus ojos hacia él: junto a la citada Los Dinastas -magno
drama histórico en verso, en 3 partes, 19 actos y 130 escenas, donde recogió,
ya al final de su carrera, su pensamiento y obsesiones- vienen cinco novelas
muy leídas, varias de ellas adaptadas al cine y la televisión: Lejos
del mundanal ruido, El regreso del nativo, El alcalde de Castebridge, Tess de
los d'Urbervilles y Jude, el oscuro.
Sus novelas
no son obras maestras, pero imponen por su solidez, por la potencia de su
estructura, por su grandiosa construcción. Al fin y al cabo, sus orígenes
fueron de estudiante de arquitectura y dibujante de iglesias para su
reconstrucción, y lo primero que publicó en su vida fue un artículo titulado
precisamente «Cómo se hace una casa». Virginia Woolf tenía por Hardy
sentimientos encontrados: reconocía su genio, pero le molestaban el
esquematismo de sus personajes y el determinismo de sus argumentos. En gran
medida, Hardy carecía de humor, y esto es demasiado grave para ser un típico
escritor británico. La naturaleza que tanto amó y tan excelentemente describió
es la misma que atenaza misteriosamente a sus personajes, la que alumbra al mal
universal. Sus obras son dramas y tragedias felizmente desprovistas de
sentimentalismo.
Pues Hardy
fue un fatalista, un griego victoriano que describe la lucha de la carne contra
el espíritu en una naturaleza hostil. Su sentimiento de lo telúrico llega a
extremos misteriosos y fantásticos. Sus personajes, por lo general, terminan
mal: o en la muerte o en el fracaso. Sus denuncias, de las injusticias
sociales, del matrimonio, de la desigualdad femenina, de la dificultad en
acceder a la instrucción, en los años donde se extendía la democracia en Gran
Bretaña, le acarrearon graves problemas. Tess y Jude levantaron
escándalos que hoy nos hacen sonreír, como algunas de sus más trágicas escenas.
Fue un moralista, no un satírico. Y cuando Tess, la «mujer pura», es
sacrificada, Hardy exclama: «La justicia estaba satisfecha y
Dios había terminado con Tess su siniestro deporte».
_____
De EL PAÍS,
01/10/1980
No comments:
Post a Comment