PABLO CEREZAL
Salgo de la
piel que te he zurcido por dentro, laborioso y tenaz, con el desdeñable afán de
descoser jirones de cuero nuevo y exótico. Viajo, por poner tierra de por medio
y socavar con arena de olvido el acomodo muelle de tu matriz y tu beso. Vago
las veredas huecas y los andenes vacíos en busca del labio que sepa pronunciar
mi nombre como si fuese el de un recién nacido. Hoy, así, desde la distancia,
lejanos tu pulso y tu palabra, te siento costumbre que pretendo desordenar con
el zascandileo ágil de mis botas de viaje. Me acerco al Rif.
Vagabundear
las faldas de vegetal mermado y aguacero futuro de la cordillera del Rif, allí
donde sus tobillos agrestes se exponen a la mirada procaz del Sur. Enfrentar el
deambular hospitalario de campesinos y la verbena de juego y carcajada de
chiquillos. Llegas a pensar que es la salida de clase. Los habitantes todos, de
pueblos y aldeas, no sólo los niños, salen de clase para enfrentar el bofetón
del sol y la caricia del ocio.
Senderos de
paseo calmo y abandono sin nostalgia, travesías de la fiebre. El Rif no es sólo
estancia en que se recuestan acunadas por el canturreo del viento plantaciones
de marihuana y enredaderas de indolencia. El Rif puede mostrar, al caminante,
la senda hacia esos sueños que nos habitan con intención de consumarse.
Vagabundear, ya digo, las faldas de calma y tierra roturada de la cordillera
del Rif, allí donde quieren hacerse turbulencia sureña. Sigo un camino sin
norte ni señales de dirección prohibida para mejor olvidar lo consuetudinario
de tus brazos en abandono de orgasmos que hicieron nido en mi regazo. Caminar
en busca de nuevos recorridos por evadir la celda del día a día. Así Brian
Jones, hace años, cuando los Stones que había ayudado a
fundar se le antojaban presidio en que languidecían pentagramas y melodías.
Pensamos,
siempre, que lo exótico existe sólo para salvarnos de la rutina, ya lo sugería
al inicio. No comprendemos que de nosotros depende el colgar el cartel de
exótico a la puerta del primer pueblo aislado que profanan nuestras botas de
caminante extraño, del primer cuerpo que horadan nuestras gimnasias de amante
extranjero. Así se acercó Brian Jones hasta Jajouka, en busca de exotismos que
le ahorrasen la rutina rítmica en que creía amodorrados a sus compañeros de
filas.
Yo me
acerco, hoy, hasta dicho poblado, tras haber abandonado la geometría
desordenada de Alcazarquivir, el Gran Alcázar, Ksar el Kebir: caotizada por el
gremio no sindicado de la migración rural, a años luz del vendaval tallado en
salitre del cercano Larache, me acerco, decía, a Jajouka, para recostar en sus
laderas de polifonía y pastoreo el falso ensueño del exotismo. Junto a mí
camina Brian Jones. Me habla de música, drogas, sexo y abrigos de piel de
cabra. Me habla del éxtasis grandilocuente que provee la música de los Maestros
Músicos de Jajouka y yo escucho al viento silbando melodías de éxodo y
derrota. Cuántos de los herederos de tan egregia dinastía filarmónica no habrán
ya perdido sus huellas en el camino hacia Ksar el Kebir, en busca del progreso,
queriendo olvidar el hambre atrasada y la ruleta rusa de los días idénticos,
sepultar su rutina en el exótico sarcófago de la gran ciudad.
Brian Jones
llegó a Jajouka, de la mano de Brion Gysin, para perderse en los
pentagramas de ritmo y césped de sus laderas. Olvidó su sitar: fermento de
herrumbre a la sombra de la rutina. Ya cualquiera toca el sitar, incluso George
Harrison, el Beatle iluminado, el sitar viene de lejos, porta hedores de
Calcuta y desperdicios del Ganges en la danza portátil de sus cuerdas,
exotismos ya rutinarios para los viajeros del rock’n’roll, el
hábito ha pervertido el sexo insólito del sitar, así que… marchemos a Jajouka,
donde la música es aún pura, honesta, y el hachís despedaza sus notas para que
pierdas el norte de tu cuerpo tumbado a la sombra de un arbusto merodeado por
mordida de cabras y orín de chicuelos.
Mis pies
desordenan un charco de basura en que un chaval escupe su desprecio. Mujeres de
edad irreconocible reprenden al chiquillo y me ofrecen dátiles forzosos. El
viento acaricia un murmullo que semeja música. Música. Seguro. Eso buscaba
Brian Jones. Música inédita, novedosa, temperamental, exótica. Aquí la
encontró, y se vistió la piel de cabra del Dios Pan al ritmo de darbukas,
gimbris, kamanjas que enredaban el aire con su telaraña de polifonías
discordantes.
Lo exótico,
¿dónde se encuentra? Lejos, se dijo el bueno de Brian Jones. Lejos, después,
hasta su tierra natal, se llevó enlatados los ritos melódicos de los músicos de
Jajouka, desprendiéndoles por siempre de su religiosidad profana al permitir
que fuesen profanados por el consuetudinario oído occidental.
Hoy,
Jajouka me recibe con una lasitud de siesta y una musicalidad de moscardón
veraniego. No encuentro lo exótico en sus callejas, se me antojan iguales a las
de cualquier pueblo de la meseta castellana, y me pregunto dónde la costumbre,
si en tu piel de laguna quieta o en la musculatura de marejada de esa joven
magrebí que me contempla con la incertidumbre agazapada en su mirada. Recuerdo
que Brian Jones no sólo perdió la cordura en estas tierras, también la locura
mirífica en la mirada de Anita Pallenberg, que adoptó desde
entonces el regazo de Keith Richards. Y lo exótico, desde
ya, se me antoja costumbre.
__
De POSTALES
DESDE EL HAFA, blog del autor, 27/04/2021
No comments:
Post a Comment