PABLO CEREZAL
Vivimos
tiempos de resurrecciones vergonzantes que claman contra la inteligencia
aclamando los singulares beneficios de la muerte... siempre que sea la ajena.
Tiempos de exhumar restos arqueológicos que sólo sirven para hacer arqueología
en que nació a la muerte eso que damos en llamar civilización. Tiempos de ratas
que chapotean, orondas de moneda voraz y famélica actividad cerebral, los
charcos como vertederos en que naufraga la ciudadanía.
¡Muera
la inteligencia!, ¡viva la muerte! Algo así dicen que dijo hace no mucho un neandertal que soñaba con
recluir a la sociedad hispana entre las paredes de su propia Altamira. Y en
algo acertó, a pesar de todo, estableciendo tan estrepitosa concatenación de
conceptos. Porque muerta la inteligencia, todo lo que resta carecerá de vida.
Me enredo, para variar, cuando sólo quería hablar de de los dignos momentos que
nos regala la vida inteligente en este planeta, por más que se vista de óbito.
Uno de ellos tuve la suerte de gozarlo hace poco más de una semana (ya saben,
escribo con retraso) en la sala Siroco de Madrid.
Soy la
muerte,
asegura María Guadaña y, más allá de su potente imaginario de
abrazos de parca y besos que muerden, tal vez no sea consciente de lo que ella
misma representa cuando se sube a un escenario: sí: la muerte, para comenzar,
de todo el clamor de vacuidades musicales a que nos exponen los B-29 de unos
mercados empeñados en arrasar cada pequeño Hiroshima de criterio melódico que
subsista entre nosotros. María Guadaña se sube al escenario rodeada de
sus Afiladores y combate con sabiduría y actitud los ejércitos
de estulticia que acosan a cualquier amante de la música popular entendida como
arte vivo. Porque arte vivo es su música, poética de folklore bastardo de
fronteras y ritmos, arrabal melódico de alta alcurnia, dicción envenenada de
voces que suponen mimbres con que erigir, con soberbia artesanía, la propia.
María Guadaña se ha presentado en sociedad como una parca lúbrica y amable a la que nadie medianamente inteligente se atreverá a cerrar la puerta de casa. Con sólo los cinco temas de su EP Remedios Paganos ha logrado arrebatarnos la fisiología en un vendaval de melodías como jirones de piel y letras como cuchilladas por la espalda bien merecidas. Cinco temas que bien podrían ser los salmos de esta sacerdotisa de la fiereza suave. Con la vida y sus extremos por bandera nos regala una pequeña muerte en cada escucha de unas canciones que saben a cabaret de extrarradio, a feminidad de polka ebria con tacto de tequila bien reposado a la hora de la venganza. Canciones de latido feroz y melodías de arrabal milagroso, hábilmente engrasadas por esos orfebres de la tensión rítmica que suponen sus Afiladores. Pero resulta que esa magnífica puesta de largo es sólo emoción contenida, porque cuando María Guadaña se sube al escenario las emociones se desatan y los espectadores tornan feligreses de su evangelio de amores maltratados y filos sobre los que deslizarse para mejor lamer las propias heridas.
Ya, lo sé, no aclaro nada, pero es que no soy crítico musical. De serlo, secundaría a esos que ya aseguran que esta mujer es algo así como una P.J. Harvey hispana o un Nick Cave que cambió de sexo sin olvidarse del propio, y cosas por el estilo que son muy de crítico musical consciente de la necesidad de enumerar referencias para mejor ostentar sus conocimientos y, de paso, orientar al siempre ignorante personal. Yo no soy crítico musical, ya digo y tampoco puedo ser crítico con esta artista tras haber disfrutado su apabullante presencia escénica, su oscura sabiduría lírica y sus melodías como nanas mexicanas para niños traviesos y muertos. También el perfecto engranaje de esa máquina de triturar etiquetas que son sus Afiladores, los músicos con que ha tenido el buen gusto de acompañarse.
Finalizado
el recital sólo me quedó abrazar a María Guadaña como quien abraza la muerte, y
agradecerle por recordarme que el largo imperio de la parca no obliga a
desterrar de sus dominios eso que llamamos inteligencia y que tanta falta nos
hace, hoy, en este bendito terruño. Así que, como dijo el neandertal aquel al
que hoy hacen coro tantos cromañones: ¡viva la muerte! Lo de asesinar la inteligencia,
ya si eso, les intentamos explicar que no es condición sine qua non cuando
se acerquen las siguientes elecciones, por ejemplo.
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De POSTALES
DESDE EL HAFA, blog del autor, 16/11/2019
Fotografía: Pablo Cerezal
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