CARLOS CRESPO FLORES
Los amigos beben
en el “Amor de Hombre”, una de las
chicherías cerca al mercado triangular.
En una esquina “de la habitación pintada de crema, las paredes en
extremo manchadas, con mocos antediluvianos que los borrachos extraen de las
fosas y los depositan en los muros, en las sillas, en los manteles floreados de
plástico o sobre la burda madera” (108), ven una pareja de lumpens, que “arrastran
un carrito que alguna vez perteneció a bicicleta, con ruedas cuyas llantas
perecieron hace añadas. Toman entre los dos un balde pequeño, un chhoqo”[1].
Sí, estamos en “Muerta ciudad viva”
de Claudio Ferrufino.
La novela nos
lleva por la Cochabamba de principios de los 80, y entre otros, los entornos
semi-rurales, a los que el protagonista solía desplazarse en bicicleta.
Efectivamente, para los jóvenes de entonces, como hoy, la bicicleta era medio
de transporte ideal, autónomo, convivial como diría Iván Illich.
Una escena
ilustrativa al respecto es, cuando nuestro héroe, luego de una violenta pelea
con Palmira, la novia, “agarra” temprano su “bicicleta Hércules, y sin avisar a
nadie de su casa, se dirige “por el camino de Condebamba”, donde observa que “los
eucaliptos jóvenes, de tonos grises, lucen gotitas de rocío”, señal de humedad,
sin duda. Nótese los eucaliptos, árbol introducido a principios del siglo XX en
el valle, convertido en especie dominante.
Continúa la
travesía ciclista subiendo por Iquircollo, “caminos que conozco a la
perfección, de las caminatas y bicicleteadas del tiempo antes de crecer”. Toma
atajos, y el paisaje le trae recuerdos de la infancia:
“espacios que en
la niñez convertía en refugios para una guerra nuclear, o para la invasión
normanda, de acuerdo a mi estado de ánimo. Puedo encontrar de nuevo mi nombre
grabado a cuchillo en los árboles, cortando con el cortaplumas suizo y creando
letras. Nombres, años. Cuán fácil era entonces. A cien metros descansaba la Volkswagen
verde de mis padres. La seguridad nos protegía, había una cúpula de cristal
inmensa donde corríamos libremente sin encontrar sus límites.”
La convivialidad
de la bicicleta se observa, parafraseando a Claudio, en que la Hércules nos
lleva por esos lugares, donde el recuerdo nos protege.
En determinado
momento, el personaje se detiene, se apoya en un árbol “con la conciencia de
que ha de “descargar una siesta”; y, para evitar que le roben, “solo por si
acaso, meto la pierna entre los radios de la llanta”. “Al entrecerrar los ojos,
y al entreabrirlos” ve “la imperturbable montaña”, si, el Tata Tunari, el apu del
valle, otro de nuestros sellos bioregionales.
La bicicleta está
conectada con los amores y el erotismo de la vida cotidiana del protagonista. Un
día, buscando a su novia Frances, lo hace en su Hércules, y deja la bicicleta
en la puerta del Wunder Bar, uno de
los primeros pubs en la época, donde le había dicho que estaba (87-88). O la
escena con Glauca: “Mientras Glauca se desnuda, y escudriña con la nariz olores
de extraños, me deslizo por mundos que de algún modo me recuerdan mis
excursiones en bicicleta. Conmigo mismo, en la libertad de tirarme debajo de un
árbol y descabezar una siesta”. (163).
Asimismo, la
bicicleta como parte del paisaje cordillerano: está en Bella Vista, 8
kilómetros al norte de Quillacollo, a punto de hacer el amor al aire libre,
donde “abría la quebrada”, con Silvia, otro de sus (des)amores. Y junto a las “aguas
blancas de espuma y heladas (que) bajaban desde la usina de Chocaya”, observan
“flojos camioncitos Isuzu”[2], trepando
la cuesta, hacia Morochata-Ayopaya: “en la carrocería se contemplaban personas,
ovejas, bultos, bicicletas y hasta un ternero amarrado en la parte de atrás,
con ojos de sacrificio” (135). Son las bicicletas, que los campesinos de
Cochabamba, luego de la reforma agraria, empezaron a adquirir.
Pero, la más
sensual –y graciosa- de las escenas con el noble medio de transporte como
soporte, es cuando Frances viene a recogerlo, ebrio, de algún lugar en la
carretera Cochabamba-Quillacollo, montada en la bicicleta del autor –nos
enteramos que es de color verde-:
“Súbete a la
bicicleta, me pidió, y haciendo zetas cruzamos el puente que daba inicio a la
ciudad[3] y
enfilamos a su departamento. Dame por atrás, dijo mientras besaba. Y se inclinó
de forma tal que no fuera complicado hacerlo. Jadeaba ella y yo hacía muecas
perversas que nadie miraba.” (90).
Las muecas
reaparecen[4], en otro
“cuadro sexual erótico”, con Frances, donde los sonidos del acto le suenan “parecidos
al inflador de bicicleta” (93).
Desde su
bicicleta, Claudio Ferrufino ha amado y recorrido la ciudad de Cochabamba y su
entorno, la ha olido, sentido, tocado y pisado. Sus lectores lo agradecemos.
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De INMEDIACIONES, 21/04/2021
[1] Unidad de medida
para la chicha. Equivale a dos jarras grandes.
[2] Seguramente de la familia Montaño de Quillacollo,
monopolizadores del transporte y comercio de papa en ese periodo (Al respecto,
ver Crespo, Carlos (2013) “Ferias Agroalimentarias en Cochabamba. Apuntes
bioregionales”. Decursos. Año XV, No
27-28. Pp 249-263).
[3] Seguramente es el
puente de Quillacollo, primera conexión con el centro histórico de la ciudad,
atravesando el río Rocha.
[4] Rito de muerte… los chamanes
danzan y gritan y se tiran al suelo, hasta babean. (93)
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