ELINA MALAMUD
Frente a mi
tabla de planchar hay una ventana que da a un suroeste medio raro; digo medio
raro porque a toda hora del día tiene reflejos de sol que hacen brillar los
techos de chapa y las paredes claras de las casas vecinas del barrio de
Barracas que miran al norte. Mientras bajo la plancha camino de un blusón color
naranja rabioso, me brota una frase, campaneando un cacho’e sol en la
alambrada, reformulada tal vez porque es 19 de abril, fecha en que el
calendario gregoriano recuerda aquella gesta inusitada que fue el levantamiento
de los judíos del ghetto de Varsovia y, con ella y además de ella, tantos días
en que el sol de los años cuarenta iluminó --sin que se le resquebrajara un
ápice la flema de su tibieza-- callejuelas bombardeadas en toda la Eurasia,
bosques, praderas, barracas, presos a rayas tocando el violín en medio de la
nieve y soldados que avanzan o retroceden, todos llenos de la adrenalina del
miedo o del odio o del sentimiento de un brutal desamparo.
Bajo un sol
así de indiferente me recuerdo también humedeciendo un cachito de pan,
avariciosa y glotona, en los restos de una colita de cuadril rosada y jugosa
que Hernán Sruoga había asado para nosotros en la parrilla de su boliche, a
orillas del Abra Vieja, en los humedales del Tigre. Ese sábado, a la hora del
postre, se sentó a nuestra mesa y mientras nos ahumaba en el aroma acaramelado
de su pipa, nos obsequió un libro escrito por un su tío abuelo lituano, El
Bosque de los Dioses, traducido al castellano en la Unión Soviética,
allá por los años cincuenta. Estuvo en un campo de concentración durante la
Segunda Guerra y escribió sus memorias, nos dijo, y nos pidió simplemente que
en nuestro próximo viaje a Lituania rastreáramos a algún pariente en la guía de
teléfonos.
Cuál no
sería nuestra sorpresa cuando entramos al Salón de los Literatos de la
Universidad de Vilnius, la capital de Lituania, y ahí estaba el tal tío abuelo
Balys Sruoga, literato y filólogo, poblando los frescos de los héroes famosos
de la cultura báltica. Los Sruoga no tienen nada de judíos, pero el tío Balys
no había perdido la dignidad cuando la autoridad nazi le exigió tal vez
denuncias, tal vez presiones sobre sus estudiantes, que él no aceptó, al punto
que fue detenido y trasladado a un campo de concentración construido en las
cercanías de Gdansk, en la actual Polonia, en un rincón apartado que los
antiguos pobladores prusianos habían llamado Bosque de los Dioses, rodeado de
tal manera por las aguas del Mar Báltico, por los canales de la desembocadura
del Vístula y por el beneplácito con que los pocos vecinos del afuera adoraban
al invasor, que a nadie le pasaba por las mientes planear la huida, dice Sruoga
en su libro. Ir escribiendo durante esos años terribles le permitió refugiarse
en sus reflexiones y mantenerse apegado a su condición humana. El texto está
lleno de horror y sarcasmo, redactado en el fino humor y los giros sutiles con
que describe el sufrimiento, la miseria caníbal y la banalidad del maniqueísmo
ahí donde reinaba lo trágico.
Había que
mantener la vida de cualquier manera, dice, para explicar cómo se tragaba, en
la sopa cotidiana, las remolachas sin lavar hervidas con toda la tierra, los
repollos ablandados por el moho, los nabos que olían a chivo y otras porquerías
agusanadas ante las que le habrán estornudado las tripas en su calidad de
académico recién llegado al lager. Pero a medida que avanza en la
escritura, sus páginas no dejan de dar testimonio de la constancia del hambre.
Cierta vez, cuenta, un guardián que le tenía cierta consideración --quizá impresionado
porque el corpachón macizo de Sruoga resistía sus bofetadas sin caerse-- le
regaló dos trocitos de pan seco. Los agradeció con una profunda reverencia y
empezó a alejarse para comérselos en soledad y sin convidar. Pero cuando los
buscó en el bolsillo donde los había guardado, ya no estaban. En medio del
amontonamiento que rodeaba al guardia, alguien se los había robado. Tan triste
y desolado se sintió que, campaneando un cacho’e sol a la orilla de la
alambrada, se dejó caer y se puso a llorar. Y se acordó cuando su padre le
encomendaba que, si encontraba un pedazo de pan tirado en el suelo, tenía que
levantarlo y besarlo. Tantos y tantas de nosotros lo habremos hecho antes de
tirar algún pan que sobraba sobre el mantel.
Por la
noche, apenas cerraba los ojos, una mujer hermosa pasaba al ras de su cama en
un carruaje cincelado en pan crujiente, tirado por seis caballos y despidiendo
aroma de almendras celestiales. Ella sonreía, agitaba la mano y se perdía en
una nada borrosa ¡Dios mío, dios mío, qué hambre tengo! escribía cada día en
sus borradores mientras soñaba con una hogaza que oliera a trigo recién
horneado, o con una rodaja de cebolla, aunque fuera casi transparente, dice,
pero que hamacara, en uno de los bordes, el leve granito de una pizca de sal.
Hacia el
final de la guerra, los alemanes levantaron el campo y, en su huida, arriaron a
los presos, a marcha forzada. El corazón de Balys Sruoga se declaró extenuado y
a pesar de que los compañeros se turnaban para cargarlo, finalmente tuvieron
que dejarlo abandonado, acostado junto a la cerca de una hacienda, porque ya no
podía levantarse ni, mucho menos, dar un paso. Estaba empapado y la nieve lo
iba cubriendo. Un francés, prisionero de guerra que, hasta ese momento de la
retirada, hacía trabajo esclavo en la hacienda, lo entró a la casa, que había
quedado vacía, junto a otros rezagados del campo que, igual que Sruoga, no
habían podido continuar la marcha. Los acostó sobre paja seca y se fue a buscar
la manera de volver a Francia.
Desde lejos
se empezaron a oír tiros, los cristales de las ventanas saltaron en añicos. Se
oyó un estrepitoso rumor de motores. Los yacientes despojos humanos estiraron
los cogotes por entre la paja para mirar cómo los tanques del Ejército Rojo se
acercaban a la casa. Por las torretas de los tanques se asomaban las mujeres
hermosas que olían a almendras y a pan tierno. Fin del libro de Sruoga, fin de
la guerra, fin de aquel hambre. Comienzo de la memoria.
Balys
Sruoga pudo terminar su libro antes de morir, en 1947. Ese sol que alumbraba su
vida desventurada al borde de la alambrada, desde su altura celeste, como un
dios impertérrito, es el mismo sol que me observa por la ventana mientras
desgrano mis pensamientos sobre el blusón anaranjado y también cuando mojo mi
trocito de pan, de costrita crujiente y miga tierna, en las salsas aromáticas
que cocino en el encierro de la pandemia. Lo llevo a la boca ofreciéndolo a su
memoria, comulgando con su recuerdo y soñando que después de aquella guerra, no
haya quedado en La Tierra un solo ser vivo que no quiera, gustoso, compartir
pan y vacunas.
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De PÁGINA
12, 20/04/2021
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