Tuesday, July 26, 2011

NO ES CULPA DE BRASILERA/BAÚL DE MAGO


Roberto Burgos Cantor

Una imperceptible transformación de la vida tiene que ver con la manera que recibimos la pésima noticia de la muerte de alguien.

La infancia y la juventud saben de la muerte como un acontecimiento inexplicable cuyo absurdo se amplia al ver a los mayores sumidos en manifestaciones de dolor y pesar todavía desconocidas para quienes tanteamos los primeros años de la vida.

Recuerdo en los primeros años, cuando mi vida era el infinito del mar con pescadores de róbalo en las playas de El Cabrero y las canciones de amor que arrastraba el viento del atardecer de la muchacha que ayudaba en casa, el desfile de silencio triste de las cajitas blancas, llevadas en alto por manos amigas con un niño muerto. Mi madre me enseñó que era un ángel más, camino al cielo de Galileo y de Amstrong. Iban livianas por el aleteo de los niños escogidos para no padecer la tierra.

Las otras cajas, ataúdes, que llevaban abajo, con esfuerzo como si los amores y los odios de la existencia hicieran más pesado el cuerpo ahora indiferente a la vanidad y el reto. Estos parecían asuntos de mayores aunque se tratara de la abuela o el tío mayor.

El transcurso de los años hace sustituciones. Uno empieza a advertir cierta preferencia de la muerte por los cercanos en edad. Y aquí cambia el sentimiento.

En estos días en un hospital de frontera, Manaos, murió Gustavo Zalamea.

Las formas de la vida contemporánea excluyen los diálogos, y la persona enfrentada a la palabra, construye como puede al amigo o al aliado o al prescindible. Ejercicio de desnudez para el aprendizaje de la caricia, que no es de maricas y de putas como se cree. Así se ha empobrecido el conocimiento de vínculos humanos.

En la quinta vivienda de la vida en la meseta con Doradeyanira Bernal hemos puestos unos fantasmas en las paredes. Un cuadro de Gonzalo Zúñiga. Dos de Rómulo Bustos. Otro de Gustavo Zalamea. Han estado allí por tiempos fieles aprobando o haciendo reproches a los amigos que vienen, aplaudiendo la música que escuchamos (¿se escucha?) y burlándose de la virgen negra y del ícono viajero que tranquilizan a las amigas Alicia y Gabriela por su virtud protectora. En este inventario descubro que alguien se llevó el bello collage de una funámbula de las estrellas que nos regaló Santiago Mutis, mi poeta. Y vuelvo a refunfuñar porque Dora en ejercicio de la pedagogía democrática que seduce a los profesores de la Universidad Nacional le entregó al carpintero del barrio una de las dos tintas que hizo José Viñals en su vida, para probar el buen gusto de los artesanos enmarcando. Resultó que lo vendió y bebió cervezas y aguardiente por un mes.

Convivir con lo que alguien más es, genera cierta intimidad. Días y noches saludamos una de esas ballenas del mar en la plaza que nos dio un aplicado impresor y que establecían un hilo con aquello que cada quien trae. De manera sigilosa, no obvia, estaba el abuelo de Gustavo, don Jorge Zalamea y su Gran Burundún . Una sombra de cúpulas y torres de campanas alude a la plaza de Bolívar, zona infaltable en nuestras repúblicas, y un mar oscuro sumerge estatuas y palomas contra un horizonte ocre. Y el signo del tiempo: alterar el límite del rectángulo. Mientras se le escapaba la vida al artista junto al río de Orellana el mar se derramaba en el piso de casa.

Publicado en El Universal (Cartagena de Indias), 23/07/2011

Imagen: El pintor Gustavo Zalamea

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