Cuatro seres
humanos están por presenciar el final de su historia. Los últimos pacahuara lo
saben. Saben que la extinción de sus voces y de su lengua, de su universo
interior y de sus cuerpos se irá con ellos porque son los últimos de su tribu
que quedan vivos en este mundo.
Los últimos pacahuara son hermanos y son dos mujeres y dos hombres. Ellas se
llaman Bose Pistia y Shaco Pistia. Ellos, Buca y Maro. Viven desde 1969 en Alto
Ivon y Tujuré, dos comunidades que están a tres kilómetros de distancia
una de la otra, en plena Amazonia de Beni, hasta donde se llega por un camino
quebrado desde Riberalta, la ciudad más cercana y hasta donde piden auxilio
cuando alguno de ellos se enferma y siente que la hebra de la vida está cada
vez más delgada.
Hasta las 10 de la noche del 31 de diciembre de 2016 eran cinco los pacahuara
que quedaban vivos. Cuando ya se iba el año, moría Baji, de aproximadamente 57
años, flaca y víctima de un cáncer en el estómago que la postró en su cama
modesta de Puerto Ivon. Se fue mientras su hijo Rabe preparaba la última cena
del año viejo.
- Tardaron tres
días en enterrarla, cuenta Rabe, que llora en silencio en la tumba de su mamá,
mientras con sus manos arranca la maleza que ya creció con las primeras lluvias
de enero.
Tardaron tres días porque no había un ataúd en Ivon y tampoco dinero para
comprarlo. El antropólogo Wigberto Rivero envió el cajón desde Riberalta
y entonces pudieron despedirla durante la mañana del 3 de enero y dejar tres
velas encendidas encima del montículo de tierra amarilla, sin cruz y sin
ninguna inscripción que diga que aquí está enterrada Baji.
- La cruz tiene
que ser de fierro porque aquí la humedad se come la madera, dice Rabe, que ya
ha ido a una herrería en Riberalta y le han dicho que la cruz cuesta Bs 250,
con el grabado del nombre de la difunta y de la fecha de su muerte.
El cementerio está en la panza del bosque, a un kilómetro de Puerto Ivon, hasta
donde se llega por una senda angosta y apenas iluminada por los rayos del sol
que logran abrirse campo entre las ramas de los árboles frondosos. En el
cementerio hay varias tumbas sin cruces y las que las tienen son de madera y la
madera está vieja y partida.
- El sol y la lluvia son más crueles que el olvido, dice Rabe, de 35 años, de
estatura mediana. El hijo de Baji no se considera un pacahuara cien por cien,
porque forma parte de los descendientes cuya sangre está mezclada con los
chácobo, otra etnia amazónica con la que se toparon después de su gran
éxodo.
Ninguno de los
cuatro pacahuara puros que quedan de pie tiene la cara de anciano porque sus
edades oscilan entre los 40 y los 57 años. Ninguno sabe con certeza cuántos
años tiene porque no recuerdan la fecha de su primer nacimiento porque ellos
-dicen- nacieron dos veces. La primera, cuando salieron del vientre materno y
emitieron su primer llanto en su selva. Y la segunda, cuando escaparon de las
balas, esa amenaza mayor que casi los extermina y que fue más peligrosa que los
rayos del cielo o del zarpazo de un felino agazapado en los misterios de la
noche.
Primavera de 1969
Las flores silvestres estaban esbeltas cuando ellos abandonaron para siempre
Río Negro, aquel territorio ancestral de la provincia Federico Román de Pando,
donde los pacahuara fueron amos y señores hasta que los bolivianos y brasileños
de la siringa, hambrientos de su bosque, entraron a matarlos como se mata a un
animal, a bala y ocultando el arma en la espesura del bosque.
Ellos, que durante la época del caucho sobrepasaban las 40.000 personas, con sus
flechas y sus lanzas no pudieron ganarle al plomo de los que ostentaban su
territorio. Las bajas llegaron hasta los oídos del Instituto Lingüístico de
Verano y de la Misión Nuevas Tribus, dos organizaciones religiosas que
convencieron a nueve pacahuaras sobrevivientes para que se subieran en una
avioneta y aterrizaran en Puerto Tujuré, un ranchito oculto en la Amazonia del
departamento de Beni, donde ahora solo quedan cuatro de aquellos seres humanos
que creían que en esta tierra prometida poblada por la etnia de los chácobo
iban a vivir felices para siempre.
Pero la estructura nuclear que necesita un pueblo para no desaparecer ya se
había roto, puesto que, como ahora dice el antropólogo Rivero, para que un
grupo garantice su reproducción normal requiere tener como mínimo 150
habitantes.
Para 1969 los pacahuara ya eran muy pocos. Los que llegaron a Tujuré, apenas
nueve, un puñado de una tribu liderada por Tai Yaku y sus dos esposas, Cai
Shaco y Cai Baji. De ese matrimonio de tres nacieron Buca, Bose, Baji, Bose
Pistia, Shaco Pistia y Maro.
Buca y Bose, que
eran hermanos de padre, se unieron en matrimonio pero no tuvieron hijos.
Los otros cuatro formaron familia con indígenas chácobos y con mestizos
que conocieron en su nueva morada.
Hay que fijarse en las manos y en los pies descalzos de Buca para saber
que no solo su boca emite mensajes solitarios que su mente descifra a través de
su idioma materno. Algunas palabras las dice en un castellano renuente y cuando
habla en pacahuara, quien le traduce es su sobrino Rabe.
Buca, cuando
llegó a Tujuré tenía probablemente nueve años. Ahora tantea que debe tener 57 o
quizá un poco más. Su edad nunca la sabrá con certeza, pero eso no le preocupa
porque en esta vida ha tenido dramas mayores, como la matanza de los suyos en
Río Negro -que le rompieron su niñez de un solo golpe- y la muerte de su esposa
Bose, que llegó con furia hace cinco años encubierta en una tuberculosis
implacable.
Buca tiene los ojos risueños, asombrados, sus gestos ligeros cuando tiene que matar
a los mosquitos que le pican los tobillos, su voz preocupada, como si estuviera
hablando ante un pequeño público resignado y que sabe que asiste al último
discurso del maestro.
- Mi esposa Bose
conservaba rasgos de nuestra cultura original, con su corte de cabello con
cerquillo como lo hacían nuestros mayores, dice Buca, entre susurros.
Él la recuerda con su nariz perforada y atravesada por una tacuara delgada por
donde pasaba una pluma de tucán de color rojo. No sabe si ese detalle fue lo
que lo enamoró de ella, pero sí sabe que desde que murió la noche es más larga
en esa única choza que existe en Tujuré y donde él vive con dos perros flacos,
un cerdito de tres meses que tiene la cola rota y acompañado del árbol esbelto
de almendra que está a un costado de la choza.
En la hora y
media de trayecto a pie que separa Tujuré de la selva donde acude para recoger
castaña, Buca tiene tiempo de hacer un repaso a aquellos buenos años cuando
entonaba con Bose las canciones que les enseñaron sus padres, mientras
compartían salidas al río para pescar y bañarse y contar cuentos sobre el
jucumari y sobre los ‘gringos’ que llegaron de Estados Unidos para sacarlos de
Río Negro.
Buca se levanta de su banco de madera que tiene apoyado a la pared también de
madera de su casa. Camina hasta el coche que acaba de estacionarse a un costado
del camino. Le aguarda la mujer de siempre, la que llega cada semana para
comprar las almendras que recolecta en el bosque. Buca le entrega una caja con
23 kilos de la nuez amazónica y ella le pregunta si quiere que le pague con
carne de res o con dinero. Él no lo duda. Buca, aunque sabe que aquí no hay
nada para comprar, dice que necesita la plata.
Pérdida
irreparable
- Cuando el último pacahuara haya muerto, cuando esta etnia se haya extinguido
de la faz de tierra, con ellos se perderá toda una cultura y una forma
particular de expresarse con la naturaleza y de ver el mundo.
Así lo asegura el antropólogo Wigberto Rivero, que los conoce desde hace más de
dos décadas. Con esa solvencia de los años y de estudios que ha venido
realizando, también sabe que se perderá un idioma con toda una estructura
lingüística y, principalmente, se irá una identidad asociada al aspecto
genético que para el resto del país es desconocido.
Las pérdidas han
sido paulatinas desde que los pacahuara llegaron a Tujuré y a Alto Ivon. En su
sociedad original los hombres podían tener dos o tres o cuatro mujeres y la
familia para ellos era un concepto mucho más amplio, puesto que no se limitaba
solamente a trabajar por los padres e hijos, sino por toda la comunidad.
- Tenían un líder
que era elegido por su capacidad para pescar, cazar y defender a la tribu de
los enemigos y los animales.
Rivero también dice que todo eso se fue perdiendo porque, diezmados como
quedaron después de la cacería que sufrieron en la Amazonia fronteriza con
Brasil, cuando llegaron a Tujuré y Alto Ivon se dedicaron a subsistir, a luchar
contra las enfermedades y en asimilar su llegada al nuevo mundo y a entablar
amistad con sus vecinos chácobo.
- Cambiaron hasta
en su forma de alimentarse. Aquí conocieron los alimentos enlatados y las
gaseosas.
El antropólogo recuerda que de los cinco pacahuara que ya murieron, Cai Shaco y
Baji fueron víctimas del cáncer.
De los cuatro que
quedan vivos, uno está con miedo. Maro estima que tiene 42 años de edad pero su
cara, compungida como está, le hace ver como un hombre que ya ha superado el
medio siglo. Maro vivía en Tujuré, pero tuvo que mudarse a Cachuelita para
buscar trabajo en las haciendas que existen a un costado del
camino.
Maro está preocupado y con miedo no porque el trabajo es escaso, sino porque se
siente enfermo. Camina lento y casi siempre con una de sus manos agarrando su
estómago.
- Me duele la
panza y no puedo comer casi nada, dice envuelto en un notorio quejido y
arropado por Cristina, su mujer chácobo que de rato en rato entra a la cocina
para averiguar si la tortuga que han matado en el bosque ya está cocida.
- La carne de
tortuga es la que no le hace mal, dice Cristina, igual de compungida,
porque sabe que las tortugas también están en extinción.
- El bosque es
cada vez más pequeño y los animales han huido, incluso la tortuga, que es
lenta.
Cristina no bromea. Ella quiere que su marido se alimente y que un doctor lo
examine para saber qué tiene. Maro dice que no tiene trabajo y que si lo
tuviera no podría trabajar. El dolor lo tiene intranquilo. Maro se acuesta
encima de la mesa que está en una cabaña con el techo agujereado y se distrae
acariciando a un gato que ronronea sobre su mano que él mantiene ocupada sobándose
la panza.
- Mi salud está mal. El que solo seamos cuatro los pacahuara también está mal.
Cuando nosotros nos vayamos ya nadie hablará nuestro idioma ni contarán sobre
los conocimientos que tenían nuestros padres y abuelos allá en Río Negro, lamenta,
acostado en esa mesa y donde se distrae con el gato.
Maro recuerda que sus padres le contaban que en Río Negro acostumbraban
contemplar las estrellas y sabían identificarlas y unirlas con los dedos y
formar animales parecidos a los que había en la selva.
Al igual que otras estrellas y planetas de la galaxia que han ido muriendo
inevitablemente, ellos están a punto de presenciar el final de su mundo, de
quedarse en silencio, al igual que el vacío espacial, flotando y salpicados de
estrellas, y tal vez solo haya una forma de salvarles, rescatando el
conocimiento.
El profesor Milton Ortiz Vaca es miembro del Instituto Plurinacional de Estudio
de Lengua y Cultura. Asegura que se viene trabajando para que la malla
curricular de la escuela de Alto Ivon contemple la enseñanza también en
pacahuara y no solo en chácobo, y que él está escribiendo un libro sobre las
palabras que los pacahuara utilizaban para nombrar a los animales.
- ¿Cómo se dice
tigre en pacahuara?
- Kamano.
- ¿Anta?
- Ahuara
- ¿Y pescado?
- Omaka.
El profesor Milton es chácobo, pero aprendió la lengua de la tribu que llegó en
1969, nació en Alto Ivon y ahora vive en Riberalta, donde tiene una oficina en
el Instituto Plurinacional de Estudio de Lengua y Cultura y escribe el libro
para que la lengua de los pacahuara no se extinga.
La mujer del
silencio
Bose Pistia se baña con la ropa en el cuerpo bajo el sol de las tres de la
tarde. Se baña al lado del grifo que está cerca de su casa de Alto Ivon y se
echa el agua con un balde pequeño. Después, se alisa el cabello bajo la sombra
de un árbol silvestre y mientras se seca, desgrana maíz con una paciencia tal
que pareciera que es dueña de todo el tiempo del mundo.
Bose Pistia camina despacio y habla poco, incluso cuando visita a su hermano
Buca ella lo escucha como a un maestro y se ríe cuando ambos recuerdan de
alguna travesura que dejaron guardada en el bosque.
Bose Pistia extraña a su hermana Shaco, que vive en Tujuré, en la casa de Buca.
Shaco ha viajado a Riberalta para estar presente en el 123 aniversario de esa
ciudad y para verlo al presidente Evo Morales, porque su deseo era estar cerca
de un indígena como ella, pero que ha llegado al poder.
Baji, la mamá de Rabe, la que murió el último día del 2016, canta como una
matriarca y su canto llena todo el corredor donde el profesor Milton lo
resucita a través de un proyector de cine que funciona con un generador pequeño
que se está comiendo los últimos 10 litros de gasolina que hay en Ivon. Baji
empieza a cantar y Bose Pistia está aquí, escuchándola, callada, paradita al
borde de una verja, concentrada en el canto de su hermana, arropada por una
noche sin nada de luna
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De SÉPTIMO DÍA
(El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 12/02/2017
Fotografías:
Bose Pistia no
es de muchas palabras. En su casa de Alto Ivon vive sin prisa
Maro contempla
el fuego y la peta que un pariente suyo ha cazado en el monte. Si el dolor de
estómago le pasa, podrá cenar sin miedo
LA VIDA DESDE
LA VENTANA. Los niños chácobo se divierten mirando por la ventana o
contemplando la vida desde la puerta de la casa de madera. Están pendientes
cuando advierten que algún visitante ha llegado a Alto Ivon. Los perros,
sus mascotas preferidas, también dan la bienvenida
PIES
DESCALZOS. Buca raras veces utiliza zapatos. Sus pies crearon una coraza para
resistir a los embates del suelo y de la vegetación que pisa cuando camina por
su casa o la selva. Las cicatrices que ha acumulado durante años están a la
vista