PABLO
CEREZAL
Ya dejé
dicho, tiempo ha, en alguna parte, que a Marraquech siempre se acaba llegando.
De Marraquech nunca se parte. Nadie abandona el fértil fermento de su
callejero, por más que lo pretenda.
La mítica
ciudad magrebí se desdibuja, a la caída de la tarde, con un tímido difumine de
brisa, asfixia de temperatura en suspenso, borrasca de especias amenazando el
perímetro de nervio y Literatura de la plaza de Xmáa-El-Fna. Y es que a la
Literatura, como a esta ciudad, siempre se llega. Al menos un servidor.
El
calendario se disfraza de atardecer: naufragio de las cucharillas en
hierbabuena y centígrados: coloquio de parroquianos eternamente adscritos a la
tragedia de mesas imposibles que pastan el irregular forraje de adoquín y
milagro de la plaza: soliloquio de iluminados y orates sembrando semilla de
palabra y mueca bajo tenderetes como carpas de circo medieval: embriaguez de
serpientes hipnotizadas por el danzar enajenado de truhanes y mirones:
sortilegio de octavas descompuestas al ritmo de darbukas de tercera mano:
fragancia de azahar salpimentando la marejada de azúcares del zumo de naranja
recién exprimida: cámaras fotográficas congelando poses onerosas que recluir en
la memoria 32GB y en la emulsión edulcorada del recuerdo: ritmo de mugre:
compás de aceite usado: radiación de neones y luminiscencia de gases extirpados
a pequeñas bombonas para reconducir las sombras hacia un espacio de luz en que
puedan volver a la vida sin necesidad de esperar tres días…
Atardece en
Xmáa-El-Fna como si Marraquech hubiese perdido, entre sus bolsillos de
laberinto y ayer, la brújula de la aurora.
Pero para
alcanzar la tarde, en Xmáa-El-Fna, es preciso haber perdido el rumbo de las
horas en las calles circundantes, haber seguido el hilo de una Ariadna morena,
ojos de kohl y silencio de geisha, que recorre rincones como catedrales de luz
y angosturas como cavernas platónicas para trazar el imposible mapa de la
medina marraqchí. Alcanzar el perímetro de inmediatez y comercio de la plaza ha
de ser como fondear en el puerto bucanero de la Isla Tortuga, tras sobrevivir a
una travesía de motín, sed y canícula.
No existe,
Xemáa-El-Fna, para regalar sus delicias a los viajeros de la prisa y la
instantánea.
Juan
Goytisolo bien
lo sabe, y esculpe su medineo de paso calmo, cada día, a la caída de la tarde,
recorriendo la cinematografía muda del adobe y el mantra bullicioso de las
calles en que se perdió hace años, quizás ya demasiados, para mejor perder el
oprobio de dictaduras políticas y literarias de aquella vergonzosa Hispania que
le vio nacer. Monotonía de oficialismos poéticos, uniformidad de pasos
procesionales, al otro lado del Estrecho de Gibraltar. Imposible enfrentar la
petulancia de una censura que sólo sabe de puntuaciones oficiales,
costumbrismos abyectos y moneda urgente. Utópico abandonar la pluma al raído
vaivén de los días y la vida en desarrollo. España, camisa negra de la
ignominia. Marruecos es, era, fue para el literato autoexiliado, párrafo de
libertad al que desmenuzar la ortografía y reconstruir el ritmo sin temor a ser
amonestado por los guardianes de lo correcto. Aquí llegó. Aquí permanece. Ya lo
dije: de Marraquech nunca se parte, a Marraquech siempre se llega.
El autor,
por tanto, ajeno ya al fragor de una patria que nunca tuvo, invertebrado
habitante de un mundo que a muchos resulta incomprensible, abandona, a la caída
de la tarde, al sonar el despertador aflamencado del muecín, su fresco retiro
de la medina para arribar al café en que camareros y concurrentes le ofertarán
bendiciones y palabras: Gran Literatura. Allí consumirá y compartirá agua tibia
y charla voraz, mirada curiosa y canícula mortal.
Marraquech
es, pues, no sólo mapamundi de mochileros y sortilegio de turistas low
cost. Marraquech es habitáculo del verbo y morada de un genio más real que
el que supuestamente habita esas mágicas lámparas con que te ofertan, al
pasear, los mercaderes magrebíes. Marraquech es Makbara, esa ciudad
dentro de la ciudad en cuyo interior serpentea la oralidad mirífica de la prosa
de Juan Goytisolo y, con ella, la gloria vertiginosa de un idioma en
desarrollo, por más que los próceres de la “cultura” deseen verlo por siempre
tras los célibes barrotes de la formalidad fácilmente asequible.
El gran
poeta apátrida nos enseña, en cada uno de sus textos, que el futuro de la
lengua no se escribe en libros ni academias, sino que se limpia de formalismos
en la desaseada plaza de una ciudad sureña, se fija en las callejas ajadas de
siglos de una movediza medina y adquiere esplendor en la garganta raída de
tiempo de borrachines, paseantes y buscavidas que pervierten ortografías con la
lucidez exacta de su gramática de hambre y risa. Algún día comprenderán los
ciudadanos (ni pizca de fe en las autoridades) dónde habita la esencial semilla
del habla y la literatura (tan despreciada hoy, tan de saldo), que vienen al
fin a ser lo mismo. Y él continuará aquí, a la sombra de una temperatura
mortal, en Marraquech, en la Plaza de Xemáa-El-Fna, moldeando la gloriosa
gangrena de la palabra y coloreando las esquinas
verbales que los tiempos anhelan dejar fuera de foco, recordándonos que a la
Literatura, como a Marraquech, siempre se acaba llegando.
Texto
publicado originalmente en Red Marruecos