Sunday, July 5, 2020

Me escribe Paz Martínez desde Nigrán en la plaga


PAZ MARTÍNEZ (Nigrán, Galicia, ESPAÑA)

Querido Claudio, pues todo bien o lo que se pueda parecer a eso. Me he venido de Barcelona a Nigrán poco antes de que el gobierno decretase que sólo los perros podrían pasear a sus dueños. No porque estuviese mal en Barcelona, es que en Vigo y Nigrán tenemos dos viejis sin can. Están curtidas en mil batallas, pero el miedo a la muerte se acrecienta cuando tienes todos los números. Supimos que era la decisión correcta cuando llegamos a casa de Inés, en Nigrán, y encontramos papel higiénico en vez de ventanas y a tiempo de sacarle el desinfectante de la mano. Hemos salvado al loro ¡Cuánto daño ha hecho Drácula en nuestras vidas con esa manía de poner ajo en las ventanas! mejor le iría si hubiese bajado las persianas o un collar de rollos extra plus. Aunque, el mayor misterio, es cómo ha llegado todo esto aquí (calculamos 100 kg de papel) porque el primer ultramarinos está a 5 km cuesta abajo ¿Imaginas a una enana nonagenaria, coja y sorda, subiendo tanto bulto de papel montaña arriba? Ahora entiendo esos gorritos en las cabezas de tus paisanas. El cóndor pasa, con colitis. En Prado, Nigrán, no hay lugar desde no se vea el mar. La vida de los ricos transcurre en silencio, como siempre, tan solo el viento, las gaviotas y los perros son capaces de articular sonido. Cuando te topas con un vecino haciendo tus mismas labores de jardín ni un hola, ni un ánimo, ni un simple aplauso o resistiré (canción adoptada por los aplaudidores de balcón) que llevarse al oído. Los perros, al contrario de la ciudad, salen de casa solos porque sus dueños no necesitan solazarse más allá de los castillos y las empleadas, las encargadas de esta tarea, están ocupadas barriendo las cáscaras de nuez que estos comen por kilo. Son muy sanas y buenísimas para disecar humanos, teniendo en cuenta que la media de edad de esta zona ronda los 3400 años. Resulta agradable toda esta soledad, tienes la impresión de vivir en un cementerio donde, en días soleados, los muertos toman vermut y limpian su propia tumba, asean sus ropajes y broncean su no vida, pero también conlleva que no haya alternativa de conversación, salida o suicidio que no cuente con Inés. Ella es mi Misery particular, mi dolor, mi pesadilla, mi almorrana sangrante, nunca nos hemos gustado, pero aquí me hallo, en un vergel con vistas envidiables y cuatro mil metros de terreno para pasear con ella pegada a mi sucio culo. Cuando acabamos de acomodarnos en este antiguo hogar, llamé a la tía Clara, otra que tal baila. Noventa años sin posibilidad de vermuses o bronceado porque vive en un nicho de 60 metros cuadrados. Lleva meses preparando su muerte vendiendo los ajuares y ropa por internet. El papel higiénico, no salir a pasear o tener escasez de víveres se la trae al pairo, lo único importante es lo mucho que le han bajado las ventas ya que todavía tiene en stock el armario de invierno y teme no darle salida. Tuvimos la feliz idea de traérnosla a Nigrán, un fracaso, porque no se puede juntar a dos asesinas de ácaros sin una olimpiada de enfermedades inaugurada. Durante el fin de semana que estuvieron juntas, aparecieron barreños de agua con lejía por las 8 habitaciones, 6 baños, dos cocinas y cada esquina del jardín. Debían conjurar el virus que no estaba, acabar con el barnizado de la barandilla y la escalera, con los rosales, y hasta se pusieron de acuerdo para fumigar al perro. También a este lo salvamos. Comimos, en dos días, lo estipulado para una semana, así que, aprovechando que aquí no hay fiesta a las ocho de la tarde, que nadie sale al balcón animando a los sanitarios a enfermar, que no hay oportunidad de insultar paseantes por estar dentro de sus dominios, que no se escuchan riñas de vecinos y no hay virus que temer, devolvimos a Clara a sus tertulias domingueras con la muchachita de la teleasistencia y a limpiar la campana de cocina a pesar de no ver un burro a dos pasos. Por suerte, no se perdió la maravillosa detención del sheriff de barrio, con escupitajo a los  garantes de la ley incluido. No me pesa separarlas, al contrario, porque ahora ya tengo otra excusa para salir de casa y apartarme unas horas de este paraíso, envenenado por Inés. Por cierto, he adoptado una nueva profesión: barredora de hojas, pero esta es una historia que te contaré otro día. 
P. D. Espero que tu bigote siga intacto y fuera de peligro, así como toda tu persona. 



Muy buenos días, mi querido Claudio. Seguimos vivos, a pesar de las noticias. Se ve que el bicho ese apestoso ¿te has fijado en lo repugnante de todo lo coronado? no ha llegado a mi vida. A pesar de los días de confinamiento, sigo con ducha y ropa de calle. Todavía no he sucumbido al pijama, ni planteado chandal como sustitutivo. Será que no hago deporte. Por Nigrán, todo igual. Los muertos siguen en sus lujosas parcelas y cada vez se ven menos asistentas por el entorno, no puedo decir lo mismo de los jardineros. Ahora, el vecindario, se ha vuelto menos clasista y algunos difuntos se han infectado con el bricolage, incluso con las labores domésticas. El de enfrente se ha puesto a construir una casita de madera para el virus, imagino, porque la hospitalidad es cosa de ricos. Los pobres somos más de matar, más de arruinar vidas y familias, nos va en el ADN y esa cosa de la supervivencia. Mi tesis doctoral se basa en la observación las mujeres que han pasado por mi vida. Mi madre, por ejemplo, pasó toda su vida matando piojos y ácaros o Inés, que nació chacha y así se quedó a sus 89 años de comedora de patatas, que mata toda cuanta vida pueda intuir, incluida la vegetal. He descubierto su habilidad con la hoz que es mayor que su fobia por las plantas con pinchos, de ahí que haya matado a los rosales y dejado unas plantas silvestres con flores rosas minúsculas. Me parece bien, cada uno con su propio lujo y el suyo es no pegar chapa ornamental y curren otros.. Como te contaba en la carta anterior, me he lanzado a la practiquísima y muy necesaria labor de barrer hojas y es que estamos en occidente, coño, donde todo lo natural viene en botes light y marchamo de la CEE y se teme a lo silvestre. Somos europeos y yo pertenezco. En fin, que me paso las horas que debería otorgar a la muy española y necesaria siesta a barrer las hojas que se adentran en mi confinamiento. Es entretenido y muy poco eficaz, algo que me congratula soberanamente, como no podía ser de otra manera, porque no sirve para nada. A las pocas horas, los árboles del bosquecillo contiguo lo devuelven todo a su origen. Espero poder, en unos meses, ver si la teoría darwiniana de adaptación de las especies se hace realidad conmigo y me otorga un tercer brazo, un aspirador de hojas o una máquina taladora y asfaltadora. Crear mi propio apocalipsis amazónico es a lo que aspiro en este momento. Esta mañana he podido acercarme a la ciudad, visitar a la tía Clara con la excusa de la compra. Me ha parado una pareja de la guardia civil, o así lo intuí por un movimiento de brazos, y preguntado qué pretendía hacer a esas horas y con esas pintas (las palabras fueron otras, no así la intención) y con la mejor de mis sonrisas intenté salir del coche para mostrar la compra y la dirección de quien la necesitaba. Cuál fue mi sorpresa cuando, al abrir la puerta, se apartaron como si les poseyese un alien. Les pregunté por su salud, si necesitaban algo, pero me pidieron que permaneciera en el interior del vehículo. Me gusta esta sensación de apestada, de organismo peligroso y muy contagioso. Ver el miedo en la cara de la policía, por una vez, me llena de orgullo y satisfacción. Hemos agigantado un virus a tamaño humano. Ya tiene nuestra cara, nuestro nombre y dirección, ya no somos personas, somos bichos coronados y temidos por nuestros vecinos. Por fin, una razón de peso para el odio, tan pesado como un microscopio, tan razonable como la muerte. Clara me contó el festejo de anoche, a las ocho, cuando estamos autorizados a salir a las ventanas y hablarnos, aplaudir y que la policía, desde la calle, nos aplauda por ser obedientes. Por renegar de nuestra libertad de movimientos, por renegar de nuestra razón, salud y necesidad por un bien mayor todavía desconocido. Somos buenas ovejas, lo sé, porque obedecemos a golpe de corneta ante una amenaza microscópica, ante una nada que hemos convertido en dios. Aguantamos maridos, hijos, suegros y vecinos, antes denostados o a punto de abandonar porque así nos lo pide la televisión. Hemos dejado de abrazarnos, de besarnos, de fornicar con desconocidos por miedo a un posible contagio. Lo que el Sida no ha conseguido, lo ha hecho un coronado hijoputa. Al rey, lo que es del rey. La cosa es que, entre tanto jolgorio, alguien bajó con una botella de vino para la policía. Los abucheos, insultos y vejaciones que tuvo que soportar este buen humano, incluso por sus invitados, fue de dolor ajeno. Se ve que nadie en el vecindario, tenía una botella mejor que la de aquel vino. En fin, Claudio, espero con ganas la carta de mañana, y así unir un poquito más este mundo loco en el que nos ha tocado vivir. Cúidate. P. D. El avión a Marte todavía no ha partido. 

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Publicado en PUÑO Y LETRA, mayo 2020


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