Saturday, August 29, 2020

Rilke: rebelde, poeta y trashumante


ANTONIO LUCAS

 

Podemos entender a Rainer Maria Rilke desde el fetiche del poeta abducido por una vocación total, pero también como el hombre radical que hizo de su desagrado ante la realidad una torre fortificada en la que habitaba él con sus demonios, con princesas, duquesas, marquesas y baronesas a las que fue enamorando de golpe con una mezcla de pasión por el arte y fracasos de vida. Rilke fue una de las encarnaciones de la poesía en alguien que supo hacer del poema un cobijo, una luz nueva, un egoísmo y una herramienta para alcanzar un mecenazgo de alcobas dispersas.

Rilke alcanzó pronto la combustión vital de las leyendas que van confeccionando la biografía entre el talento desbordado, la pureza dudosa y una pulida condición novelesca en el vivir. En esto último traía el antecedente de su propia madre, que lo depositó en el mundo una tarde de 1875, en Praga (parte aún del imperio austrohúngaro), como si hubiera nacido un príncipe en vez del resultado de un matrimonio formado por un militar frustrado que quedó en factor de los ferrocarriles y una dama que combatió su condición de clase media con una fantasía de alcurnias improbables. Quiso desde el principio que el chico fuera poeta. Pero lo vistió de niña hasta los cinco o seis años por la imposibilidad de aceptar la muerte prematura de la hermanita mayor. A la vez se sobrepuso a la incapacidad del marido (del que se separó) afirmando su dignidad como mujer. Aquello condicionó el mundo del joven, sometido a una sastrería de lazos y diademas que acuñó aún más su extrañeza y su condición desigual en medio de la manada silvestre de los chicos de su edad. "He pasado mi infancia en apartamento mezquino y triste", escribió.

Rilke era distinto por vocación y por destino. Un rebelde hacia dentro. Un chico vencido por sus alucinaciones. Un poeta extremo y extraordinario capaz de interpelar a lo invisible, lanzando cabos entre lo humano y lo divino. También un icono de su tiempo. La figura rotunda del intelectual europeo. Hoy es uno de los creadores principales de la poesía contemporánea. Y esa pasión que desbordó en su vida de trashumante siempre a la caza de benefactoras que le sacasen de la intemperie y de la pobreza, ha generado arrobas de textos especulativos sobre la verdad de su vida y de su obra. Todo fascinante, pero todo siempre pasado de vueltas en cierta ficción. De ahí que el estudioso Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943) se propusiera una labor tan ímproba como necesaria, decodificar un poco más la figura adulterada de Rainer Maria Rilke a través de una biografía que tiene en el rigor y en el detalle una de sus esquinas; en la pasión y una pulsión de relato incesante la otra. Rainer Maria Rilke (El vidente y lo oculto), publicada por Acantilado.

"Toda su vida podría escenificarse con signos y símbolos", sostiene Wiesenthal. "Sin aristocracia, sin pasiones, sin una terrible y angustiosa confección del ego, sin narcisismo, sin fetiches, sin magia, sin objetos simbólicos, sin conocimientos iniciáticos, sin imágenes religiosas y sin fe, no se puede entender a Rilke. Es un hombre desclasado, distante, contradictorio, psicológicamente complejo y muy inadaptado al mundo que le tocó vivir". Es decir: desdicha y tenacidad. Ese fue su itinerario. Y así levantó algunas de sus obras esenciales: Nuevos poemas (1907), Elegías de Duino (1923), Sonetos a Orfeo (1923), además de un abundante y excepcional epistolario de donde salió el volumen Cartas a un joven poeta, correspondencia que mantuvo con uno de sus jóvenes admiradores, el escritor Franz Xaver Kappus.

La itinerancia fue otro de los motores de su existencia, siempre errante. Quizá por la sospecha de que su destino siempre estaba en otra parte. San Petersburgo, Estocolmo, Florencia, Roma, París (donde entre otras hazañas fue secretario de Rodin), Ginebra (donde afianzó su romance con Baladine Klossowska, madre del pintor Balthus), Capri, Duino, Toledo (donde entró en éxtasis con la ascésis de El Greco), Ronda... Y en cada escenario un tormento, un amor, unas cartas, un poema. Su viaje a España sucede en la época más atormentada de su vida. Estaba trabajando en las Elegías, de condición simbólica y hermética. Como su ánimo. "Rilke es un mago al crear en sus versos una sensación de pérdida y, por eso, inventa palabras que no pueden traducirse. Son palabras inexistentes, pero nos dejan una dramática transparencia de luz interior", apunta el biógrafo.

Empeñó tanta vocación en escribir como en acumular amantes que siempre venían con un apellido largo y una fortuna extensa. De todas ellas fue Lou Andreas-Salomé una de las mejor afianzadas. Rilke tenía 21 años y ella 10 más. Por sus manos habían pasado ya Nietzsche, Freud y Mahler. Pero con el poeta alcanzó un punto de combustión que se prolongó durante años. Sus dos soledades combinaban bien, prometiéndose el jamás prometerse nada. Lou entendió que Rilke llegaba, enamoraba y huía dejando unos versos o unas cartas o un algo que mantenía la llama viva: "El amor vive en la palabra y muere en las acciones", decía. También cuenta en la nómina de escogidas Marie von Thurn und Taxis, que le acogió en el castillo de Duino, donde trazó las Elegías. Así se compuso la vida, parasitando.

Rilke se casó con la escultora Clara Wethoff. El matrimonio duró lo que tardó en nacer su única hija. Pero él tenía que seguir huyendo en favor de la belleza y perseguido por el espanto. En el verano de 1921 fijó su residencia permanente en el castillo de Muzot. Le quedaban cinco años de vida. Escribió furiosamente en ese tiempo. Su historia, como cuenta Wiesenthal, tenía ya la épica urgente y prematura de los hombres a contrapelo, de los seres tocados por el inapelable destino de la poesía. Falleció de leucemia el 29 de septiembre de 1926. Tenía 51 años. Y una biografía para la que otros requerirían seis o siete vidas. Poco antes de la despedida fijó su propio epitafio: "Rosa, oh contradicción pura en el deleite/ de ser el sueño de nadie bajo tantos/ párpados". Rainer Maria Rilke, mitad miseria, mitad maravilla. No saber vivir más allá de sí mismo: esa fue su conquista.

 

 

El secreto de las rosas

"Rilke, feliz e ilusionado, bajó al jardín a cortar unas rosas. Recordaba los tiempos de Rusia, cuando Tolstoi se perfumaba acariciando las flores. Un pinchazo le hizo sangrar la mano izquierda. Al día siguiente la infección le llegaba hasta el codo...". Así cuenta Mauricio Wiesentahl los últimos meses del poeta. Aquel pinchazo con la espina de la rosa supuso la aparición de los primeros síntomas de la enfermedad que acabaría con el poeta. "Realmente estaba muy enfermo y los pocos amigos que pasaban a visitarlo quedaban asustados. En Muzot sólo escuchaba ya los rumores de la oscuridad cerrada". La muerte se la anunció la última rosa del verano.

 

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De EL MUNDO, 12/12/2015

 

Thursday, August 20, 2020

1929, 1956, 1985

MAURIZIO BAGATIN

Los tres fríos más fríos del siglo breve. En el ’29 también una gran depresión, en febrero murió mi abuelo Giacomo; mi mamá había nacido en octubre del ’28, no tuvo nunca el tiempo de decir “Papá”, la llamada española se lo llevó, había combatido la “Gran Guerra”, brutal e inútil como todas las guerras; de él en uniforme es la única foto que me queda, la única imagen que mi mamá tuvo de él, el único recuerdo. Narraciones que detestan algunos filósofos, los platónicos, los antipoéticos…                                                                                                                            

Una foto color sepia, mi abuelo Giacomo con uniforme del Batallón 97 de Infantería, carne de cañón para reyes enanos y cobardes soberanos, una leve sonrisa en sus ojos perturbados por la sombra de la gorra militar, bigotes como los míos, tupidas cejas, boca chica, labios sutiles, tez que puede querer narrar los viajes de Marco Polo, 24 años, toda su vida.

En el ’56 las crestas de los gallos y de las gallinas se congelaban y luego se desprendían de sus cabezas, el frío de febrero fue así devastador; mi hermana Zaira no había aún cumplido un año, en el Bósc todos buscaban leñas para calentar el solo ambiente posible, con una estufa con la cual también cocinaban, polenta y frijoles, siempre lo mismo y siempre poco. Resistieron con las mismas fuerzas que enfrentaron a la Segunda Guerra Mundial, a los fascistas y a las penurias de siempre. Mi hermana en los brazos de una de mis tías, ya enferma y con su sonrisa, en busca de continuidad de vida, en los ojos de mi hermana, el futuro. Es la foto de la primavera que pronto llegó.

En enero del 1985 en mi pueblo cayó más de un metro de nieve; el 15 de aquel mes murió mi abuela Ángela, el 20 de enero, con 15 grados bajo cero, subí a un tren y me fui a mil kilómetros de mi casa, a Taranto, llegué en la ciudad de los marineros y de la ILVA cuando mucha gente caminaba en las playas, más de 20° y algunos valientes ya desafiando el Jonio impertinente.

19 julio 2020

 

Fotos: 1 Mi abuelo Giacomo

            2 Mi tía con mi hermana Zaira  

            3 El símbolo de Taranto

 

“Lo que no puedo olvidar”, de Anna Lárina

ADOLFO TORRECILLA

Anna Lárina (1914-1996) fue la esposa de Nikolái Bujarin, uno de los grandes líderes de la revolución soviética, amigo personal de Lenin y uno de los candidatos a sucederle tras su muerte. En sus memorias, publicadas por capítulos en 1988 y en libro en 1989, Lárina, una joven intelectual educada en la órbita del Partido Comunista, cuenta su vida privilegiada como miembro de la “aristocracia” del Partido. Era la hija adoptiva de un destacado comunista de la Revolución, Yuri Larin, del que se cuentan muchas cosas en este libro; creció en el hotel Metropole, residencia de muchos líderes soviéticos. Desde pequeña conoció a Lenin y Stalin, y también a otros muchos protagonistas de la Revolución, como Bujarin, 25 años mayor que ella y muy amigo de su padre. Ella tenía 16 años cuando se comprometieron y 20 cuando se casaron. 

Pero más que las memorias personales de la autora, que también lo son (especialmente en lo que se refiere a su relación con su marido), este libro se centra en rehabilitar la figura del filósofo y economista, Bujarin, político que ocupó importantes puestos en el Buró Político del Comité Central del PCUS (el Politburó) hasta 1929. Con Stalin, contribuyó a derrotar a la denominada Oposición Unificada, de la que formaron parte Lev Trotski, Grigori Zinóviev y Lev Kaménev, que fue disuelta a finales de 1927, en el XV Congreso del Partido Comunista. Sin embargo, junto con Aleksei Rykov y Mijail Tomski, se opuso a la política económica que Stalin diseñó tras el periodo de la Nueva Política Económica (NEP), de la que fue su principal ideólogo y que se oponía a la colectivización agrícola forzosa que proponía Stalin. Desde entonces, fue acusado de opositor y cesado como miembro del Politburó, aunque siguió ocupando destacados cargos, como el de Secretario General del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista desde 1926 a 1935; editor, de 1934 a 1937, del periódico Izvestia, órgano de expresión oficial del Gobierno soviético; además de ser uno de los redactores de la nueva Constitución de 1936.

A partir de 1937, fue investigado por la NKVD y acusado de haber creado un bloque trotskista de derechas que perseguía, entre otros objetivos, la restauración del capitalismo. En uno de los famosos juicios de Moscú, fue condenado a la ejecución (en el mismo proceso, entre otros, también fueron condenados Rykov y Génrij Yagoda). Su condena arrastró también a su familia. Anna Lárina, con la que había contraído matrimonio en 1934, fue detenida, deportada a Astraján, luego en Tomsk (de camino, estuvo en las cárceles de tránsito de Saratov y Sverlovisk); posteriormente fue trasladada a la cárcel de Novosibirsk y Kemonovo y de allí fue trasladada a Moscú (permaneció tres años en una celda subterránea de la Lubiajka) y posteriormente condenada a Siberia hasta cumplir su condena de ocho años, aunque a partir de 1945 sufrió destierro en Siberia. Su hijo Yuri, de apenas un año cuando Bujarin fue detenido, fue enviado a un orfanato y no volvería a ver a su madre hasta casi veinte años después; también fue ejecutada la primera mujer de Bujarin, Nadezhda Lukiná (Burajin convivió después con la economista Esfir Gúrvich, con la que tuvo una hija, Svetlana). Tras veinte años de cautiverio en Siberia, Anna consiguió regresar a Moscú en 1959 y reunirse con su hijo Yuri en 1960.

Sin embargo, este libro apenas cuenta su vida en el Gulag. No es esa la intención de Anna Lárina. A ella le interesa rescatar de su vida todo lo que tiene que ver con Bujarin. Por eso si aparecen muchos detalles de su vida en común los viajes que realizaron y, después, la agonía de su marido cuando fue comprobando lo que el Partido estaba preparando contra él. Antes de que fuera detenido, Bujarin le hizo aprenderse de memoria su “testamento” político, que ella conservó durante muchos años, repitiendo en las cárceles que frecuentó, y cuyo texto completo –un alegato sobre la inocencia de Bujarin y los positivos valores de la revolución rusa- no se publicó hasta los años de apertura de Mijaíl Gorbachov, en 1988, el mismo año que se publicaron estas memorias, que la autora comenzó a escribir en secreto después de su salida de la prisión (si el KGB hubiese descubierto este libro en una de sus pesquisas, hubiese vuelto a Siberia) y que fue completando a medida que tuvo acceso a documentos secretos sobre su marido, pues todos sus archivos y sus escritos estaban en posesión del KGB.

A la vez que escribía este libro, Lárina hizo todo lo que estuvo a su alcance para lograr la rehabilitación de su marido, con cartas a Nikita Jruschov (uno de los que apoyó las represiones de Stalin a finales de la década de los treinta) y a los sucesores líderes del Partido Comunista. El nombre de Bujarin, perseguido desde todos los frentes y considerado como uno de los peores enemigos de la Revolución, fue, sin embargo, recuperando su prestigio gracias a los estudios que se pudieron publicar sobre su persona, de manera muy especial la biografía que Stephen F. Cohen, profesor de la Universidad de Princenton, publicó en 1973 después de haberse entrevistado en secreto con Lárina durante la época de Breznev y que su hijo Yuri fue traduciendo en secreto al ruso hasta su publicación en Estados Unidos. Cohen es el autor de la introducción de Lo que no puedo olvidar.

Al final de su vida, Lárina consiguió la rehabilitación de su marido y también recobró los documentos de su archivo personal y los escritos últimos que redactó antes de morir, entre ellos unos poemas (que se reproducen en las memorias de Lárina) y una novela autobiográfica, Cómo empezó todo (Pre-Textos. Valencia. Valencia (2007). 440 págs. Traducción: Rubén Darío Flórez Arcila), publicada en español en 2007. En ella, a través de un álter ego, Nikolai Kolia Petrov, cuenta con un tono lírico su infancia y primeros años de adolescencia, con una constante presencia la naturaleza. La novela es un excelente retrato de la Rusia anterior a la Revolución. Novela de formación que habla de la vida en el imperio zarista, de los funcionarios y del profesorado, de las desigualdades que estallaron en la fallida Revolución de 1905.

Como escribe Stephen F. Cohen en la introducción: “Esta obra sin precedentes en la literatura soviética es a la vez un cuento familiar, una historia de amor y una búsqueda de justicia política”. Tiene tanto un valor literario como histórico y se ha convertido en uno de los mejores testimonios de todas aquellas personas que sufrieron, con el consentimiento del aparato político comunista, una irracional represión. Como escribe la autora en el prólogo, “he luchado durante años y con tenacidad para que el nombre de Nikolái Ivánovich fuese rehabilitado, y ahora que eso ha ocurrido, me siento feliz de haber contribuido a ello”.

 

Lo que no puedo olvidar

Anna Lárina

Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona (2007)

528 págs.

Traducción: María García Barris.

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Del blog del autor, 01/02/2017