ANTONIO LUCAS
Podemos
entender a Rainer Maria Rilke desde el fetiche del poeta abducido por una
vocación total, pero también como el hombre radical que hizo de su desagrado
ante la realidad una torre fortificada en la que habitaba él con sus demonios,
con princesas, duquesas, marquesas y baronesas a las que fue enamorando de
golpe con una mezcla de pasión por el arte y fracasos de vida. Rilke
fue una de las encarnaciones de la poesía en alguien que supo hacer
del poema un cobijo, una luz nueva, un egoísmo y una herramienta para alcanzar
un mecenazgo de alcobas dispersas.
Rilke
alcanzó pronto la combustión vital de las leyendas que van confeccionando la
biografía entre el talento desbordado, la pureza dudosa y una pulida condición
novelesca en el vivir. En esto último traía el antecedente de su propia madre,
que lo depositó en el mundo una tarde de 1875, en Praga (parte aún del imperio
austrohúngaro), como si hubiera nacido un príncipe en vez del resultado de un
matrimonio formado por un militar frustrado que quedó en factor de los
ferrocarriles y una dama que combatió su condición de clase media con una
fantasía de alcurnias improbables. Quiso desde el principio que el
chico fuera poeta. Pero lo vistió de niña hasta los cinco o seis años
por la imposibilidad de aceptar la muerte prematura de la hermanita mayor. A la
vez se sobrepuso a la incapacidad del marido (del que se separó) afirmando su
dignidad como mujer. Aquello condicionó el mundo del joven, sometido a una sastrería
de lazos y diademas que acuñó aún más su extrañeza y su condición desigual en
medio de la manada silvestre de los chicos de su edad. "He pasado mi
infancia en apartamento mezquino y triste", escribió.
Rilke era
distinto por vocación y por destino. Un rebelde hacia dentro. Un
chico vencido por sus alucinaciones. Un poeta extremo y extraordinario capaz de
interpelar a lo invisible, lanzando cabos entre lo humano y lo divino. También
un icono de su tiempo. La figura rotunda del intelectual europeo. Hoy es uno de
los creadores principales de la poesía contemporánea. Y esa pasión que desbordó
en su vida de trashumante siempre a la caza de benefactoras que le sacasen de
la intemperie y de la pobreza, ha generado arrobas de textos especulativos
sobre la verdad de su vida y de su obra. Todo fascinante, pero todo siempre
pasado de vueltas en cierta ficción. De ahí que el estudioso Mauricio
Wiesenthal (Barcelona, 1943) se propusiera una labor tan ímproba como
necesaria, decodificar un poco más la figura adulterada de Rainer Maria Rilke a
través de una biografía que tiene en el rigor y en el detalle una de sus
esquinas; en la pasión y una pulsión de relato incesante la otra. Rainer Maria
Rilke (El vidente y lo oculto), publicada por Acantilado.
"Toda
su vida podría escenificarse con signos y símbolos", sostiene Wiesenthal.
"Sin aristocracia, sin pasiones, sin una terrible y angustiosa confección
del ego, sin narcisismo, sin fetiches, sin magia, sin objetos simbólicos, sin
conocimientos iniciáticos, sin imágenes religiosas y sin fe, no se
puede entender a Rilke. Es un hombre desclasado, distante, contradictorio,
psicológicamente complejo y muy inadaptado al mundo que le tocó vivir". Es
decir: desdicha y tenacidad. Ese fue su itinerario. Y así levantó algunas de
sus obras esenciales: Nuevos poemas (1907), Elegías de
Duino (1923), Sonetos a Orfeo (1923), además de un
abundante y excepcional epistolario de donde salió el volumen Cartas a
un joven poeta, correspondencia que mantuvo con uno de sus jóvenes
admiradores, el escritor Franz Xaver Kappus.
La
itinerancia fue otro de los motores de su existencia, siempre errante.
Quizá por la sospecha de que su destino siempre estaba en otra parte. San
Petersburgo, Estocolmo, Florencia, Roma, París (donde entre otras hazañas fue
secretario de Rodin), Ginebra (donde afianzó su romance con Baladine
Klossowska, madre del pintor Balthus), Capri, Duino, Toledo (donde entró en
éxtasis con la ascésis de El Greco), Ronda... Y en cada escenario un tormento,
un amor, unas cartas, un poema. Su viaje a España sucede en la época más
atormentada de su vida. Estaba trabajando en las Elegías, de
condición simbólica y hermética. Como su ánimo. "Rilke es un mago al crear
en sus versos una sensación de pérdida y, por eso, inventa palabras que no
pueden traducirse. Son palabras inexistentes, pero nos dejan una dramática
transparencia de luz interior", apunta el biógrafo.
Empeñó
tanta vocación en escribir como en acumular amantes que siempre venían con un
apellido largo y una fortuna extensa. De todas ellas fue Lou Andreas-Salomé una
de las mejor afianzadas. Rilke tenía 21 años y ella 10 más. Por sus manos
habían pasado ya Nietzsche, Freud y Mahler. Pero con el poeta alcanzó un punto
de combustión que se prolongó durante años. Sus dos soledades combinaban bien,
prometiéndose el jamás prometerse nada. Lou entendió que Rilke llegaba,
enamoraba y huía dejando unos versos o unas cartas o un algo que
mantenía la llama viva: "El amor vive en la palabra y muere en las
acciones", decía. También cuenta en la nómina de escogidas Marie von Thurn
und Taxis, que le acogió en el castillo de Duino, donde trazó las Elegías.
Así se compuso la vida, parasitando.
Rilke se
casó con la escultora Clara Wethoff. El matrimonio duró lo que tardó en nacer
su única hija. Pero él tenía que seguir huyendo en favor de la belleza y
perseguido por el espanto. En el verano de 1921 fijó su residencia permanente
en el castillo de Muzot. Le quedaban cinco años de vida. Escribió furiosamente
en ese tiempo. Su historia, como cuenta Wiesenthal, tenía ya la épica urgente y
prematura de los hombres a contrapelo, de los seres tocados por el inapelable
destino de la poesía. Falleció de leucemia el 29 de septiembre
de 1926. Tenía 51 años. Y una biografía para la que otros requerirían seis o
siete vidas. Poco antes de la despedida fijó su propio epitafio: "Rosa, oh
contradicción pura en el deleite/ de ser el sueño de nadie bajo tantos/
párpados". Rainer Maria Rilke, mitad miseria, mitad maravilla. No saber
vivir más allá de sí mismo: esa fue su conquista.
El secreto de las rosas
"Rilke,
feliz e ilusionado, bajó al jardín a cortar unas rosas. Recordaba los tiempos
de Rusia, cuando Tolstoi se perfumaba acariciando las flores. Un
pinchazo le hizo sangrar la mano izquierda. Al día siguiente la infección
le llegaba hasta el codo...". Así cuenta Mauricio Wiesentahl los últimos
meses del poeta. Aquel pinchazo con la espina de la rosa supuso la aparición de
los primeros síntomas de la enfermedad que acabaría con el poeta. "Realmente
estaba muy enfermo y los pocos amigos que pasaban a visitarlo quedaban
asustados. En Muzot sólo escuchaba ya los rumores de la oscuridad
cerrada". La muerte se la anunció la última rosa del verano.
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De EL
MUNDO, 12/12/2015