ESTEBAN PRADO 1
En el realismo último y extremo las cosas tienen, consecuentemente, una presencia extrema, extraordinaria.
Héctor Libertella, El árbol de Saussure. Una utopía
Laura
Estrín escribe y piensa, piensa y escribe. Laura Estrín se desmarca de ciertos
protocolos de escritura de la lectura y se deshace del simulacro de la
cortesía, arma un lector a su altura, no lo subestima. Tampoco se distiende, es
tajante: “He tenido la falta de sagacidad de expresar mis ideas
apodícticamente, pero las concepciones no demostradas no son siempre
inexactas”, dice el epígrafe de Propp que, junto a otro de Pushkin, abre
Literatura Rusa. Con esas líneas, Estrín le anticipa al lector un cierto tono y
un modo de presentar las cosas en el que se prescinde de la demostración. El
libro traza un viaje sentimental, literario, que atraviesa la literatura rusa
del siglo XX pero que comienza en el XIX, el recorrido de un stalker por la
zona, un viaje en el que Estrín dice ir acompañada por una serie reflexiva: la
del Romanticismo alemán que luego atravesó el formalismo ruso para caer en el
Estructuralismo francés y… Pero mejor me he seguido de autores y obras: Goethe
y Las afinidades electivas, de Shklovski y Zoo o cartas de no amor, de Barthes
y Fragmentos de un discurso amoroso.” (165).
El libro se
compone de once capítulos que trazan el recorrido por la literatura rusa a
través de una serie de nombres propios: Bieli, Blok, Gorki, Bábel, Shklovski,
Tsvietáieva, Jlébnikov, Platónov, Dovlátov. En cada capítulo, Estrín arma una
lectura que va de la literatura a la vida, a la historia y viceversa. En esas
conexiones, Estrín no parte de lo particular para pasar a lo general ni busca
la cronología, arma una serie con escritores que la apasionan y quizá el
criterio para agruparlos sea la falta de retorno, la falta de retorno para
ellos, la falta de retorno para sus lectores: “Hay literaturas que no tienen
retorno. ¿O serán nuestras afinidades electivas las que marcan esa hora
absoluta en nuestro gusto?” (158). En ese complejo, literatura-vida-historia,
plantea Estrín, estos escritores no tienen retorno porque dejaron atrás
cualquier punto crítico del que pudieran volver.
Inserto en
la obra crítica de Estrín, desde César
Aira. El realismo y sus extremos,
Literatura Rusa se lee como un nuevo capítulo en el que la escritora piensa
y repiensa la literatura, las relaciones entre literatura e historia y, sobre
todo, el realismo, que en esta mirada panorámica se presenta como un eje de
discusión clave. Estrín piensa en un realismo extremo, que precisamente por ese
perpetuo acercamiento a lo real termina por estar antes o después de todo
género y no establece una relación determinada con la vida y la historia. No lo
hace porque ya no se puede, porque en última instancia son lo mismo, no se
desdoblan literatura-vida-historia: “Eso que pasaba, que les pasaba, no
interrumpía el estilo de sus obras sino que lo constituía” (20).
El libro
comienza con una introducción a los Simbolistas rusos, que a caballo entre los
siglos XIX y XX, son la clave para entrar en la literatura rusa del XX. Son la
clave y, sin embargo, no alcanzan porque Estrín no busca la explicación del
manual sino el trabajo con lo problemático, con lo que queda fuera de las
etiquetas. De esa manera, no tarda en traer a colación a Berbérova cuando
señala que “el simbolismo fue una confluencia de divergencias” (10) ni tarda en
decir con Wilson que “estudiar la literatura por escuelas es perder lo que de
literatura tiene de literatura” (26). Para Estrín, ni el simbolismo ni las
vanguardias se presentan como cortes con el XIX, aunque los cortes sí se dan
del lado de la historia, las Revoluciones (1905 y 1917) son para los Simbolistas
la caída del mundo tal como lo conocieron y son para los más jóvenes una
intervención en sus vidas que terminará por nunca haber sido de otra manera,
una vida en el límite que une crisis histórica y desesperación. Estrín utiliza
el término “autores-que-saben” haciendo referencia a esos escritores que
escriben desde una posición no erudita sino profética o esotérica, al final de
ese capítulo, dice: “Los simbolistas tuvieron una alta, extrema conciencia: se
preguntaron de mil modos cómo sobrevive alguien que sabe, el que ve y
comprende” (15). Desde esa posición, Estrín se pregunta cómo escriben todos
estos escritores que siguen escribiendo luego de la Revolución, en paralelo, de
espaldas, contra o sobreviviendo al “realismo socialista obligatorio”. Frente a
esa cuestión, complejiza las cosas al sostener que el realismo socialista no se
puede escapar del yo ni el simbolismo, el formalismo, la vanguardia o el
expresionismo dejan de ser realistas, es precisamente con ese quiasmo donde
Estrín desarma la noción de realismo para sostener que para dar cuenta de la
experiencia, el cruce entre un yo y la historia, hace falta una escritura
realista de la que sólo ese yo puede saber cuál es su forma. “Mis poemas son
mis diarios” cita Estrín a Esenin y Tsvietáieva para señalar hasta qué punto
estos poetas trabajan sobre formas biográficas2 (Esenin, Tsvietáieva, Blok,
Bieli, Shklovski, etc.). Con respecto a Blok, Estrín dice: “Historia personal e
historial nacional confundidas, la realidad y la vida propia son el objeto de
la obra, un nuevo realismo extremo ocupa su escritura” (20). De la misma forma que
trabaja con una noción de realismo que le permite repensar la poesía de estos
escritores y también distanciarse de la jerga especializada, utiliza el término
revolucionarios con ese método polémico de darle una vuelta a las palabras para
que traicionen sus usos cristalizados: “Muchos de estos autores, denostados
como liberales, conservadores y formalistas o, directamente, como blancos,
fueron revolucionarios: todos emigrados y desterrados, deportados, torturados y
muertos” (27).
Los
términos que utiliza Estrín son constructos teóricos y también poéticos (y
polémicos): teóricos porque implican una reflexión sobre la literatura,
poéticos porque no se revisten de un carácter general, no son re-utilizables,
sólo valen en su propio texto, como si en algún punto afirmara que la única
teoría literaria posible es una teoría de casos particulares. Entonces,
teórico/críticos porque dan cuenta de lo literario, poéticos porque abandonan
la jerga académica para llevar adelante una escritura propia, creativa. Así se
distancia de lo que denomina el “canon crítico occidental, francés”, porque
considera que, para el mismo, realismo y vanguardia no son compatibles. Estrín
sostiene que ese impedimento implicó que destejieran en escuelas ese todo-junto
que es la literatura rusa de principios del siglo XX al cual vuelve sin
establecer distinciones o, mejor, estableciéndolas pero no en nombre de ningún
sistema: “Siempre, desde que leo y escribo sobre la literatura rusa, hago
viajes sentimentales. Y no organizo, eso que pidió Pasternak en el año 34.
Ustedes, disculpen.” (163).
Este
posicionamiento, que en principio pareciera pararse desde Rusia frente a
Europa, no deja de inscribirse en Argentina y Latinoamérica, por lo que, si
bien está pensando la literatura rusa, Estrín no deja de saber que al mismo
tiempo está presentándola al lector de estas latitudes. En ese sentido, no deja
de pensar desde la tradición crítica argentina, especialmente en relación a
Viñas, Rosa y Libertella, y también la francesa, Sollers y Barthes. En relación
con ellos es que pueden pensarse ciertos lineamientos, sostenidos por Estrín,
que plantean que habría una verdad y un saber sobre lo real de la realidad en
la literatura que son inaccesibles/indecibles para la historia: de eso habla la
literatura y la poesía cuando la Revolución quiere que hablen de la realidad
del “realismo socialista”. Frente a esa obligatoriedad del realismo, Estrín
dice que estos poetas sostienen un “silencio elocuente”, que dice más de lo que
calla o, de forma más apodíptica: “dice más de lo que dice cuando habla y
cuando calla.” (56) En esa línea, la del “silencio elocuente”, la complejidad
formal se repiensa no como antirrepresentativa sino como la única forma de dar
cuenta de la crisis histórica que implicó la guerra civil para la Rusia
revolucionaria y para cada uno de esos escritores.
Al trabajo
polémico con los términos (realismo, revolución), se suma el de traición.
Frente a una generación de escritores acusada de traidora, Estrín resemantiza
el término traición y, en cierta medida, lo hace coincidir parcialmente con el
de crítica: “La traición como modo de pensar, la literatura piensa contra la
historia y contra sí misma, la traición como forma de representar una guerra al
exponerla desde todos los bandos y ángulos simultáneamente.” (61) A partir de
este modo de pensar y escribir no deja de volver a sus problemas: el realismo,
la poesía, los cruces entre historia y literatura, entre vida y literatura.
Cuando se acerca a Shklovski, Estrín trabaja desde la noción de ostranenie, el
extrañamiento, que como bien sabe no es un procedimiento vanguardista para
Shklovski sino algo propio de la literatura que le interesa a él. Ostranenie
para Estrín, al fin, es otra forma de decir realismo, dado que Shklovski, ya
desde “El arte como artificio”, pensaba en una teoría de la percepción: “una
ética-estética armó Shklovski en todos sus libros: ver mejor la vida a partir
del arte” (101) porque “si el horror lo cubre casi todo, no hay otra visión
salvo la del arte que cambia la visión, mira de otra manera: esa es la
ostranenie que trabaja Shklovski a partir de Tólstoi” (102, 103).
Por último,
Estrín trabaja desde esa posición que se sabe disruptiva para las convenciones
de la crítica literaria y que sabe cómo molestar: “Y no son literaturas
paradojales, son realistas, pero si quieren, hagan de cuenta que no lo dije.”
(159) En esta línea, el capítulo que Estrín dedica a Dovlátov y a Platónov no
tarda en convertirse en un espacio para establecer algunas cuestiones sobre su
propia escritura y constituirse como una ironía crítica sobre las convenciones
del campo: En todo caso parece que hay muertes muy inconvenientes, que no
importan a la teoría literaria… como la del autor… en cambio sigue habiendo una
hermenéutica que nos obliga a ser felices con dogmas de precisión, y la
precisión lingüística termina en el control del pensamiento (162).
Literatura rusa, entonces, se constituye como un libro clave
para acercarse a su objeto pero también para pensar la literatura, para pensar
posibles cruces entre literatura rusa y literatura argentina y también para la
crítica literaria argentina, que puede trabajar objetos tan lejanos, en
principio, como esa literatura y al mismo tiempo no dejar de constituirse como
una voz situada, que escribe desde acá, y que si bien busca el intercambio se
desentiende de la complacencia del diálogo institucional.
1 Lic. en
Letras (UNMdP).
2 Estos
escritores podrían agruparse entre los “autores con biografía” en la distinción
hecha por Tomashevski que Estrín trae a colación en el libro y según la cual
habría dos tipos de autor “los que tienen una biografía y los que no la tienen.
Los primeros son los que provocan algunas confusión puesto que sus textos
adquieren sentido y significación específica en relación con ella” (75)
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De ESTUDIOS
DE TEORÍA LITERARIA, marzo 2014
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