SUSAN SONTAG
¿Cómo
explicar la oscuridad de uno de los héroes éticos y literarios más imponentes
del siglo XX: Victor Serge? ¿Cómo dar cuenta de la desatención de El
caso Tuláyev, una novela maravillosa que sigue siendo redescubierta y
olvidada de nuevo desde su publicación, un año después de la muerte de Serge en
1947?
¿Será porque ningún país puede reclamarlo? “Un
exiliado político de nacimiento”: de ese modo Serge (nombre real: Victor
Lvovich Kibalchich) se describía a sí mismo. Sus padres eran opositores a la
tiranía zarista que habían huido de Rusia a comienzos del decenio de 1880, y
Serge nació en 1890 “por azar en Bruselas, por los caminos del mundo”, según
cuenta en Memorias de mundos desaparecidos [Memorias de un
revolucionario], escritas en 1942 y 1943 en la ciudad de México, donde,
como paupérrimo refugiado de la Europa de Hitler y huyendo de los asesinos de
Stalin, transcurrieron sus últimos años. Antes de México Serge había residido,
escrito, conspirado y hecho propaganda en seis países: Bélgica, en su primera
juventud y de nuevo en 1936; Francia, reiteradamente; España en 1917, donde
adoptó el seudónimo de Serge; Rusia, la patria que vio por primera vez a
comienzos de 1919, a los 28 años de edad, para unirse a la revolución
bolchevique; y Alemania y Austria al mediar los años veinte, por asuntos del
Komintern. En cada país su estancia fue provisional, llena de privaciones y
conflictos, amenazada. En algunos, terminó con la expulsión de Serge,
proscrito, obligado a reanudar su viaje.
¿Porque no fue un escritor —según el modelo
popular— comprometido de modo intermitente en la lucha y la política
partidista, como Silone, Camus, Koestler y Orwell, sino un activista y agitador
de toda la vida? En Bélgica militó en el movimiento de las Juventudes
Socialistas, una rama de la Segunda Internacional. En Francia fue anarquista
(del llamado género individualista), y a causa de los artículos en el semanario
que codirigía, en los cuales expresaba algo de simpatía por la notoria banda
Bonnot tras la detención de los malhechores (a Serge nunca se le imputó
complicidad alguna), y a su negativa a convertirse en informante tras su propia
detención, fue condenado a cinco años de reclusión incomunicada. Luego de su
puesta en libertad, en Barcelona los anarcosindicalistas españoles lo
desilusionaron por su renuencia a intentar hacerse con el poder. De vuelta a
Francia, fue recluido quince meses a finales de 1917, esta vez (según la orden
de detención) por “indeseable, derrotista y simpatizante bolchevique”. En Rusia
se afilió al Partido Comunista, luchó en el sitio de Petrogrado durante la
guerra civil, se le comisionó el examen de los archivos de la policía secreta
zarista (y escribió un tratado sobre la opresión estatal), encabezó la unidad
administrativa del comité ejecutivo de la Tercera Internacional —comunista—,
participó en sus tres primeros congresos y, afligido por la creciente barbarie
del gobierno en la recién consolidada Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas, logró que el Komintern lo enviara al extranjero como organizador y
propagandista en 1922. (En esta época no había más que unos cuantos miembros
extranjeros autónomos del Komintern, el cual era, de hecho, el Departamento de
Exteriores, o de la Revolución Mundial, del Partido Comunista ruso.) Después
del fiasco revolucionario en Berlín, y de una ulterior temporada en Viena,
Serge volvió en 1926 a la URSS ya regida por Stalin y se afilió oficialmente a
la Oposición de Izquierda, la coalición de Trotski, del cual había sido aliado
desde 1923: se le expulsó del partido a finales de 1927 y se le detuvo poco
después. En suma, Serge iba a sufrir más de diez años de cautiverio por sus
consecutivos compromisos revolucionarios. Se les presentan problemas a los
escritores que ejercen otra profesión más ardua de tiempo completo.
¿Porque —a pesar de todas estas distracciones—
escribió mucho? La hiperproductividad no está tan bien vista como antaño, y
Serge fue excepcionalmente productivo. Sus escritos publicados —casi todos
actualmente agotados— son siete novelas, dos volúmenes de poesía, una
recopilación de cuentos, un diario postrero, sus memorias, unos treinta libros
y panfletos políticos e históricos, tres biografías políticas y centenares de
artículos y ensayos. Pero hubo más: una memoria del movimiento anarquista
francés anterior a la Primera Guerra Mundial, una novela sobre la revolución
rusa, un breve poemario y una crónica histórica del segundo año de la
revolución confiscados en su totalidad cuando al fin se le permitió a Serge
abandonar la URSS en 1936 y a consecuencia de haber presentado ante la Glavlit,
la censura literaria, una solicitud de salida de sus manuscritos —nunca se han
recuperado—, así como muchísimos materiales archivados en lugar seguro pero aún
inéditos. En todo caso, es probable que su carácter prolífico le haya sido
desventajoso.
¿Porque la mayor parte de lo que escribió no
pertenece a la literatura? Serge comenzó a escribir narrativa —su primera novela, Los
hombres en la cárcel— cuando tenía 39 años. Lo precedían más de veinte años
de dedicación a obras especializadas de valoración histórica y análisis
político y a una profusión de brillante periodismo político y cultural. Se le
suele recordar, si acaso, como un valeroso disidente comunista, un clarividente
y asiduo opositor de la contrarrevolución de Stalin. (Serge fue el primero en
denominar a la URSS Estado “totalitario”, en una carta que escribió a unos
amigos en París la víspera a su detención en Leningrado, en febrero de 1933.)
Ningún novelista del siglo XX contaba con algo parecido a sus experiencias
insurgentes directas, a su íntima relación con los dirigentes que hicieron
época, a su diálogo con intelectuales políticos fundacionales. Había conocido a
Lenin: la esposa de Serge, Liuba Rusakova, fue la estenógrafa de Lenin en 1921;
Serge había traducido El Estado y la revolución al francés; y
escribió la biografía de Lenin poco después de su muerte en enero de 1924.
Estuvo cerca de Trotski, aunque no se reunieron de nuevo hasta el destierro de
éste en 1929; Serge iba a traducir La revolución traicionada y
otros escritos últimos y, en México, donde Trotski lo había precedido como
refugiado político, a colaborar con la viuda en su biografía. Antonio Gramsci y
Georg Lukács estuvieron entre sus interlocutores, con los que debatió, cuando
todos vivían en Viena en 1924 y 1925, acerca del giro despótico que la
revolución había dado casi de inmediato, bajo Lenin. En El caso Tuláyev,
cuya trama épica es el asesinato que perpetró el Estado estalinista de millones
de fieles al partido así como de casi todos los disidentes en los años treinta,
Serge escribe sobre un destino que él mismo, de modo inverosímil, eludió por
muy poco. Las novelas de Serge han sido admiradas sobre todo en su calidad de
testimonio; de polémica; de inspirado periodismo; de narrativa histórica. Es
cómodo subestimar los frutos literarios de un escritor cuya obra no es
literaria en su mayor parte.
¿Porque no hay literatura nacional que pueda
reclamarlo cabalmente? Cosmopolita vocacional, dominaba cinco lenguas: francés,
ruso, alemán, español e inglés. (Parte de su infancia transcurrió en
Inglaterra.) Por su narrativa ha de ser considerado un escritor ruso, si se
tiene en cuenta la extraordinaria continuidad de las voces rusas en la
literatura, cuyos predecesores son Dostoyevski, el Dostoyevski de Memorias
de la casa muerta y Los demonios, y Chejov, y cuyas
influencias contemporáneas fueron los grandes escritores de los años veinte,
sobre todo Boris Pilniak, el de El año desnudo, Yevgeny Zamiatin e
Isaac Babel. Pero mantuvo el francés como su lengua literaria. La copiosa
producción de Serge como traductor fue del ruso al francés: obras de Lenin,
Trotski, el fundador del Komintern Grigori Zinoviev, la revolucionaria
prebolchevique Vera Figner (1852-1942), cuyas memorias relatan sus veinte años
de reclusión incomunicada en una prisión zarista, y, entre los novelistas y
poetas, Andrei Biely, Fiodor Gladkov y Vladimir Maiakovski. Y todos sus libros
los escribió en francés. Un escritor ruso que escribe en francés: eso implica
que Serge sigue ausente, incluso como nota al pie, de las historias de la
literatura rusa y francesa.
¿Porque siempre se politizó su dimensión de
escritor literario, fuera cual fuere, es decir, se percibió como una proeza
moral? La suya fue la voz de una recta militancia política, un prisma
paulatinamente reducido por el cual vemos el cuerpo de una obra que ejerce
sobre nuestra atención otros reclamos no didácticos. A finales de los años
veinte y durante los treinta, fue un escritor muy publicado, al menos en
Francia, con una corte pequeña pero ferviente: una corte política, desde luego,
sobre todo de credo trotskista. Pero en los últimos años, luego de que Trotski
lo excomulgara, esa corte lo abandonó ante las predecibles calumnias de la
prensa del Frente Popular prosoviético. Y las posiciones socialistas que Serge
adoptó tras llegar a México en 1941, un año después de que el verdugo enviado
por Stalin asestara un pioletazo a Trotski, parecían a sus restantes
partidarios indistinguibles de las socialdemócratas. Más aislado que nunca,
boicoteado por la izquierda y la derecha en la Europa occidental de la
posguerra, Serge, el ex bolchevique, ex trotskista y anticomunista, siguió
escribiendo: casi siempre para la gaveta. Sí publicó un libro breve, Hitler
contra Stalin, participó con un camarada español exiliado en una revista
política (Mundo) y colaboró con regularidad en unas cuantas revistas
extranjeras; sin embargo —a pesar de los empeños de admiradores tan influyentes
como Dwight Macdonald en Nueva York y Orwell en Londres por encontrarle un
editor—, dos de las últimas tres novelas de Serge, los últimos cuentos y poemas
y sus memorias permanecieron inéditos en todos los idiomas hasta después, casi
siempre muchos decenios después, de su muerte.
¿Porque en su vida hubo demasiadas dualidades?
Fue un militante, un reformador del mundo hasta el final, lo cual lo convirtió
en anatema de la derecha. (Aunque, como anotó en su diario en febrero de 1944,
“los problemas ya no tienen la hermosa simplicidad de antaño: era provechoso
vivir de antinomias como socialismo o capitalismo”.) Con todo, era un
anticomunista con luces suficientes para inquietarse porque los gobiernos
estadounidense y británico no habían comprendido que la meta de Stalin después
de 1945 era apoderarse de toda Europa (a costa de una tercera guerra mundial),
lo cual, en una época de amplias propensiones soviéticas y anti-anticomunistas
entre los intelectuales de Europa Occidental, volvió a Serge un renegado, un
reaccionario, un belicista. “Todos los enemigos adecuados”, señala la vieja
expresión: Serge tuvo demasiados enemigos. En cuanto ex, y luego anti,
comunista, nunca hizo penitencia suficiente. Lo deplora pero no se arrepiente.
No ha renunciado a la idea de un cambio radical en la sociedad a causa de las
consecuencias totalitarias de la Revolución Rusa. Para Serge —hasta aquí
coincide con Trotski—, la revolución fue traicionada. No sostiene que desde el
comienzo se tratara de una ilusión trágica, de una catástrofe del pueblo ruso.
(Pero ¿lo habría afirmado si hubiera vivido una década o más incluso? Es
probable.) Por último, fue un intelectual activo de toda la vida, lo que
pareció estropear sus méritos como novelista, y fue un vehemente activista
político, lo que tampoco daba realce a sus virtudes narrativas.
¿Porque siguió hasta el final identificándose con
un revolucionario, vocación hoy día tan desprestigiada en el mundo próspero?
¿Será porque, de un modo inverosímil, persistió en albergar esperanzas… aún?
“Atrás queda —escribió en 1943 en Memorias de mundos desaparecidos—
una revolución victoriosa descaminada, diversos intentos de revoluciones
abortadas y masacres tan abundantes que provocan un cierto vértigo.” Y sin
embargo Serge declara que “aquellos fueron los únicos caminos posibles para
nosotros”. Y reitera: “El porvenir se me presenta lleno de posibilidades más
grandes que las que entrevimos en el pasado.” Sin duda esto no podía ser
cierto.
¿Porque, a pesar del cerco y la derrota, su obra
literaria se rehusó a llevar la esperada carga melancólica? Su carácter
indomable no resulta tan atractivo para nosotros como el de una impresión más
angustiada. En su narrativa Serge escribe sobre los mundos en los que ha vivido
y no sobre sí mismo. Es una voz que evita los consabidos tonos de la
desesperación, el arrepentimiento o la perplejidad —tonos literarios, como
suele entenderlos la gente—, aunque la propia situación de Serge fuera cada vez
más apremiante. Ya en 1947 intentaba con desesperación salir de México, donde
le estaba prohibida toda actividad política por las condiciones de su visado,
y, puesto que uno estadounidense era inconcebible a causa de su afiliación al
Partido Comunista en los años veinte, pensaba volver a Francia. Al mismo
tiempo, incapaz de no sentirse interesado, estimulado, dondequiera que
estuviese, creció su fascinación hacia lo que observaba de las culturas
indígenas y el paisaje en diversos viajes por el país, y había comenzado un
libro sobre México. El final fue lamentable. Desarrapado, desnutrido, cada vez
más aquejado de angina de pecho —que empeoró a causa de la altitud de la ciudad
de México—, sufrió un infarto en la calle a altas horas de la noche, llamó un
taxi y murió en el asiento posterior. El conductor lo depositó en una
comandancia de policía: transcurrieron dos días antes de que su familia supiera
lo que había sucedido y pudiera reclamar el cuerpo.
En suma, nada hubo, nunca, de triunfal en su
vida, en la del eterno estudiante menesteroso y en la del militante en fuga,
salvo que se exceptúe el triunfo de su inmenso talento y aplicación de
escritor; el triunfo de sus convicciones firmes y su astucia, y por ello su
incapacidad para estar en compañía de los fieles, los crédulos cobardes y los
meramente ilusionados; el triunfo de la incorruptibilidad así como de la
valentía, y por ende el de un sendero solitario y distinto al de los
mentirosos, los aduladores y los arribistas; el triunfo, a mediados de los años
veinte, de haber tenido razón.
Porque tuvo razón se le ha castigado como
narrador. La verdad de la historia deja fuera la verdad de la narrativa, como
si estuviésemos obligados a elegir.
···
¿Será
porque su vida estuvo tan saturada del drama histórico que ensombreció su obra?
En efecto, algunos de sus más fervientes defensores han afirmado que la mejor
obra literaria de Serge fue su propia vida tumultuosa, repleta de peligros,
insobornable. Algo semejante se ha afirmado de Oscar Wilde, que no pudo
resistirse a la agudeza masoquista: “Todo el genio lo dedico a mi vida; sólo el
talento a mis obras.” Wilde estaba en un error, y así también este elogio a
Serge. Como suele ser el caso de la mayoría de los escritores cardinales, los
libros de Serge son mejores, más sabios y más importantes que la persona que
los escribió. La creencia contraria desdeña a Serge y las preguntas
fundamentales —¿Cómo debemos vivir? ¿Qué sentido puedo darle a mi vida? ¿Cómo
se puede mejorar la de los oprimidos?— que honró con su lucidez, su rectitud,
su valor, sus derrotas. Si bien es cierto que la literatura, sobre todo la
literatura rusa del siglo XIX, es la casa de esas preguntas, tener por
literaria una existencia vivida a su amparo resulta cínico, o meramente
filisteo. Sería denigrar la moral y la literatura. Y la historia también.
Los lectores actuales de Serge tienen que
situarse en una época en la cual la mayor parte de la gente aceptaba que el
curso de sus vidas estaba determinado por la historia más que por la
psicología, por las crisis públicas más que por las privadas. Fue la historia,
un momento histórico determinado, lo que orilló a los padres de Serge a salir
de la Rusia zarista: la ola represiva y el terrorismo de Estado causados por el
asesinato de Alejandro II que cometió Narodnaya Volya (La
Voluntad del Pueblo), la rama terrorista de un movimiento populista, en 1881.
El científico y padre de Serge Leon Kibalchich, en ese entonces oficial de la
Guardia Imperial, pertenecía a una agrupación militar que simpatizaba con las
exigencias de los narodniki (populistas) y apenas eludió el
fusilamiento cuando el grupo fue descubierto. En su primer refugio, Ginebra,
conoció a y se casó con una estudiante radical de San Petersburgo originaria de
la pequeña nobleza polaca, y la pareja hubo de pasar el resto del decenio, en
palabras de su hijo, exiliado político de segunda generación, viajando “en
busca del pan cotidiano y de las buenas bibliotecas… entre Londres (el Museo
Británico), París, Suiza y Bélgica”.
La revolución estaba en el centro mismo de la
cultura del exilio socialista en cuyo seno había nacido Serge: la esperanza
quintaesenciada, la intensidad quintaesenciada. “Las conversaciones de los
adultos se referían a procesos, a ejecuciones, a evasiones, a los caminos de
Siberia, a grandes ideas constantemente puestas en tela de juicio, a los
últimos libros sobre esas ideas.” La revolución fue la tragedia moderna. “Había
siempre en las paredes, en nuestros pequeños alojamientos azarosos, retratos de
ahorcados.” (Uno de los retratos habrá sido, sin duda, el de Nikolai
Kibalchich, pariente lejano de su padre y uno de los cinco conspiradores
condenados por el asesinato de Alejandro II.)
La revolución implicaba peligro, riesgo de
muerte, prisión probable. La revolución implicaba sufrimientos, privaciones y
hambre. “Me parece que si, cuando tenía doce años, me hubieran preguntado: ¿qué
es la vida? (y yo me lo preguntaba a menudo), habría contestado: no sé, pero veo
que quiere decir pensarás, lucharás, tendrás hambre.”
Y así fue. La lectura de las memorias de Serge
permite volver a una era que en la actualidad parece muy remota a causa de sus
energías introspectivas, sus búsquedas intelectuales apasionadas, sus códigos
de inmolación y sus esperanzas inmensas: una era en la que chiquillos de doce
años de padres cultivados podían normalmente preguntarse “¿Qué es la vida?” El
temperamento de Serge no era, para la época, precoz. Fue la cultura hogareña de
sucesivas generaciones de voraces lectores idealistas, entre ellos muchos
procedentes de países eslavos; digamos que los hijos de la literatura rusa.
Firmes creyentes en la ciencia y el desarrollo humano, iban a suministrar las
tropas a muchos movimientos radicales del primer tercio del siglo XX; e iban a
ser utilizados, desilusionados y traicionados y, si de casualidad vivían en la
Unión Soviética, ejecutados. En sus memorias Serge relata algo que su amigo
Pilniak le dice en 1933: “No hay un solo adulto pensante en este país que no
haya pensado que podía ser fusilado.”
A partir del final de los años veinte, el abismo
entre la realidad y la propaganda aumentó drásticamente. Fue el clima de
opinión que llevó al valeroso escritor rumano Panait Istrati (1884-1935) a
considerar la retirada de su veraz crónica de una estancia de dieciséis meses
en la Unión Soviética en 1927 y 1928, Hacia otra llama [Rusia
al desnudo], por orden de su poderoso patrocinador literario francés Romain
Rolland, la cual, cuando en efecto se publicó, impugnaron todos sus otrora
amigos y partidarios en el mundo literario; y que condujo a André Malraux, en
calidad de editor de Gallimard, a rechazar la contenciosa biografía de Stalin
del ruso Boris Suvarin (1895-1984, nombre verdadero: Boris Lifchitz) porque
perjudicaba la causa republicana española. (Istrati y Suvarin, amigos íntimos
de Serge, formaron con él una suerte de triunvirato de escritores francófonos
extranjeros que, desde finales de los años veinte, se arrogaron el ingrato
papel de denunciar desde la izquierda —y por ello prematuramente— lo que estaba
acaeciendo en la Unión Soviética.) Para muchos que vivían en el mundo
capitalista desolado por la Depresión, parecía imposible no sentir
afinidad con la lucha de este enorme país atrasado por mantenerse y crear,
según sus objetivos manifiestos, una sociedad nueva fundada en la justicia
económica y social. André Gide era poco florido cuando escribió en su diario en
abril de 1932 que habría sido capaz de morir por la Unión Soviética: “En el abominable
trance del mundo actual, el nuevo plan de Rusia me parece ahora la salvación.
¡Nada puede persuadirme de lo contrario! Los argumentos miserables de sus
enemigos, lejos de convencerme, hacen que me hierva la sangre. Y si mi vida
hiciera falta para asegurar el éxito de la URSS, la ofrendaría de inmediato…
como lo han hecho ya, y lo seguirán haciendo, muchos otros, y sin distinguirme
de ellos.”
En cuanto a lo que en verdad estaba sucediendo en
la Unión Soviética en 1932, así es como comienza Serge “El hospital de
Leningrado”, un cuento escrito en México en 1946 que se anticipa a la narrativa
de Solzhenitsyn:
En 1932
estaba viviendo en Leningrado… Eran tiempos oscuros, de escasez en las ciudades
y hambre en los pueblos, de terror, de asesinatos secretos y persecución de los
administradores de la industria y los ingenieros, los campesinos, los clérigos
y todos los que se oponían al régimen. Yo pertenecía a la última categoría, lo
cual quería decir que en la noche, incluso en las profundidades del sueño,
nunca dejaba de estar atento a los ruidos en la escalera, a los pasos
ascendentes anunciando mi detención.
En octubre
de 1932 Serge escribió al Comité Central del Partido solicitando permiso para
emigrar; le fue denegado. En marzo de 1933 se le detuvo de nuevo y después de
un tiempo en la Lubyanka se le condenó al exilio interno de Orenburg, un pueblo
inhóspito en la frontera entre Rusia y Kazajastán. La difícil situación de
Serge fue objeto de inmediatas protestas en París. En el Congreso Internacional
de Escritores para la Defensa de la Cultura, una reunión estelar celebrada en
París en junio de 1935, presidida por Gide y Malraux, y clímax de los esfuerzos
ideados por el Komintern para movilizar a los escritores no afiliados y
progresistas en defensa de la Unión Soviética —precisamente cuando el programa
de Stalin para incriminar y ejecutar a todos los miembros supervivientes de la
vieja guardia bolchevique se estaba llevando a cabo—, algunos delegados
plantearon “el caso de Victor Serge”. El año siguiente Gide, que estaba a punto
de emprender, con séquito, un viaje triunfal por la Unión Soviética al que se
le había dado suma importancia propagandística, se entrevistó con el embajador
soviético en París para solicitar la liberación de Serge. Rolland, a su vuelta
de una visita de Estado a Rusia, presentó el caso ante el propio Stalin.
En abril de 1936 se llevó a Serge (con su hijo
adolescente) de Orenburg a Moscú, se le despojó de la ciudadanía soviética, se
le reunió con su esposa, en delicada condición psíquica, y su hija pequeña y a
todos se les puso en un tren a Varsovia: el único caso durante la era del Gran
Terror en que un escritor fue liberado (es decir, expulsado de la Rusia
soviética) a resultas de una campaña foránea de apoyo. Sin duda contribuyó
considerablemente que el ruso nacido en Bélgica fuera tenido por extranjero.
Después de llegar a Bruselas a finales de abril,
Serge publicó una “Carta abierta” a Gide en la revista francesa Esprit,
en la que agradecía su reciente intervención ante las autoridades soviéticas
para intentar la recuperación de sus manuscritos confiscados y en la que
evocaba algunas de las realidades soviéticas sobre las cuales Gide acaso no se
enteraría durante su visita, como la detención y asesinato de muchos escritores
y la supresión absoluta de libertad intelectual. (Serge ya había buscado alguna
relación con Gide a principios de 1934, al enviarle una carta desde Orenburg
acerca de sus conceptos comunes sobre la libertad en la literatura.) Los
escritores pudieron reunirse en secreto varias veces tras el regreso de Gide,
en París en noviembre de 1936 y en Bruselas en enero de 1937. Las entradas de
estas reuniones en los diarios de Serge ofrecen un profundo contraste: Gide es
el entendido consumado, el maestro sobre el que había descendido el manto del
Gran Escritor, y Serge el adalid de las causas perdidas, itinerante,
empobrecido, en riesgo permanente. (Desde luego, Gide era cauteloso con Serge:
de su influencia, de dejarse extraviar.)
La escritora francesa de aquel periodo al que
Serge sí se parece —en la severidad de su rectitud, en su dedicación incesante,
en su convencida renuncia a la comodidad, las posesiones y la seguridad— es su
más joven contemporánea y compañera de militancia política, Simone Weil. Es más
que probable que se hubieran conocido en París en 1936, poco después de la
liberación de Serge, o en 1937. Desde junio de 1934, justo después de su
detención, Weil había estado entre los responsables de mantener vigente “el
caso de Victor Serge” protestando directamente ante las autoridades soviéticas.
Compartían un amigo íntimo, Suvarin; ambos escribían con regularidad en la
revista sindicalista La Révolution próletarienne. Trotski conocía
bien a Weil —una noche, a los 25 años de edad, había sostenido un debate cara a
cara con Trotski durante la breve visita de éste a París en diciembre de 1934,
cuando Weil dispuso que usara un apartamento de sus padres para una reunión
política clandestina— y figura en una carta dirigida a Serge de julio de 1936
como respuesta a la recomendación de que ella colaborara en la nueva revista
que Serge pretendía fundar. Y durante los dos meses a finales del verano de
1936 en que Weil fue voluntaria en las Brigadas Internacionales que luchaban en
pro de la República española, su enlace político principal, al que vio a su
llegada a Barcelona, fue el disidente comunista Julián Gorkin, otro amigo
íntimo de Serge.
Los camaradas trotskistas habían sido los
defensores más activos de la liberación de Serge, y mientras Serge daba en
Bruselas su adhesión a la Cuarta Internacional —como se denominaba a la liga de
partidarios de Trotski— sabía que la propuesta del movimiento no era una
alternativa viable a las doctrinas y prácticas leninistas que habían llevado a
la tiranía estalinista. (Para Trotski, el crimen consistía en que se estaba
ejecutando a la gente equivocada.) A su partida de París en 1937 le
siguió una disputa manifiesta con Trotski que, desde su reciente exilio
mexicano, denunciaba a Serge como anarquista encubierto; por respeto y afecto,
Serge se negó a rebatir el ataque. Impávido ante la calumnia de ser tenido por
un renegado, un traidor a la izquierda, publicó más tratados y opúsculos a
contracorriente acerca del destino de la revolución desde Lenin hasta Stalin, y
otra novela, Medianoche en el siglo (1939), situada casi
siempre en un pueblo remoto parecido a Orenburg cinco años antes y al cual
habían sido deportados los miembros perseguidos de la oposición de izquierda.
Es sin duda la primera descripción en una novela del Gulag, o con más propiedad
GULAG, el acrónimo del vasto imperio penitenciario interno cuyo nombre oficial
en ruso se traduce como Administración General de Campos. Medianoche en
el siglo está dedicado a los camaradas del partido radical más
honorable de la República española, el disidente comunista —es decir,
antiestalinista— Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), cuyo dirigente,
Andreu Nin, ejecutado por agentes soviéticos en 1937, era otro amigo íntimo de
Serge.
En junio de 1940, tras la ocupación alemana de
París, Serge huyó al sur de Francia, y finalmente llegó hasta el refugio que
estableció el heroico Varian Fry que, en nombre de una agrupación privada
estadounidense llamada Comité de Rescate Urgente, auxilió a unos dos mil
estudiosos, escritores, artistas, músicos y científicos a encontrar una salida
de la Europa de Hitler. Allí, en un castillo a las afueras de Marsella que sus
residentes y visitantes —entre los que estaban André Breton, Max Ernst y André
Masson— bautizaron Espervisa, Serge continuó atareado en su nueva y
más ambiciosa novela sobre el imperio del crimen de Estado en la Rusia
soviética, que había comenzado en París a principios de 1940. Cuando por fin
llegó el visado mexicano para Serge (Breton y los demás fueron acogidos en
Estados Unidos), zarpó en marzo de 1941 a un largo y precario viaje por mar. Lo
retuvo un interrogatorio, luego los oficiales del gobierno de Vichy lo
encarcelaron cuando el buque carguero recaló en Martinica, se retrasó de nuevo
por falta de visas de tránsito en la República Dominicana, donde en su obligada
estancia escribió un tratado político pensado para el público mexicano (Hitler
contra Stalin), y se le detuvo de nuevo en La Habana, donde, encarcelado
una vez más, prosiguió con su novela, por lo que Serge no llegó a México hasta
septiembre. Concluyó El caso Tuláyev al año siguiente.
Nada persiste del aura controvertida de la novela
en los albores del siglo XXI. Nadie en su sano juicio puede en la actualidad
poner en entredicho los graves sufrimientos que el sistema bolchevique infligió
al pueblo ruso. En ese entonces el consenso era otro, lo cual causó el
escándalo de la crónica desfavorable del viaje de Gide, Regreso de la
URSS (1937): Gide siguió siendo incluso hasta después de su muerte en 1951
el gran escritor de izquierdas que había traicionado a España.
Esa actitud
se reprodujo en el conocido rechazo de Sartre a mencionar la cuestión del Gulag
sobre la base de que desanimaría la justa militancia de la clase obrera
francesa. (“Il faut pas faire désesperer Billancourt.”) Para la mayoría de los
escritores que se identificaban con la izquierda en esos decenios o que
sencillamente se consideraban opositores a la guerra (y les consternaba la
perspectiva de una tercera guerra mundial), la condena a la Unión Soviética era
por lo menos problemática.
Como para reafirmar la ansiedad de la izquierda,
los que no tenían empacho en denunciar a la Unión Soviética parecían ser
precisamente los mismos que no tenían escrúpulos en ser racistas, antisemitas o
desdeñar a los pobres; intolerantes que nunca habían oído el canto de la sirena
del idealismo o habían sido movidos a ejercer un interés activo en favor de los
excluidos y los perseguidos. El vicepresidente de una importante compañía de
seguros estadounidense, que también fue el mayor poeta del siglo XX en Estados
Unidos, acaso recibiera con beneplácito el testimonio de Serge. Así, la sección
XIV del magistral poema de Stevens “Esthetique du Mal”, escrito en 1945,
comienza de este modo:
Victor
Serge dijo: “Sigo su demostración
con el sordo desasosiego que se siente
ante los enajenados razonadores.”
Dijo de Konstantinov. La revolución
es labor de enajenados razonadores.
La política de la emoción debería
asemejarse a una estructura intelectual.
Que resulte
insólito encontrar a Serge evocado en un poema de Stevens nos revela el
absoluto olvido en que ha caído, pues en efecto fue una presencia inmensa en
algunas de las revistas serias más influyentes de los años cuarenta.
Probablemente Stevens habrá sido lector de Partisan Review, sino es
que de la inconformista revista radical de Dwight Macdonald Politics,
que publicó a Serge (y también a Simone Weil); Macdonald y su mujer Nancy
habían sido el sustento financiero y de otros órdenes para Serge durante los
desesperados meses en Marsella y en su viaje colmado de obstáculos, ayuda que
se prorrogó asiduamente cuando Serge y su familia vivieron en México.
Patrocinado por Macdonald, Serge había comenzado a escribir en Partisan
Review en 1938 y continuó enviando artículos desde esta última e
inverosímil residencia. En 1942 fue nombrado corresponsal en México de la
publicación quincenal anticomunista The New Leader (a lo que
Macdonald se opuso resueltamente) y más tarde comenzó a colaborar —por
recomendación de Orwell— en Polemic y en la Horizon de
Cyril Connolly en Londres.
Revistas minoritarias; pareceres minoritarios.
Primero extractados en Partisan Review, los retratos magistrales de
Czeslaw Milosz sobre el honor mutilado del escritor, la conciencia del escritor
bajo el comunismo, El pensamiento cautivo (1953), fueron
rechazados por buena parte del público literario estadounidense como una obra
propagandística de la Guerra Fría de un escritor polaco emigrado hasta entonces
desconocido. Recelos semejantes perduraron hasta los años setenta: cuando la
crónica irrefutable e implacable de Robert Conquest sobre las masacres de
Estado de los años treinta, El gran terror, se publicó en 1969, el
libro fue considerado controvertido en muchos sectores: sus conclusiones tal vez
de escasa utilidad, sus implicaciones manifiestamente reaccionarias.
Aquellos decenios de hacer la vista gorda
respecto de lo que sucedía en los regímenes comunistas, sobre todo la
convicción de que criticar a la Unión Soviética era prestar auxilio y dar
aliento a los fascistas y belicistas, nos parece hoy día incomprensible. A
principios del siglo XXI hemos pasado a otras ilusiones; otras mentiras que la
gente inteligente de buenas intenciones y política humanitaria se repite a sí
misma y a sus partidarios a fin de no prestar auxilio y dar aliento a sus
enemigos.
Siempre ha habido gente que arguye que la verdad
es a veces inoportuna, desfavorable: un lujo. (Esto se llama pensar con sentido
práctico o político.) Y por otro lado, los bien intencionados se muestran
comprensiblemente renuentes a prescindir de los compromisos, los juicios y las
instituciones a que se ha dedicado mucho idealismo. Es cierto que hay
situaciones en que la verdad y la justicia parecen incompatibles. Y acaso
existan aún más trabas para distinguir la verdad que para reconocer las
reclamaciones de la justicia. Parece demasiado fácil que la gente no reconozca
la verdad, sobre todo cuando puede implicar la ruptura, o el rechazo, de una
comunidad que aporta una parte valorada de su identidad.
Se obtiene un resultado distinto al oír la verdad
de alguien que estamos dispuestos a escuchar. ¿Cómo fue capaz el marqués de
Custine de comprender —proféticamente— durante su viaje de cinco meses por
Rusia, un siglo antes, el valor esencial que para esta sociedad tienen las
extravagancias del despotismo, la sumisión y la perpetua mentira para complacer
a los extranjeros, que describió en su diario epistolar Cartas de Rusia?
Sin duda tuvo que ver que el amante de Custine fuera polaco, el joven conde
Ignacy Gurovski, que debió de haber estado más que dispuesto a contarle los
horrores de la opresión zarista. ¿Por qué Gide, entre todos los visitantes de
izquierda a la Unión Soviética en los años treinta, fue el único que no quedó
seducido con la retórica de la igualdad comunista y el idealismo
revolucionario? Quizás porque había sido advertido para detectar la falta de
honradez y el miedo de sus anfitriones gracias a los inoportunos informes del
impecable Victor Serge.
Serge, con modestia, afirma que sólo hace falta
algo de claridad e independencia para decir la verdad. En Memorias de
mundos desaparecidos,1 escribe:
Reconozco
el mérito de haber visto claro en algunas circunstancias importantes. La cosa
en sí no tiene nada de difícil y sin embargo es poco común. No creo que sea una
cuestión de inteligencia elevada o desprendida, sino más de buen sentido, de
buena voluntad y de cierto valor para superar la influencia del medio y la
inclinación que resulta de nuestro interés inmediato y del temor que inspiran
los problemas. “Lo terrible cuando se busca la verdad —decía un ensayista
francés— es que se la encuentra…” Se la encuentra y ya no se es libre ni de
seguir la pendiente del medio que nos rodea ni de aceptar los lugares comunes y
corrientes.
“Lo
terrible cuando se busca la verdad…” Una frase que debería estar fijada sobre
la mesa de todo escritor.
La necedad y las mentiras ignominiosas de
Dreiser, Rolland, Henri Barbusse, Louis Aragon, Beatrice y Sydney Webb, Halldór
Laxness, Egon Erwin Kisch, Walter Duranty, Leon Feuchtwanger y otros como ellos
casi se han olvidado del todo. Y también los que se les opusieron, los que
lucharon por la verdad. La verdad, una vez obtenida, es ingrata. No podemos
recordarlos a todos. Lo que se recuerda no es el testimonio sino… la
literatura. El presunto caso para exceptuar a Serge del olvido que espera a la
mayoría de los héroes de la verdad está respaldado, en última instancia, por la
excelencia de su narrativa, sobre todo por El caso Tuláyev. Pero un
escritor literario al que se considera sobre todo como un escritor didáctico;
un escritor sin país, un país en cuyo canon literario su narrativa pudiera
encontrar un lugar: tales son los elementos del complejo destino de Serge que
siguen opacando este libro cautivador y admirable.
···
La
narrativa, para Serge, es la verdad, la verdad de la trascendencia propia, la
obligación de dar voz a los enmudecidos o a los silenciados. Desdeñaba las
novelas acerca de la vida privada, particularmente las novelas autobiográficas.
“La existencia de los individuos no tenía interés para mí, sobre todo la mía”,
sostiene en sus Memorias. En una entrada de sus diarios (marzo de
1944), Serge explica el amplio alcance de la idea de la verdad narrativa:
Quizás la
fuente más profunda es la sensación de que la vida maravillosa está pasando,
volando, escapándose inexorablemente, y el deseo de atraparla en pleno vuelo.
Fue este sentimiento desesperado lo que me llevó, como a los dieciséis años, a
advertir un instante precioso que me hizo descubrir que la existencia (humana,
“divina”) es memoria. Después, con el enriquecimiento de la
personalidad, descubrimos sus límites, la pobreza y los grilletes de la
identidad, descubrimos que sólo tenemos una vida, una individualidad
circunscrita para siempre, pero que incluye muchos destinos posibles, y que […]
convive […] con otras existencias humanas, con la tierra, con las criaturas,
con todo. La escritura entonces se vuelve la búsqueda de una personalidad
compuesta, una manera de vivir destinos diversos, de penetrar en los demás, de
comunicarnos con ellos […] de evadirnos de los límites habituales de la
identidad […] (Sin duda hay otro tipo de escritores, individualistas, que sólo
buscan su propia afirmación y son incapaces de ver el mundo excepto a través de
sí mismos.)
La meta de
la narrativa era contar cuentos, evocar mundos. Este credo atrajo a Serge en
cuanto narrador hacia dos ideas de la novela al parecer incompatibles.
Una es el panorama histórico, en el que cada
novela tiene su sitio como episodio de una historia incluyente. La historia,
para Serge, relataba el heroísmo y la injusticia en la primera mitad del siglo
XX europeo y pudo haber comenzado con una novela situada en los círculos
anarquistas franceses justo antes de 1914 (sobre lo que en efecto escribió unas
memorias, confiscadas por la GPU). En las novelas que Serge pudo concluir, el
periodo cubierto es el que va de la Primera a la Segunda Guerra Mundial: es
decir, de Los hombres en la cárcel, escrita en Leningrado a finales
de los años veinte y publicada en París en 1930, a Los años sin perdón, su
última novela, escrita en México en 1946 y no publicada hasta 1971 en
París. El caso Tuláyev, cuyo material es el Gran Terror de los años
treinta, corresponde al final del ciclo. Los personajes reaparecen —un recurso
clásico de las novelas, como algunas de Balzac, ideadas como una serie—, aunque
no tantos como cabría esperar, y ninguno es un alter ego, un doble
del propio Serge. El Alto Comisario de Seguridad, Erchov, el fiscal Fleischman,
la repugnante apparatchik Zvieryeva y el virtuoso opositor de
izquierdas Ryzhik de El caso Tuláyev estaban ya presentes
en Ciudad ganada (1932), la tercera novela de Serge, ubicada
en el sitio de Petrogrado, y, probablemente, en una novela perdida, La
Tourmente, secuela de la anterior. (Ryzhik es también un personaje
importante, y Fleischman uno menor, en Medianoche en el siglo.)
De este proyecto sólo quedan fragmentos. Pero si
Serge no se entregó tenazmente a la crónica, como la sucesión de novelas de
Solzhenitsyn sobre la época de Lenin, no se debe meramente a que le faltara
tiempo para concluir la serie, sino a que estaba en ciernes otra idea de la
novela que de algún modo subvertía la primera. Las novelas históricas de
Solzhenitsyn son todas de una pieza desde el punto de vista literario, y no son
mejores por ese hecho. Las de Serge ilustran diversos conceptos de cómo se ha
de narrar y con qué fin. El “yo” de Los hombres en la cárcel es
un medio para darle voz a los otros, a muchos otros; es una novela de
compasión, de solidaridad. “No quiero escribir memorias”, afirmó en una carta a
Istrati, que escribió el prólogo a la primera novela de Serge. La
segunda, El nacimiento de nuestra fuerza (1931), emplea un
agregado de voces: la primera persona del singular, la del plural y una tercera
que es omnisciente. La crónica en varios volúmenes, la novela como secuela, no
era el mejor medio para el desarrollo de Serge en cuanto escritor literario,
pero siguió siendo una suerte de posición por defecto desde la cual, siempre
trabajando bajo el acoso y el apremio financiero, podía generar nuevas tareas
narrativas.
Las afinidades literarias de Serge, y muchas de
sus amistades, estaban entre los grandes modernistas de los años veinte, como
Pilniak, Zamiatin, Sergei Esenin, Maiakovski, Pasternak, Danil Charms (su
cuñado) y Mandelstam, en lugar de con los realistas como Gorki, emparentado por
el lado materno, y Alexei Tolstoi. Pero en 1928, cuando Serge comenzó a
escribir narrativa, la nueva era milagrosa prácticamente había acabado,
destruida por los censores, y pronto los propios escritores, en su mayoría,
fueron detenidos y asesinados o se suicidaron. La novela panorámica, la
narración con voces múltiples (otro ejemplo: Noli Me Tanger, del
revolucionario filipino decimonónico José Rizal), bien podría haber sido la
forma predilecta de un escritor con una acendrada conciencia política; la
conciencia política que sin duda no se deseaba en la Unión Soviética, donde,
como sabía Serge, no había posibilidad alguna de que fuese traducido y
publicado. Aunque también es la forma de algunas obras perdurables de la
modernidad literaria, y ha engendrado géneros narrativos nuevos y diversos. La
tercera novela de Serge, Ciudad ganada, es una obra brillante en
uno de esos géneros, la novela protagonizada por una ciudad (al igual que Los
hombres en la cárcel tenía a “esa máquina terrible, la cárcel”, de protagonista),
manifiestamente influida por Petersburgo de Biely y por Manhattan
Transfer (cita a Dos Passos como influencia), y quizás por Ulises,
un libro que admiraba mucho.
“Me parecía sin duda buscar una nueva vía para la
novela”, afirma Serge en sus Memorias. Un aspecto en el que Serge
no estaba buscando nuevas vías es en su concepto de las mujeres, que recuerda
al de las grandes películas soviéticas del idealismo revolucionario, desde
Eisenstein a Alexei Gherman. En una sociedad de desafíos —de sufrimientos y
sacrificios— centrada totalmente en los hombres, las mujeres casi no existen,
al menos no de un modo positivo, salvo como objetos amorosos o pupilas de
individuos muy ocupados. Pues la revolución, según la descripción de Serge, es
en sí misma una empresa heroica, masculina, revestida de valores viriles: la
valentía, el arrojo, la resistencia, la firmeza, la independencia, la capacidad
para la brutalidad. Una mujer atractiva, alguien cálido, entrañable, tenaz, a
menudo víctima, no puede exhibir esas características varoniles; por lo tanto
no puede ser sino la socia minoritaria de un revolucionario. La única mujer
enérgica de El caso Tuláyev, la fiscal bolchevique Zvyeryeva (a la
cual ya le tocará el turno de ser detenida y asesinada), se caracteriza
reiteradamente por su patética e implorante sexualidad (en un pasaje se nos
presenta masturbándose) y por su físico repugnante. Todos los hombres de la
novela, sean o no viles, despliegan sus patentes ansias carnales y una
confianza sexual sin afectaciones.
El caso Tuláyev relata un conjunto de
historias, de destinos, en un mundo densamente poblado. Además de las mujeres
de reparto, hay al menos ocho personajes estelares: dos emblemas de la
desafección, Kostia y Romachkin, humildes oficinistas solteros que comparten
una habitación dividida con una mampara en un apartamento colectivo de Moscú
—dan comienzo a la novela—, y los leales veteranos, arribistas y sinceros
comunistas, Ivan Kondratiev, Artyem Makeyev, Stefan Stern, Maxim Erchov, Kiril
Rublev, el viejo Ryzhik, los cuales, uno tras otro, son detenidos, interrogados
y condenados a muerte. (Sólo a Kondratiev se le indulta y envía a un remoto
puesto en Siberia, gracias a un benévolo capricho arbitrario del “Jefe”, como
se le llama a Stalin en la obra.) Se retratan vidas enteras, cada una de las
cuales podría constituir otra novela. El relato de la detención de Makeyev,
astutamente orquestada mientras asiste a la ópera (al final del capítulo
cuatro), es en sí mismo un cuento digno de Chejov. Y el drama de Makeyev, su
historial, su ascenso al poder (es el gobernador de Kurgansk), su detención
repentina cuando visita Moscú, su reclusión, interrogatorio, confesión, es sólo
una de las tramas desarrolladas en El caso Tuláyev.
Ningún interrogador es uno de los personajes
principales. Entre los secundarios está el epítome narrativo del filocomunista
influyente. En una escena postrera, situada en París, “El profesor Passereau,
célebre en dos hemisferios, Presidente del Congreso para la Defensa de la Cultura”,
le dice a la joven emigrante Xenia Popov, que solicita en vano su intervención
en auxilio del más benévolo de los viejos protagonistas bolcheviques de Serge:
“Guardo un respeto absoluto por la justicia de su país… si Rublev es inocente
el Tribunal Supremo le dispensará su justicia”. En cuanto al epónimo Tuláyev,
el alto cargo gubernamental cuyo asesinato desencadena las detenciones y la
ejecución de los demás, sólo aparece fugazmente al principio de la novela.
Figura allí para ser asesinado.
El Tuláyev de Serge, al menos su asesinato y las
consecuencias de éste, parece aludir evidentemente a Sergei Kirov, el dirigente
de la organización del partido en Leningrado, cuyo asesinato en su oficina el 1
de diciembre de 1934, a manos de un joven afiliado al partido llamado Leon
Nicolayev, fue la excusa de Stalin para los años de masacres que se sucedieron,
lo cual diezmó la afiliación leal del partido y asesinó o mantuvo en el
presidio a millones de ciudadanos comunes durante decenios. Acaso sea difícil no
leer El caso Tuláyev como una novela en clave, si bien Serge
advierte explícitamente contra esa interpretación en una nota preliminar. “Esta
novela —escribe— pertenece al dominio de la narrativa. La verdad que crea el
novelista no puede confundirse, de ningún modo, con la verdad del historiador o
del cronista.” Resulta difícil imaginar a Solzhenitsyn prologando una de sus
novelas sobre Lenin con semejante aviso. Aunque quizás se deba creer en la
palabra de Serge, si tenemos en cuenta que situó su novela en 1939. Las
detenciones y procesos de El caso Tuláyev son sucesores
narrativos, más que síntesis narrativas, de los verdaderos procesos de Moscú de
1936, 1937 y 1938.
Serge no sólo destaca que la verdad del novelista
difiere de la del historiador. Defiende, aquí de modo implícito, la supremacía
de la verdad novelística. Serge había expresado esa pretensión más temeraria en
la carta a Istrati sobre Los hombres en la cárcel: una novela que,
a pesar “del uso ventajoso de la primera persona del singular”, no trata “sobre
mí” y en la que “no quiero apegarme mucho a las cosas que en efecto he
presenciado”. El novelista, continúa Serge, está en busca de “una verdad más
rica y general que la verdad de la observación”. Esa verdad “a veces coincide
casi de modo fotográfico con algo que he visto; a veces difiere en todos los
aspectos”.
Pretender la supremacía de la verdad narrativa es
un venerable lugar común literario (su primera formulación se encuentra en
la Poética de Aristóteles), y en boca de muchos autores parece
fingida e incluso interesada: un consentimiento reivindicado por el novelista
para ser impreciso, parcial o arbitrario. Aseverar que el aserto de Serge nada
tiene que ver con ello equivale a señalar las pruebas de sus novelas, sus
irrefutables sinceridad e inteligencia aplicadas a verdades vividas recreadas
en forma narrativa.
El caso Tuláyev no ha gozado ni
siquiera de un poco de la fama de Oscuridad al mediodía [El
cero y el infinito] (1940) de Koestler, una novela que trata
ostensiblemente el mismo tema, y que asevera lo contrario en cuanto a la
correspondencia de la narrativa con la realidad histórica. “La vida de N. S.
Rubashov es una síntesis de las vidas de un conjunto de hombres víctimas de los
llamados procesos de Moscú”, advierte al lector la nota preliminar de Oscuridad
al mediodía. (Se cree que Rubashov está basado sobre todo en Nicolai
Bujarin, con algo de Karl Radek.) Sin embargo, la síntesis es precisamente la
limitación de esta obra de cámara, la cual es un alegato político y un retrato
psicológico. Se aprecia una época completa a través del prisma del atormentado
confinamiento e interrogatorio de una persona, interpolados con pasajes
memoriosos, retrospectivos. La novela comienza con Rubashov, el ex comisario
del pueblo, arrojado a su celda mientras la puerta se cierra con estrépito, y
termina con el verdugo trayendo las esposas, el descenso a los sótanos del
presidio y la bala en la nuca. (No es insólito que Oscuridad al mediodía fuera
llevada a escena en Broadway.) La revelación de cómo —es
decir, mediante qué argumentos en lugar de la tortura física— se pudo inducir a
Zinoviev, Kamenev, Radek, Bujarin y los otros dirigentes que pertenecían a la
élite bolchevique a confesar los absurdos cargos de traición presentados en su
contra es la historia de Oscuridad al mediodía.
La novela polifónica de Serge, de múltiples
trayectorias, mantiene un punto de vista mucho más complejo del carácter, del
entramado de la política con la vida privada, y de los procedimientos terribles
de la inquisición de Stalin. Su ambición intelectual es mucho más amplia. (Un
ejemplo: el análisis de Rublev de la generación revolucionaria.) De los
detenidos, todos confesarán al final salvo uno —Ryzhik, que permanece
desafiante, prefiere la huelga de hambre y la muerte—, aunque sólo otro se
parece al Rubashov de Koestler: Erchov, al que persuaden de rendir un último
servicio al partido reconociendo que formaba parte de una conspiración para
asesinar a Tuláyev. “Cada hombre tiene un modo de ahogarse”, es el título de
uno de los capítulos.
El caso Tuláyev es una novela mucho
menos convencional que Oscuridad al mediodía y 1984,
cuyos retratos del totalitarismo han demostrado su carácter inolvidable: quizás
porque esas novelas cuentan con un solo protagonista y relatan una sola
historia. No hace falta pensar en la naturaleza heroica del Rubashov de
Koestler o del Winston Smith de Orwell; el hecho mismo de que ambas novelas
sigan a los protagonistas de principio a fin obliga al lector a identificarse
con la víctima arquetípica de la tiranía totalitaria. Si es posible afirmar que
la novela de Serge tiene un héroe, ése, presente sólo en el primer y el último
capítulos, no es una víctima: es Kostia, el verdadero asesino de Tuláyev, del
que nadie sospecha.
El asesinato: el aire huele a muerte. En eso
consiste la historia. Se compra un revólver Colt de un proveedor tenebroso; no
hay motivo, salvo porque es un objeto mágico, de acero negro azulado, y parece potente
oculto en el bolsillo. Un día, el comprador, el insignificante Romachkin, un
alma miserable y también (ante sí mismo) “un hombre puro cuya única
preocupación es la justicia”, camina cerca del muro del Kremlin cuando una
figura de uniforme “que no ostenta insignia alguna, de rostro endurecido,
bigote cerdoso, y sensual de modo inconcebible” asoma, seguido por dos
individuos vestidos de paisano, a unos diez metros de distancia; se detiene
entonces a dos metros para encender su pipa y Romachkin comprende que se le ha
presentado la oportunidad de atentar contra el mismo Stalin (“el Jefe”). No se
atreve. Asqueado de su propia cobardía, le regala el revolver a Kostia, el
cual, en la calle una noche nevada, observa a un hombre robusto en abrigo
forrado de pieles y gorra de astracán con un maletín bajo el brazo saliendo de
un potente automóvil negro que acaba de detenerse frente a una residencia
privada, escucha que su chofer se dirige a él como Camarada Tuláyev —Tuláyev
del Comité Central, advierte Kostia, el de las “deportaciones en masa” y de las
“purgas universitarias”—, lo mira despedir al coche (de hecho, Tuláyev no
pretende entrar a su casa sino seguir andando para cumplir una cita sexual),
momento en el cual, como en un trance, como ausente, el revólver sale del
bolsillo de Kostia. El arma detona: un súbito estruendo en el silencio
absoluto. Tuláyev cae en la acera. Kostia huye por las calles silenciosas y
estrechas.
Serge hace del asesinato de Tuláyev algo casi
involuntario, como la muerte de un desconocido en una playa por la que es
juzgado el protagonista de El extranjero (1942) de Camus. (Es
muy poco probable que Serge, aislado en México, hubiera podido leer la novela
de Camus, publicada clandestinamente en la Francia ocupada, antes de terminar la
propia.) El imperturbable antihéroe de la novela de Camus es una suerte de
víctima, en primer lugar por la ignorancia de sus acciones. En contraste,
Kostia rezuma emoción, y su acte gratuit es a la vez sincero e
irracional: su conciencia de la iniquidad del sistema soviético actúa a
través de él. Sin embargo, la violencia ilimitada del sistema hace que
sea imposible confesar su acción violenta. Cuando, hacia el final de la novela,
Kostia, atormentado por las crecientes injusticias que ha desencadenado su
obra, envía una confesión escrita, sin firma, a Fleischman, fiscal jefe del
caso —y poco antes de que él mismo sea detenido—, éste quema la carta, recoge
las cenizas, las pulveriza bajo el pulgar y, “con tanto alivio como lóbrego
sarcasmo”, se dice a media voz: “El caso Tuláyev está cerrado”. La verdad,
incluso una confesión real, no tiene cabida en el género de tiranía en que se
ha convertido la revolución.
Asesinar a un tirano es una hazaña que acaso
evoca el pasado anarquista de Serge, y Trotski no se equivocaba del todo cuando
acusó a Serge de ser más anarquista que marxista. Pero Serge no respaldó nunca
la violencia anarquista: sus convicciones libertarias fueron las que, muy
pronto, volvieron a Serge anarquista. Su vida militante le procuró una experiencia
profunda de la muerte. La experiencia se manifiesta con más penetración
en Ciudad ganada y sus pasajes de matanzas orgiásticas por
obligación, por necesidad política, si bien la muerte preside todas sus
novelas.
“No nos corresponde a nosotros ser admirables”,
declara la voz de un desconsolado encomio a la insensibilidad revolucionaria,
“Meditación durante un ataque aéreo”, en El nacimiento de nuestra
fuerza. Nosotros los revolucionarios “debemos ser precisos, perspicaces,
fuertes, inflexibles y estar armados: como máquinas”. (Desde luego, Serge está
totalmente entregado, por carácter y convicción, a lo admirable.) El tema
central de Serge es la revolución y la muerte: para forjar la revolución se
debe ser despiadado, se debe aceptar que es inevitable matar al inocente como
al culpable. No hay límites a los sacrificios que puede exigir la revolución.
El sacrificio de los demás; el sacrificio propio. Pues esa hybris,
el sacrifico de muchos otros a la causa revolucionaria, asegura en la práctica que
a la larga la misma violencia despiadada se dirigirá contra los que forjaron la
revolución. En la narrativa de Serge, el revolucionario es, en el sentido
estricto y clásico, una figura trágica: un héroe que hará, y está obligado a
hacer, lo malo; y por ello corteja, y sobrellevará, la pena, el
castigo.
Pero en la mejor narrativa de Serge —éstas son
mucho más que “novelas políticas”— la tragedia de la revolución está situada en
un marco más amplio. Serge se dedica a mostrar el carácter ilógico de la
historia, de los motivos humanos y del curso de las vidas personales, de las
que nunca se puede afirmar que han sido merecidas o inmerecidas. Por
ello, El caso Tuláyev concluye con los destinos contrastantes
de sus dos vidas nimias: Romachkin, el hombre obsesionado con la justicia, a
quien le faltó la valentía o la distracción para matar a Stalin, se ha
convertido en un burócrata estimado (hasta el momento no purgado) en el Estado
del Terror, y Kostia, el asesino de Tuláyev, el hombre que protestó a pesar de
sí mismo, se ha evadido en un humilde empleo agrícola en el lejano oriente de
Rusia, en la futilidad y en un nuevo amor.
La verdad del novelista —a diferencia de la
verdad del historiador— permite la arbitrariedad, el misterio, la falta de
voluntad. La verdad de la narrativa se reabastece: pues hay mucho más que
política y mucho más que el capricho de los sentimientos humanos. La verdad de
la narrativa queda plasmada, como en la mordaz materialidad descriptiva de la
gente y los paisajes de Serge. La verdad de la narrativa muestra aquello para
lo que nunca se hallará consuelo y lo desplaza con una disposición curativa
ante la totalidad de lo finito y cósmico.
“Quiero hacer estallar la luna”, dice la pequeña
al final de “El cuento de la luna perpetua” (1926) de
Pilniak, que recrea en la narración una de las primeras liquidaciones de un
posible rival futuro ordenadas por Stalin (aquí llamado “Número Uno”): el
asesinato, en 1925, del sucesor de Trotski para encabezar el Ejército Rojo,
Mijail Frunze, obligado a someterse a una cirugía innecesaria, y que muere,
como se había previsto, en la mesa de operaciones. (La rendición de Pilniak a
las directivas literarias de Stalin en los treinta no impidieron que le dieran
un tiro en 1938.) En un mundo de crueldad e injusticia insoportables, parece
como si toda la naturaleza debiera rimar con la pesadumbre y la pérdida. Y en
efecto, cuenta Pilniak que la luna, como si respondiese al desafío, desaparece.
“La luna, redonda al igual que la mujer de un mercader, nadó tras las nubes,
fatigada por la persecución.” Pero la luna es perpetua. También la indiferencia
redentora, la amplia visión redentora, la del novelista o del poeta, que no
soslaya la verdad de la reflexión política, más bien nos dice que hay algo más
que política, más, incluso, que historia. La valentía… la indiferencia… la
sensualidad… el mundo vivo de las criaturas… y la piedad, la piedad para todos,
son perpetuas. ~
— Traducción de Aurelio Major
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De LETRAS
LIBRES, 30/junio/2004