REBECA GARCÍA NIETO
Decía un
personaje de Don DeLillo que la verdadera motivación de la
industria editorial es volver a los escritores inofensivos. Camus o Beckett fueron
la horma de nuestra idea de absurdo, Kafka nos mostró que el
terror empieza en casa, pero ahora, se lamenta el protagonista de Mao
II, los escritores apenas influyen en nuestra forma de ver el mundo. De
hecho, en su opinión, ahora son los terroristas los que han ocupado el lugar de
los novelistas, son ellos los que «someten la conciencia humana a sus ataques».
No sé si este personaje tiene razón, pero sí que buena parte de las novelas que
se publican son de fogueo: hacen ruido, pero están huecas, no dicen nada nuevo
y tienen poco impacto, por no decir ninguno, en el mundo real.
Por suerte,
siempre ha habido escritores capaces de incomodar al sistema. En 1947 un
«ciudadano preocupado» alertó al FBI de la existencia de una novela que no era
más que «propaganda para que el hombre blanco aceptase a los negros como sus
iguales». Según el informante, Sangre de rey, de Sinclair
Lewis, era el libro «más incendiario desde La cabaña del tío Tom».
Años antes Lewis había escrito sobre la posibilidad de un gobierno totalitario
en Estados Unidos en Eso no puede pasar aquí. Los agentes del FBI
llegaron a inscribirse en un club de lectura en el que participaba el escritor
para valorar el alcance de la amenaza. Lo contó Herbert Mitgang en
un artículo publicado en The New Yorker en 1987. También contó
que los libros de Steinbeck fueron considerados peligrosos por
los federales porque retrataban una América «extremadamente sórdida y devastada
por la pobreza», cosa que podría ser utilizada indistintamente por los nazis o
los comunistas como propaganda contra América. Según dicho artículo, Ernest
Hemingway, Norman Mailer, William Faulkner, John
Dos Passos, Thomas Wolfe y otros muchos fueron
investigados por el FBI o la CIA como sospechosos de espionaje o actividades
subversivas.
Podríamos
pensar que estas cosas solo pasaban en la época de la «caza de brujas», pero,
según parece, la vieja costumbre de espiar a los escritores no ha desaparecido
del todo. En 1992 otro ciudadano igualmente preocupado puso al FBI sobre la
pista de William T. Vollmann tras leer Fathers and
Crows. La novela transcurre en el siglo xvii cuando los
jesuitas franceses se establecieron en Canadá con la intención de convertir a
los nativos al catolicismo. Una de estas tribus indias —los iroqueses— defendió
su territorio con uñas y dientes. Como contó el propio escritor en un artículo
de Harper’s donde desvelaba los detalles de la investigación
del FBI (1), en su expediente figura que en Fathers and Crows «se
recurre a actividades terroristas y tortura [por parte de los iroqueses] para
expulsar a los misioneros franceses». Los federales prefirieron pensar que el
escritor simpatizaba con el terrorismo en lugar de pensar que simplemente se
mantuvo fiel a los hechos. Pero lo más delirante fue que vieran una conexión
entre las iniciales del libro —FC— y la inscripción que figuraba en los
artefactos explosivos del terrorista más buscado en Estados Unidos durante
años: el Unabomber.
Además de
su supuesto gusto por las escenas a lo Inglourious Basterds, al
FBI le escamó que el señor Vollmann hubiera viajado tanto. Como corresponsal de
guerra, había estado en los Balcanes y otras zonas en conflicto. Antes había
estado en Afganistán. Precisamente el viaje que hizo a este país en 1982, y que
cuenta en An Afghanistan Picture Show, hizo saltar todas las
alarmas. En el FBI pensaron que en aquella época Vollmann podía haber aprendido
a manejar explosivos. La sospecha de los agentes tenía cierta lógica; no
obstante, ¿por qué iba a querer él atentar contra su propio país? Un libro que
transcurre en el siglo xvii en el actual Canadá —cuando los Estados
Unidos ni siquiera existían— no es una prueba muy sólida para acusar a nadie de
antiamericano. Además, se trata de una novela. La ficción es un territorio
sagrado en el que solo debería regir una ley: prohibido prohibir. En cualquier
caso, en el FBI no pensaron lo mismo y siguieron vigilando a Vollmann incluso
después de haber detenido al Unabomber. Así, como cuenta en el artículo
de Harper’s, después de haber sido el «Unabomber Suspect Number
S-2047» pasó a ser sospechoso de los ataques con ántrax perpetrados en Estados
Unidos tras el 11S.
Para
Vollmann, lo más hiriente fue leer los comentarios de los agentes sobre algunos
de los episodios más íntimos, y dolorosos, de su vida: la muerte de dos
compañeros periodistas en la guerra de Bosnia y el drama que vivió su familia
cuando él tenía solo nueve años. Sobre estos hechos escribe en algunos relatos
de El atlas (Pálido Fuego, 2018), un personal recorrido por el
mundo «en el que piensa» el escritor. En el relato «Esa es bonita», el dueño de
una empresa de alquiler de coches en Croacia le reclama al narrador, el único
superviviente de una emboscada, que pague los daños que se han producido en el
vehículo: «Usted tuvo mucha suerte, dijo. Por tanto, debe pagar». La imagen del
narrador con la estimación de daños en la mano, escrita en un idioma que no
entiende, sin saber si reír o llorar, resume a la perfección en qué posición
dejó a Vollmann la muerte de sus compañeros. Más adelante, el protagonista de
«Una visión» trata de elaborar el duelo por estas muertes cuando está bajo los
efectos de unos hongos alucinógenos, tal vez porque ciertos hechos solo pueden
ser encarados de un modo indirecto, sustancias mediante, por refracción.
Vollmann
escribe sobre el drama ocurrido en su infancia en «Bajo la hierba». Sin entrar
en detalles sobre lo ocurrido, cabe pensar que a partir de ese momento «el
mundo se convirtió» para él «en un país extranjero donde ya no había necesidad
de huir ni de volver a casa», como según Vila-Matas escribió Peter
Handke en Lento regreso (2). En el magnífico relato
que da título al libro viajamos de la mano de alguien para quien ya no hay
mundo: «Nada más en ninguna parte nadie», «por todas partes nadie para
siempre», «por todas partes ninguna parte arriba abajo alrededor»… repite como
una letanía. El protagonista viaja en tren recordando a las mujeres que fueron
importantes en su vida y los viajes que hizo en el pasado. Confiesa que «su
mente y su alma han estado demasiadas veces en el extranjero, atrapado en cada
ocasión en nuevas experiencias con las que, al luchar para liberarse o
profundizar aún más en ellas, había enterrado su pasado». Tal vez como el
propio Vollmann.
La búsqueda
de una mujer con intención de salvarla, a menudo en los bajos fondos de la prostitución
y las drogas, es uno de los leitmotivs del libro. Un
periodista norteamericano busca a su esposa, Vanna, entre las prostitutas de
Nom Pen; el propio autor y un fotógrafo rescatan a una prostituta menor de edad
de un burdel en Birmania; el protagonista de «No hay por qué llorar» trata de
proteger a una chica del sida en Tailandia… Al igual que en La familia
real (Pálido Fuego, 2016), Vollmann no escatima en detalles sórdidos;
sin embargo, su mirada no carece de empatía. Se podría decir que mira a las
mujeres de la noche con la mirada de Toulouse-Lautrec. En las
«casas de gozo», Vollmann guarda casi el mismo respeto que guardaría en un
tanatorio. Así, en «Los rifles» habla de «las morgues de mármol y espejos,
iluminadas de azul e insonorizadas que son los locales de sexo».
Más que un
viaje por el mundo, en El atlas Vollmann nos propone un viaje
por el submundo, donde habitan los hombres y las mujeres del subsuelo. Coloca
en el centro del mapa asuntos que habitualmente permanecen en los márgenes, en
la periferia de nuestra conciencia, donde no puedan hacer mella en nosotros. En
sus obras, nos obliga a mirar de frente una realidad que preferimos ver por el
rabillo del ojo: los pobres, los skinheads, los drogadictos, los
pederastas… Mientras otros se sienten fascinados por la estética de la
violencia, Vollmann escribe sobre su ética. En su libro Rising Up and
Rising Down (no publicado en España), se plantea en qué circunstancias
es justificable la violencia, cuándo es aceptable matar y, en ese caso, a cuántas
personas… En ese sentido, es un escritor incómodo (afortunadamente). Pero,
además, es uno de los escritores más libres que he leído. No en vano, una de
sus frases de cabecera fue enunciada por el líder de la secta de Los Asesinos
poco antes de morir: «Nada es verdad, todo está permitido» (3). Esa frase
debería ser el lema de cualquier escritor de ficción; sin embargo, a menudo
pesa más la censura, el political correctness, las convenciones
literarias… Por suerte, Vollmann parece ser inmune a estas restricciones,
muchas veces autoimpuestas. Esa libertad absoluta le permite escribir párrafos
memorables, párrafos que en verdad son agujeros de gusano, de forma que el
lector puede estar en Canadá al principio de un relato y a la frase siguiente
encontrarse en Key West, Florida, para un par de frases después aparecer en
Sarajevo. Al fin y al cabo, como dice el narrador de «El atlas», «bajo nuestros
pies tienen lugar desplazamientos de tierra cuyas leyes nadie conoce».
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(1) «Life as a terrorist – Uncovering my FBI file». Publicado en Harper’s
Magazine en septiembre de 2013.
(2) Aunque
no hay que olvidar que muchas de las citas que aparecen en los libros de
Vila-Matas son falsas.
(3)
Vollmann escribió sobre esta frase en el artículo «Writers can do anything»,
que se publicó en The Atlantic el 16 julio 2014.
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De JOT DOWN, 2018