Borges visitó a
Robert Graves en Deyá, en Mallorca, la isla del Mediterráneo que fue su morada
elegida. Era 1981. Anotó, con crudeza, el poeta no estaba agonizando, sino,
simplemente, muriendo. Agonizar es luchar; morir es otra cosa. Es, simplemente,
eso.
Narra Borges que
a Graves lo rodeaba toda su parentela –hasta un nieto posado en sus rodillas
inmóviles- y algunos peregrinos, “entre ellos, creo, un persa”. Bien de Borges
creer que hay persas en todos lados.
Graves no
hablaba, ni oía, ni veía, “el alma estaba sola”, anotó Borges, totalmente sola
no –acotaré irreverente- tal vez, estaba sola pero con la Diosa Blanca
cercándolo, amparándolo, más plena que nunca.
Ven a mí,
susurraba la Madre a sus oídos partidos que no podían escuchar otra cosa. Ven a
mí, y se mostraba feroz en sus dominios, esos que Graves recorrió con avidez
mejor que ninguno, a unos ojos que sólo podían verla a Ella, y a nadie más.
La tristeza acude
siempre a ciertas citas. Despedirse de la vida es uno de esos momentos. Graves
se estaba muriendo.
Por lo mismo,
porque no hay muerte si no hay vida, porque lo que importa es la vida, porque
si Yeats hubiera estado allí, más allá del dolor (Yeats se estuvo muriendo casi
siempre), hubiera vuelto a sentenciar que la belleza es verdad y la verdad
belleza –una máxima que Robert Graves honró como pocos, por eso la cita era en
Deyá y no en otra parte-, es que Borges cuenta que la mujer del poeta los
despidió de ese encuentro –estaba con María-, desde la puerta del jardín de
nogales de la casa, con estas palabras: ¡Ustedes deben volver! ¡Este es el
Paraíso! (Borges escribió en su texto: You must come back! This is Heaven!)
Graves seguiría
inmóvil, cautivo de la Diosa, cuatro años más. Borges, que volvió a visitarlo
al año, moriría a su vez en 1986. Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo,
uno de los más exquisitos escritores de todos los tiempos, acudiría a la cita
en Ginebra, Suiza, a donde además reposan sus literarios huesos.
Borges no podía
dejar de ser Borges, y de su encuentro con Graves moribundo, no pudo evitarse
dejar su marca, su eterna marca, la que lo volvió inmortal. Escribió, para el
suplemento literario del periódico de Mitre, La Nación, de Buenos Aires, el año
1983: “El lector no habrá olvidado La Diosa Blanca; recordaré el argumento de
uno de sus poemas”.
Como otro alter
ego del mismísimo Pierre Menard de sus ficciones, Borges escribe el mejor
epitafio que jamás un hombre hubiera merecido, y yo lo transcribo aquí, en
homenaje a estos dos seres irrepetibles que llenaron mi vida, como quería
Yeats, de belleza y verdad. Aquí va, en testimonio de fe también para todos mis
muertos:
Alejandro no
muere en Babilonia a la edad de treinta y dos años. Después de una batalla se
pierde y busca su camino por una selva durante muchas noches. Al fin ve las
hogueras de un campamento. Hombres de ojos oblicuos y tez amarilla lo recogen,
lo salvan y finalmente lo alistan en su ejército. Fiel a su suerte de soldado,
sirve en largas campañas por los desiertos de una geografía que ignora. Un día
pagan a la tropa. Reconoce un perfil en una moneda de plata y se dice: Esta es
la medalla que hice acuñar en la victoria de Arbela cuando yo era Alejandro de
Macedonia.
¡Son 108
palabras! ¡Delinean, definen, un mundo y lo celebran de la manera que sólo la
poética puede hacerlo! Conservo el recorte del diario pegado en un cuaderno y
ese fervor me guió, ya, toda una vida, me atrajo a estos cerros, me clamó para
que los sintiese, adentro, como en un espejo, como esa moneda donde Alejandro
se reflejó como un guerrero más, como un poeta más, como un amante feliz y
dichoso de haber asistido, como canta Caetano, a guerras y fiestas inmensas
(escuchar Peter Gast) y sobrevivir, seguir viviendo, sin ser Alejandro, sin
vanidad, sin orgullo, sin otra metáfora que la vida misma, que se vive,
poéticamente, y nada más.
Siempre sentí que
la verdad y la belleza estaban escritas en esas 108 palabras y que no cabía
otra tarea más que honrarlas. Graves nos alertó sobre la devastación y la destrucción
de los ámbitos de lo sagrado, de los santuarios de la poesía, esa pura y dura
que alienta e inspira y reclama la Diosa Blanca. Borges, desde el Sur, supo
entender nuestras desdichas (acabar, aniquilar, arrinconar nuestra poesía
originaria, ¿quién no se conmueve frente a su historia del guerrero y la
cautiva, que son todas nuestras historias desde Alaska hasta la Patagonia,
narrada en su clave, en su cifra, de la manera que sólo Borges pudo hacerlo?) y
embellecerlas y volverlas verdaderas, como nadie.
Pienso, ahora, en
los Ese Ejjas y en todas sus magníficas leyendas de la selva amazónica que los
crió, tan nutrientes y vitales como las que tuvo nuestro pueblo-guía del mundo
occidental, nuestros hermanos los griegos, el pueblo del mismísimo Alejandro.
Pienso también en
los Yámanas, los Yaghanes, o en cómo quieran llamar al pueblo autóctono que
habitó el confín de todos los confines, el sur del sur del mundo, y su idioma
de más de treinta mil palabras, sólo unas 800 palabras para aludir y definir al
viento, a todos los vientos.
Pienso en cómo
los despreció Darwin y todo el conocimiento occidental y me dan ganas de
llorar, de llorar de pie, por toda la poesía que perdimos, por toda esa poética
que se perdió en ese mismo viento, si (acaso) un tipo como Graves los hubiera
conocido, hubiera compartido su saber y su gloria poética y los hubiera
escrito. Pienso en Kusch, nuestro Kusch, cuando habló de no perder nuestro
cordón umbilical con la tierra y con él árbol. Pienso en Man Césped, en
Arguedas y sus ríos profundos, pienso en Quintín Lame…
Buena leche, mi
hermano: Es tiempo que nos demos cuenta que la poesía también habita en
nosotros, los de este lado del mundo, los del Sur del mundo occidental, los
mestizos que pretendemos anular todo un bagaje y una marca poética que no
comprendemos porque nos arrasa esa TV que tanto adoramos, cuando es sólo un
aparatito que podemos acabar con una buena patada.
Es momento de
abrirse al misterio, de seducirse, como lo hizo Borges frente a un Graves que
ya no podía decirle más nada.
The answer, my
friend, is blowing in the wind: Bob Dylan, Dylan Thomas, Yeats, Holderin,
Borges, Robert Graves, los Ese Ejjas, los Yámanas, Alejandro Magno, el Mío Cid,
Lautaro, Calfucurá, la copla, la baguala, el huayno, la vidala, la zamba, el
blues y el rock and roll: Spinetta y Led Zeppelin, Rodolfo Gunther Kusch,
Quintín Lame, todos, juntos, componen y conjugan la canción que deberíamos
estar escuchando a cada rato, y siempre.
Si vos querés, te
lo digo al revés: la respuesta, mi amigo, está flotando en el viento: José
María Arguedas, Mariátegui, Tizón, Calfucurá, los yámanas, los Ese Ejjas, los
Siona (y mi amigo Lobo, que vive y resiste, allá en la selva de Sucumbíos),
Kusch, Quintín Lame, San Martín, Martí, Perón, Evita, Gaitán, Jaime Bateman,
Bob Dylan, Led Zeppelin, The Incredible String Band, Miles Davis, Coltrane,
Piazzola, Marley, Bob Marley, Hendrix, Violeta Parra, el Che Guevara, los
Uturuncos, Haroldo Conti, Fernando Abal Medina, el Negro Sabino Navarro,
Santucho, todos, juntos, componen y conjugan la canción que deberíamos estar
escuchando a cada rato, y siempre.
Desconéctate, viví.
Luchá, sentí.
Borges honra a
Graves moribundo: es uno de los mejores Borges que conozco. Honro a mis
compañeros y a mis amigos muertos, a través de este texto. Que la muerte, que
ahora nos convoca, que las almas que llegarán mañana, recirculen y revivan en
nuestros jóvenes: que ellos sientan que no estamos muertos, que la poesía
tampoco, que todavía cantamos, que la vida y la poesía son lo mismo, que si
queremos cambiar al mundo, sólo hace falta eso: unir vida y poesía en un mismo
lazo, y hacer de la vida, poesía, la poesía vida, como anheló Yeats, como lo
queremos todos los que aún no nos rendimos y no nos rendiremos jamás.
Alejandro no
muere en Babilonia a la edad de treinta y dos años…Alejandro no muere, los yámanas no mueren, Janis
Joplin no muere, no morirán jamás, si no los queremos matar en nuestro
corazón, si no los queremos volver a matar en nuestro espíritu.
Río Abajo, 31 de
octubre de 2016
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Foto: Robert Graves rodeado de cartas de sus lectores
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Foto: Robert Graves rodeado de cartas de sus lectores
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