Primero
encontraron las piernas.
El último viernes
de febrero de 2016, una mañana despejada, Deisy, una de las seguidoras de la
Almita Desconocida, dice en el cementerio que primero aparecieron las
extremidades inferiores dentro de una bolsa negra y luego el resto del cuerpo
“en otra igualita”. El 9 de agosto de 2002, el día que la descubrieron en un
bajío lleno de matorrales, en inmediaciones de la terminal de autobuses de
Yacuiba —una ciudad calurosa del sur de Bolivia, con unos 90,000 habitantes,
que comparte frontera con Argentina—, las calles se llenaron de vecinos
asustados. Habían matado a una niña. La habían carneado como si se tratara de
una vaca. Y se habían encargado de que la encontraran con facilidad. El crimen
tenía la marca del narcotráfico: era un mensaje, una advertencia, una amenaza.
La víctima podía haber sido cualquiera: el abogado, el farmacéutico, la
oficinista, la vendedora de globos, la salchipapera. Pero fue una niña, y una
niña despedazada no se olvida. El abogado, el farmaceútico, la vendedora de
globos, la oficinista o la salchipapera se habrían convertido en noticia caduca
al día siguiente. Pero fue una niña. Una niña cuya identidad nunca se supo a
ciencia cierta y a la que hoy, en Yacuiba, se le rinde culto: el culto a la
Almita Desconocida.
“La Almita es
milagrosa, mucho, pero a veces te da y a veces te quita”, recitaba un
borrachito llamado Jorge unos minutos antes de que Deisy se acomodara en una de
las bancas del cementerio. Jorge había salido de un agujero poco profundo.
Repitió dos o tres veces su apellido, pero no llegué a entenderlo porque
masticaba hoja de coca mientras hablaba, porque apenas movía la mandíbula cada
vez que trataba de armar una frase. Llevaba polera de un equipo de fútbol, un
short con manchas de tierra y unos zapatos que parecían fuera de contexto, que
estaban demasiado limpios. Me dijo que trabajaba como sepulturero. Insistió en
llevarme ante la tumba de la Almita y, una vez allí, tomó una de las botellitas
con alcohol puro que algunos le ofrendan, echó el alcohol en una botella con
agua y se perdió en una de las hileras con nichos.
La tumba de la
Almita Desconocida es mucho más que una tumba: es un pedazo de cemento con la
forma de un ataúd, dentro de un tinglado con el techo cubierto con láminas de
calamina. Está pegada a uno de los muros del cementerio Divina Paz de Yacuiba y
hasta allí van quienes consideran que la víctima de un asesinato a sangre fría
es capaz de atraer la buena suerte y brindar protección a sus familiares.
Tras encender un
manojo de velas blancas, prender en su honor tres cigarrillos y fumarse uno de
ellos, Deisy dice que preferiría que no mencionáramos su apellido. El anonimato
aquí es como un santo y seña. Quizás porque se rumorea que algunos de los
devotos más antiguos de la Almita Desconocida son narcotraficantes, sicarios y
contrabandistas. Aunque es difícil rastrear su inicio, el rumor pudo haber
comenzado cuando una vendedora de refrescos que conversó sobre este tema en
2012 con un reportero argentino del periódico Clarín sostuvo
que no es ningún secreto la presencia de esas personas en el cementerio, que
vienen para solicitar protección, sobre todo los lunes, cuando el sol se
esconde.
Deisy se marcha
resguardada por una sombrilla y Jorge vuelve a salir de su hoyo y se acerca
haciendo gestos extraños, como si fuera un títere en manos de un inexperto.
—Estoy cavando,
pero aún no sé quién es el muerto —dice, y muestra unas encías verdiamarillas
cuando se ríe—. El muerto no está muerto todavía. El muerto soy yo.
Son las nueve y
media de la mañana y frente a la Almita hay ya dos macetas nuevas, ocho
cigarrillos soltando humo y cuatro personas que rezan.
La Almita podría
haber sido la hija de cualquiera de ellas
***
Enterraron sus
restos sin identificarla.
En el hotel París
de Yacuiba, sentado a una mesa redonda, tras pedir “café para todos” a uno de
los empleados, junto a una radio en la que suele escuchar las últimas noticias,
Francisco Reynoso, el dueño del alojamiento, dice que la Almita, “al parecer,
era muy jovencita”, que la mataron con saña, que nunca apareció su cabeza.
—Sus restos los
metieron en un ataúd y los llevaron desde la morgue hasta el cementerio. Los
enterraron sin identificar: sin nombre ni apellidos. Eso nos conmovió a todos.
Y comenzó a llegar gente a ponerle velas y flores.
Francisco
Reynoso, más conocido como Pancho, tiene 67 años, las cejas pobladas, una
prominente calva y voz aguardentosa y grave. Viste una camisa de manga corta
con cuadros y los primeros botones abiertos, guarda una llave de hotel en su bolsillo
izquierdo y dice que Yacuiba ha cambiado, pero que a pesar de lo que le pasó a
la Almita no podría decirse que sea una ciudad violenta, que crímenes no hay
demasiados. Según Reynoso, en 1968 Yacuiba tenía 14,000 habitantes y la mayoría
subsistía gracias a las labores agrícolas. Por aquel entonces, las calles eran
de tierra. Un hombre que manejaba una máquina para hacer hielo proveía de
energía eléctrica a algunas viviendas hasta las once de la noche; a partir de
esa hora “había que arreglárselas con lámparas a querosén y mecheros”. En 1976
había ya 25,000 habitantes, y empezaron a llegar migrantes de otras ciudades:
de Oruro, Santa Cruz, Sucre, La Paz, Cochabamba, Potosí, Tarija.
—El pueblo
progresó y el progreso, como ocurre siempre, trajo bienestar y perjuicio —dice
el dueño del hotel París.
En 1991 fue el
despegue definitivo.
—Entró mucha
plata de los argentinos. Se construyeron centros comerciales y se crearon
fuentes de trabajo de la mano de las petroleras.
Y en 2002
asesinaron a la Almita Desconocida.
Por aquel
entonces, ya se sentían los efectos de la presencia de grupos ligados al
narcotráfico: en 2001, hubo un promedio de más de 12 homicidios por cada
100,000 habitantes; el promedio subió a 13.6 en 2004; en 2011, la zozobra se
instaló en algunos barrios de la periferia, los intentos de homicidio se
multiplicaron y la ciudad apacible que relata Francisco Reynoso parecía no
serlo tanto. Y ese mismo año el periódico El Tribuno de Salta,
la provincia argentina al otro lado de la frontera, catalogó a Yacuiba como uno
de los lugares más peligrosos de Bolivia. A pesar de la mala prensa, cuando se
camina por sus avenidas no se siente ninguna sensación de riesgo. Las
construcciones son bajas, de una o dos alturas. Sus calles más emblemáticas
están protegidas por arcos que regalan un poco de sombra. Y los vecinos todavía
se saludan cuando coinciden en la puerta de un banco o en el mercado. El
problema, según Reynoso, siempre ha sido la frontera. Los casi 40 kilómetros
que hay de frontera alrededor de Yacuiba son una mera formalidad: una línea
imaginaria traspasada a diario por los contrabandistas, además de la puerta de
entrada de la mayor parte de la cocaína que circula por Argentina.
Aquí, en Yacuiba,
hay quienes piensan que entre los narcos locales algunos se encomiendan a la
Almita Desconocida antes de transportar un alijo importante. Pero a pesar de su
fama, y trece años después del asesinato que la hizo protagonista de una
devoción, su historia es aún una gran incógnita.
Algunos dicen que
tenía 12 años; otros, que 13, 14, 15 o 16. Se cree que era una “mula”, una
“tragona” que había atiborrado su estómago de cápsulas rellenas con cocaína.
Algunos sostienen que fue víctima de un ajuste de cuentas, que la cortaron por
venganza con una motosierra. Otros, que la interceptaron los sicarios de un
grupo rival para hacerse con la droga que llevaba en los intestinos. Y no
faltan los que aseguran que su cuerpo fue cercenado por un psicópata
transfronterizo.
Hasta el momento,
lo único cierto es que la encontraron muy cerca de las vías del ferrocarril y
de la terminal de autobuses, dentro de bolsas de nailon, cortada en partes
—primero encontraron las partes del tronco hacia abajo y, después, las partes
del tronco hacia arriba—. Hasta el momento, lo único cierto y comprobable es
que su tumba está repleta de plaquetas de agradecimiento.
***
Almita
Desconocida
No sé ni quién fuiste
ni quién eres, ni cómo
te fuiste de este mundo.
Pero gracias de todo corazón
por los deseos concedidos
No sé ni quién fuiste
ni quién eres, ni cómo
te fuiste de este mundo.
Pero gracias de todo corazón
por los deseos concedidos
***
La placa tiene
una fecha: 17 de enero; una firma compartida: Edu y Panchis; y un año a medio
grabar que parece ser 2008. A su lado, hay decenas de inscripciones similares:
“Gracias, Almita
Desconocida, por los milagros recibidos y por recibir”, “Gracias por los
milagros concedidos y por concebir”, “Acudí a ti en un momento difícil, me
recibiste y me ayudaste. Gracias te doy de corazón”. Algunos mensajes parecen
cifrados: “Gracias por los favores obtenidos y por otros que vendrán. M + M =
Y. Yacuiba, noviembre de 2012”. Algunas plaquetas tienen forma de Biblia y
otras están adornadas con vírgenes, rosas o espigas. En mitad de todas hay un
reloj de pared que siempre marca la misma hora: las seis y media. También hay
un tacho metálico para la basura, varias bancas de piedra y un par de jarras de
cerámica que fueron donadas por los Oropeza, una familia de emprendedores que
cree que la Almita es responsable de la buena marcha de su restaurante. Cada
jarra está repleta de hojas de papel, dobladas: hojas de color blanco, hojas
cuadriculadas, hojas con el borde semirraído. Y cada una de las hojas suma un
pedido relacionado con la salud, el amor, la venganza, la desesperación o el
dinero.
—Aquí vienen
hasta colegiales con sus libretas de notas para no repetir curso —dice Juan
Casazola, el empleado más antiguo del cementerio, un tipo canoso de 70 años con
algo de barba, un lunar en cada moflete y abundante cabello, un hombre con
dolencias varias, que sueña con una jubilación que no llega porque alguien se
confundió al poner su fecha de nacimiento en el carnet de identidad, que mata
el tiempo esperando muertos.
Aquí Casazola
hace de todo: vigila, es panteonero, orienta a los vivos y organiza entierros,
y de vez en cuando hace memoria para contradecir a los que aseguran que la
Almita era un pedazo de carne sin cabeza, un personaje siniestro, como de
novela negra.
—Sus restos
habían sido mordidos por los perros y ya no había intestinos, eso sí, pero la
cabeza estaba, claro que estaba, aunque en mal estado —recuerda Casazola.
Luego me dice que
el entierro fue a principios de agosto de 2002 y que tuvo dos actos. Primero,
él mismo sepultó el contenido de una de las bolsas: las piernas. Aquel día
—según él—, una señora que decía que la Almita era su hija desaparecida se
preocupó de los detalles del cortejo fúnebre —sin saber que semanas más tarde
su hija aparecería viva—. El periódico El Deber de Santa Cruz
de la Sierra dio cuenta además de una escena surrealista, protagonizada por
padres cariacontecidos que iban en procesión al cementerio con zapatos en la
mano para ver si el tamaño de los pies de la joven asesinada coincidía con el
de los pies de sus hijas perdidas. Y media semana después del primer hallazgo
apareció la segunda bolsa con la otra mitad del cuerpo. Casazola desenterró el
cadáver y se esmeró por armar bien todas las piezas, como si fuera un niño
ansioso por resolver correctamente un rompecabezas.
Entre los devotos
de la Almita Desconocida hay comerciantes, licenciados, empresarios y
desempleados. Algunos de ellos vienen con muletas o en silla de ruedas. Y
también hay vagabundos y ladronzuelos. Casazola dice que algunos se roban las
placas, los cigarrillos, las botellitas de alcohol y hasta el agua de los
floreros. Después, me muestra las cadenas que protegen algunos de los adornos. Y
luego se ofende cuando le recuerdo que algunos le dicen pichicatera (drogadicta).
—Eso es mentira.
A ella la mataron de muy mala manera. Pero, por Dios, era una niña. ¿Qué mal
podía haber hecho? Que Dios castigue a los que se burlan de ella. Nosotros no
sabemos lo que le pasó. No deberíamos ser ni juez ni parte.
***
Yo no puedo
negarle a nadie una misa.
A pocas cuadras
de la plaza principal, en la parroquia de San Pedro de Yacuiba, en una
habitación situada tras un mostrador muy similar a los de las oficinas de
correos, el padre Victorio da Silva —50 años, cuerpo macizo como el de un pívot
de baloncesto— dice con voz de tenor que él únicamente rechaza misas en honor a
la Santa Muerte, que no puede negarle misa a nadie más, ni siquiera a la Almita.
—Aquí casi todos
los días viene alguien a hacer anotar misa por ella. Cuando llegué a Yacuiba,
pensaba que la gente era muy misericordiosa y quería pedir por todas las
almitas que fueron sepultadas sin que nadie las reconociera. Pero luego me
contaron la historia del cementerio y me di cuenta de que esas misas por La
Desconocida eran para esa jovencita que asesinaron años atrás, para una sola
almita. Acá nosotros no tenemos prejuicios. Estamos hablando de una difunta muy
querida por muchos. Y mientras no me pidan un altar para ella en la iglesia no
me hago problema.
El cura ríe y
señala hacia un turril enorme con agua bendita.
—Los que vienen a
la parroquia también se llevan mucha agüita de ésta. Acá la fe se mezcla con el
paganismo y eso provoca devociones extrañas.
En Bolivia, los
altares semiclandestinos están a la orden del día, y las creencias, a menudo,
están salpicadas de cierto exotismo. En Vallegrande, las “Viudas del Che” le
suelen hablar a la fotografía del revolucionario para que las cuide y las
acompañe. En el reducto cocalero donde se hizo fuerte Evo Morales antes de ser
presidente, un curandero que leía cartas y vestía de forma impecable cuando
estaba vivo ahora es conocido popularmente como San Jailón —término utilizado
para definir a un sector adinerado de la población que presume de su condición
económica—, y es venerado, sobre todo, por gente con vínculos con el
narcotráfico. En el cementerio General de Tarija, los “favores” son concedidos
por dos asaltantes que fueron ajusticiados en 1978. Y en una habitación de La
Paz forrada con papel de periódico hay más de una docena de calaveritas
“milagrosas” que tienen tantos “clientes” como una buena carnicería.
—La mentalidad
mágica y supersticiosa es apabullante —dice Da Silva—. Y es casi imposible
luchar contra eso.
***
Que levante la
mano el que no sea narcotraficante.
En la parroquia
San José de Pocitos, situada en una plaza muy cerca de la frontera, otro cura,
Anselmo Alfaro —30 años, ojos marrones, facciones andinas—, habla del carácter
de uno de los sacerdotes que le precedieron:
—Fue hace tiempo.
Cuentan que un día que estaba muy cansado por tantas cosas malas que ocurrían
se paró en la prédica y les dijo a los feligreses algunas barbaridades: “A ver,
que levante la mano el que no sea narcotraficante. Aquí está oliendo a azufre…”
Anselmo Alfaro
dice que no sabe si levantaron la mano muchos. Tampoco sabe con exactitud lo
que pasaba antes en barrios como Pocitos. Y reconoce que hace tres años —cuando
se instaló en la zona— tenía miedo.
—Por las cosas
que había leído. Por lo que había escuchado. Asaltos, narcotráfico, ajustes de
cuentas. Pero luego conocí a la gente y vi que no era para tanto. Claro, uno
escucha comentarios, sí. Y a veces, por la falta de empleo, algunas personas
caen en lo ilícito.
Cuando le
pregunto si entre los devotos de la Almita Desconocida hay “narcos” y
contrabandistas, duda:
—Por lo que yo
sé, los seguidores de la Almita piden por sus negocios y por sus familias, por
esas cosas. La mayoría acá es gente muy sana. Es lo que podría decirte.
La realidad, en
ocasiones, lo contradice: “Mata a su madre con 18 puñaladas” (El Deber,
septiembre de 2015), “Asesinan a un joven en pleno día con seis balas” (Correo
del Sur, febrero de 2015), “Hija contrata a dos sicarios para matar a su
padre” (El País, octubre de 2014), “Planificaron un triple homicidio
para quedarse con un cargamento de droga (La Nación, marzo de 2013),
“Acribillaron de 18 balazos a un joven” (El Tribuno, enero de 2013),
“Prenden fuego a un periodista boliviano” (Diario Correo, octubre de
2012), “Yacuiba, tierra de nadie” (Diario Andaluz, septiembre de 2012),
dicen los titulares, todos en relación a esta ciudad que, por periodos, es como
un dragón que duerme.
***
El día de su
aniversario le llevan mariachis y tortas.
La farmacéutica
Ana María Andrade tiene 59 años y no es de Yacuiba, pero ya lleva más de 20
años viviendo en el barrio de Pocitos, donde la conocen como doña Victoria.
—Me dicen
Victoria por mi madre. Así se llamaba ella.
Son las doce
menos diez de una mañana soleada. Ana María tiene la pinta de una empleada
antigua de un ministerio —lentes elegantes, blusa floreada— y lleva varios
minutos suspirando y poniendo inyecciones en la trastienda de su farmacia.
—En esta época
hay mucho enfermo por culpa de los mosquitos. Pero hoy todos han llorado con
los inyectables —se queja.
Ana María habla
con una voz quebradiza (como si te contara un secreto) y cree fervientemente en
los “poderes” de la Almita. Se escapa a su tumba cada vez que puede y, pese a
que está rodeada de medicamentos, suele pedirle por su salud y la de los suyos.
—Si vas con fe,
todo te cumple —asegura—. Ella fue una mártir y es muy milagrosa. El 9 de
agosto es su aniversario. Ese día su tumba se llena de gente y le llevan trago,
tortas grandes y pequeñas y hasta mariachis para dedicarle una serenata.
Según Ana María,
en Pocitos hay decenas de seguidores de “la descuartizada”.
Y, también,
atracos.
—Yo me suelo
recoger temprano, digamos que a las ocho o nueve, porque a partir de la una o
dos de la madrugada es mejor no estar en la calle. Hay que cuidarse. Aquí es
mejor no ver ni escuchar nada.
Aquí es mejor
decir, aunque te pregunten, que no has visto ni escuchado nada.
***
Tenía la pintura
de uñas intacta.
El mercado
central de Pocitos se instala todos los sábados en una vía ancha que de lunes a
viernes amanece repleta de camiones que quieren cruzar a la Argentina y es una
sucesión de toldos y plásticos transparentes o verdiazulados; una seguidilla de
carteles y precios; un bazar lleno de objetos —frazadas, dvd, poleras,
carteras, cafeteras, sandalias, juguetes—; y una sucesión de comercios con
rejas metálicas. Al final del mercadillo hay un puente y un río estrecho de
aguas marrones; al frente del puente, una aduana y la población argentina más
cercana: Salvador Mazza. Donde empiezan los primeros puestos de venta, dentro de
una galería comercial, Mery Chavarría, una mujer de mediana edad que vende
disfraces, máscaras y objetos de cotillón, dice que, cuando la encontraron, la
Almita tenía la pintura de uñas intacta. Que eso significa que no llevaba
muchas horas muerta. Por la noche, Franco Centellas, un periodista de 40 años
que trabajó durante una temporada como taxista, repite una de las versiones más
difundidas de la historia: “La mataron por un asunto de drogas”. Él está
convencido de que los que empezaron a rendirle culto eran delincuentes. Y dice
que por los caminos que atraviesan la frontera pasa de todo, hasta pasta base.
Según Centellas, el último caso sonado fue el de las narcocisternas, involucró
a varios vehículos de la empresa boliviana Creta SRL en 2015 y acabó con la
detención de José Luis Sejas, su dueño, por tráfico de cocaína.
Cuando trabajaba
como taxista, Centellas llevaba a veces a sus clientes hasta el cementerio,
hasta la tumba de La Desconocida.
—Uno de ellos era
el dueño de un restaurante. Otros no sé a qué se dedicaban.
Por aquel
entonces, otra visita asidua de cierto tipo de clientela era a una suerte de
brujo que se encargaba de que los gendarmes no detectaran la droga en la
frontera.
—Y decían que les
funcionaba, oye.
Durante la
temporada seca, la cocaína suele pasar a Argentina en avionetas. Y durante la
de lluvia, el narco recurre al tráfico hormiga: introduce la droga a través de
caminos secundarios que nadie vigila, echando mano de jóvenes que viven en los
barrios próximos a la frontera.
***
La mataron por un
ajuste de cuentas.
Después de
lamentar los estragos de un vendaval que hizo caer más de 200 árboles hace
algunos días, un taxista con polera azul sin mangas, los brazos gordos y mirada
esquiva, dice mientras conduce hacia el centro de Yacuiba que es cierto que a
la Almita la mataron por un ajuste de cuentas, que él andaba entonces metido en
cosas de ésas y que conoce. Después me pregunta a qué me dedico. Cuando le digo
que soy periodista, me mira desconfiado, y no vuelve a mencionar nada acerca de
la Almita en todo el trayecto.
***
Antes de
descuartizarla, la torturaron.
En un condominio
de Yacuiba situado en una calle donde antes había una morgue, en un despacho
prolijo, el columnista Esteban Farfán, un polémico personaje de nariz ancha y
40 años que no se calla nada, dice que a la Almita, antes de descuartizarla, la
torturaron, que lo suyo fue seguramente por algún pleito entre bandas.
—Así eran los
crímenes aquí hasta hace algún tiempo, como en México.
Según Farfán, la
violencia se nota más en determinados círculos, en las zonas rojas, en lugares
como Pocitos, África o Barrio Nuevo en Yacuiba, o el Sector 5 en Salvador
Mazza, en la Argentina. Y casi siempre tiene que ver con el narcotráfico.
—A un muchacho de
unos 27 o 28 años que comenzó vendiendo sándwiches en una esquina, que se hizo
millonario enseguida, que tenía una cancha de fútbol muy linda y muy bien
iluminada, lo asesinaron muy cerca de la plaza principal de la ciudad con un arma
automática. Y pasó algo parecido con una señora que también apostó por la plata
fácil. A ella la balearon mientras lavaba su camioneta —cuenta con el tono
sosegado de un profesor, como si estuviera habituado a reconstruir escenas como
éstas en su cabeza.
Él se apellidaba
Soliz. Ella se llamaba Felicidad.
—Pero hace mucho
que no sabemos de ajustes de cuentas —añade.
En otra época,
Yacuiba vivía en permanente duelo. A finales de agosto de 2010, el periodista
César Esteves le dijo al diario Los Tiempos de Cochabamba que
los muertos por ajustes de cuentas a menudo permanecían en el anonimato, e
insinuó que a los medios sólo se filtraban los casos sonados. Por aquel
entonces, Esteves, que se hacía cargo del área de seguridad del periódico local El
Chaqueño, también recordaba que, en ocasiones, las fotografías de los
baleados eran tan crudas que prefería no publicarlas.
***
Podría ser tu
hija, nieta, hermana, prima…
Junto a la tumba
de la Almita Desconocida, sobre una gran urna de cristal cerrada, hay un afiche
con los datos de una joven desaparecida: “Dayanna Algarañaz Hurtado.
Desaparecida desde el sábado 20/06/2015. Piel canela. Edad: 20 años. Podría ser
tu hija, nieta, hermana, prima…” El anuncio viene acompañado de dos fotografías
de medio cuerpo, a color, y de un par de números de celular de miembros de su
familia.
Por teléfono su
padre dice que desapareció en la ciudad de Santa Cruz. Que aún no tienen pistas
sobre su paradero. Que imprimeron 20,000 volantes para intensificar la
búsqueda. Que un amigo les aconsejó colocar uno acá para que la Almita les
colabore.
***
A mí me concede
todo lo que le pido.
El cementerio
Divina Paz de Yacuiba es más conocido como San Gerónimo por los vecinos. Tiene
un muro alto para evitar los robos nocturnos, un vigilante con sueldo de la
Alcaldía y un horario estricto de atención al público: de ocho a doce en la
mañana y de tres a siete por la tarde. Pero no siempre fue un fortín apacible
rodeado de árboles. Cuando lo fundaron su perímetro era resguardado únicamente
por alambre que no resguardaba nada. En cuanto la Almita ganó adeptos, la
peregrinación de borrachos se hizo constante, y muchos de ellos se quedaban
junto a su tumba hasta la madrugada. Poco a poco, los nichos le fueron ganando
terreno a los espacios vacíos. Se construyó el muro y, así, el cementerio se
volvió más seguro. La tumba de La Desconocida empezó a recibir gente todos los
días y algunos devotos se organizaron para rendirle tributo los lunes: día de
las ánimas según el cristianismo.
Son las tres y
diez de la tarde del primer lunes de marzo y un hombre con un ramo de flores en
cada mano se inquieta y comienza a lanzar exabruptos sin destinatario fijo:
—Viene uno a las
tres y esto aún está cerrado. ¡Váyanse a la mierda! —grita.
Veinte minutos
después, la tumba de la Almita Desconocida está sitiada por sus seguidores. Una
mujer echa un chorrito de alcohol puro donde la enterraron y luego se frota los
brazos con el alcohol. Otra espolvorea el cemento con hoja de coca. Tres
transportistas que beben vino en vasos de plástico recuerdan a un cuarto que
hizo fortuna tras armar un altar en su casa con una fotografía de este rincón
del cementerio. Dos mujeres con delantal se plantan frente a algunas de las
plaquetas de agradecimiento y rezan, y luego una de ellas dice que la Almita
castiga a los que dejan de visitarla. Una señora me explica el significado de
las velas de colores: “Las rojas son para no enfermarse y las azules, para los
estudios”. Un hombre mayor con un tatuaje que dice “Lalo” recuerda la historia
de un tipo que sobrevivió a un accidente gracias a La Desconocida.
Erlinda Flores es
enfermera, y comparte una cerveza con una amiga frente a un repositorio de
velas. Lleva una blusa púrpura, zapatos morados y aretes a juego. Tiene 30 años
y dice que todo el fenómeno en torno a la Almita empezó después de que a la
señora que organizó su entierro, “una vendedora de chanchos del mercado
campesino que tenía muchos hijos, escalonados, como zampoñitas”, le cambiara la
vida.
—Unos meses
después del entierro, la señora dejó de vender en el mercado y parece que
reunió un buen capital. Porque luego mandó a una hija a España. A otros, la
Almita les hace ver cosas en sueños. Y yo le hablo.
Erlinda le ha
contado a la Almita toda su vida: cómo fracasó con sus primeras parejas, cómo
sufrió cuando quedó embarazada en la adolescencia, lo sola que se sentía cada
vez que sus planes no funcionaban. Le ha pedido castigo para los hombres que la
abandonaron y protección para sus cuatro hijos. Y trata de venir cada lunes
para que no se enfade.
—A mí me concede
todo lo que le pido —dice—. Cuando vivía de alquiler sufría porque los caseros
llamaban la atención a mis niños y ahora ya tenemos un espacio propio y no
tengo que aguantar a nadie. Mi nueva pareja es un amor de gente. Y a mi hija,
cuando tenía ocho años la Almita le salvó la vida, un día que se metió una gasa
por la nariz mientras estaba jugando. Tenían que operarle de emergencia muy
lejos de aquí, en la ciudad de Santa Cruz, un otorrino, y de repente apareció
un amigo con su auto, de la nada, y me la llevó hasta el hospital a cambio de
la gasolina. Luego, yo perdí mi trabajo y la Almita me consiguió otrito.
Siempre ha sido buena conmigo.
En 2008, en
Salvador Mazza —la ciudad argentina al otro lado de la frontera— apareció un
cadáver con una historia muy similar al de La Desconocida. La muerta tenía 16
años y también la abandonaron cerca de un vía férrea. La habían violado,
torturado, le habían extraído las vísceras, la habían cortado en pedazos y
habían arrojado sus despojos a un pozo ciego. Gracias a la ropa —una pollera de
jean azul y una musculosa clara— y a una cicatriz que su madre reconoció en la
pierna izquierda, se supo que la víctima se llamaba Fernanda Ruiz, y aunque el
crimen se consideró el más cruel de la historia de la provincia, la víctima no
generó devociones en el cementerio local. Quizás porque es más fácil compartir
las aflicciones con un cuerpo sin nombre y sin apellidos.
En el cementerio
de Yacuiba, la gente le habla a la Almita en voz muy baja, entre susurros. Los
arreglos florales que le dejan cuestan menos de un dólar. La última novedad son
unas estampitas en blanco y negro, con una breve oración, que diseña un devoto
y que le permiten ganar un poco de plata extra en sus ratos libres.
__
De GATOPARDO,
2016
Fotografía de
Patricio Crooker
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