Descubridores.
Aventureros. Exploradores. El afán del hombre por conocer territorios remotos e
inexplorados existe desde muy antiguo. Se trata de una consecuencia lógica de
la curiosidad y la inquietud de los humanos por acercarnos a lo desconocido. La
necesidad de abandonar el sedentarismo y escapar de casa en busca de nuevos
territorios, gentes y culturas se ha potenciado en las últimas décadas gracias
a la proliferación de las compañías aéreas de bajo coste y el aumento de la
oferta hotelera. Hoy en día, visitar alguna capital europea para pasar unos
días de vacaciones, un puente o un fin de semana está al alcance de muchos.
Bruselas, Lisboa, Berlín, Praga. Pero existe también otra Europa. Una Europa
menos conocida y visitada. Una Europa oculta que mantiene la esencia primigenia
que nos impulsa al viaje; una necesidad casi fisiológica que nada tiene que ver
con el esnobismo o la tendencia, sino con la búsqueda de los hallazgos. Algo
que sin duda ha influido a la hora de elegir los cinco destinos que recorre este
texto. Un viaje a lo largo del cual visitaremos ciudades cargadas de esencia y
goticisimo, de bruma y de misterio, de historia y de vidas al límite, de
supervivencia y autenticidad. Urbes alejadas de los parques de atracciones
turísticos en que se han convertido Roma, Londres, París o Barcelona.
Annecy (Francia)
Suele elogiarse
con entusiasmo la belleza de lugares como Brujas, Praga o Siena. Ciudades
históricas y monumentales que, de tan bien conservadas, parecen un decorado
erigido en medio del desierto; una composición ficticia donde los turistas,
atraídos por la fuerza de la estética, se convierten en una masa densa que todo
lo inunda. Annecy, sin embargo, alberga en sus viejas calles la verdadera
esencia de un pasado que, afortunadamente, nunca pudo escapar de su núcleo
urbano. En consecuencia, su casco antiguo parece un mercado medieval gigante y
permanente donde el carnicero, el panadero y el mesonero no interpretan otro
papel que el de sus propias vidas. Annecy no es pues una ciudad histórica, sino
una suerte de máquina del tiempo.
La localidad está
situada en un enclave maravilloso; a los pies de un lago de aguas turquesa y
muy cerca de las primeras estribaciones alpinas, lo que dota al entorno de esa
tonalidad verde botella cuyo pigmento sólo se encuentra cerca de las montañas.
En mi caso, el descubrimiento de Annecy fue pura casualidad; una tormenta
terrible me expulsó de Chamonix, a los pies del Montblanc, y me obligó a buscar
refugio en alguna ciudad de tamaño medio en la región del Ródano-Alpes. En
cualquier caso, merece la pena desviarse para visitarla, pues Annecy es uno de
los destinos más pintorescos de Europa. Y no sólo por su geografía, sus
monumentos o su red de canales (que la han llevado a ser conocida como la
Venecia francesa -en muchos países hay una Venecia nacional y en algunos casos
la comparación es un insulto-), sino también porque es un verdadero ejemplo de Vieille
Ville: con su Rue Sainte-Claire y sus arcadas, su château y
su catedral, sus puentes de época y sus viejos edificios engalanados con
geranios. Una villa que, a diferencia de la mayoría de ciudades medievales
europeas, rezuma autenticidad.
Tallin (Estonia)
Aun a sabiendas
de que la ciudad de Tallin es una capital monumental, con sus murallas y
sus tejados rojos y sus iglesias ortodoxas y luteranas, uno espera que exista
en su casco histórico algún vestigio comunista, algún bloque gris de edificios,
alguna plaza cuadriculada y racionalista de grandes dimensiones que recuerde el
pasado soviético de la ciudad. Sin embargo, lo que el viajero encuentra es una
ciudad muy bien restaurada donde coexisten dos elementos que la hacen peculiar,
a saber: el clima y la influencia eslava; una pureza nacional que la diferencia
de ciudades como Brujas, Amberes o Gante. Destaca en el centro histórico la
antigua la Plaza del Ayuntamiento. En ella el edificio comunal actúa como foco
de atención y punto de fuga. No hay nada más en el espacio central; los cafés,
bares y restaurantes se encuentran en los bajos de los edificios que forman su
contorno, donde, además, permanece a pleno funcionamiento la farmacia más vieja
de Europa.
Tallin está
dividida en dos partes; la ciudad baja, con la plaza del Ayuntamiento como
epicentro, y la ciudad alta (sobre la colina de Toompea), donde se ubican las
dos catedrales y el parlamento. A esta parte se accede por dos calles
empedradas (conocidas como la pierna corta y la pierna larga) que merece la
pena ascender. Desde el mirador se puede contemplar esta capital de tejados
exangües y piedras ancestrales. Y también el horizonte brumoso sobre cuyo
primer plano caen copos de nieve en una suerte de baile ancestral. La
ciudad vieja, con su trazado gótico, te obliga a perderte entre sus casas
nórdicas de tres pisos, sus iglesias y sus palacios. Pasear por el casco
antiguo de Tallin en un viaje sin rumbo es quizá lo más indicado para empaparse
de su esencia. En él se encuentra uno de los monumentos más peculiares de la
ciudad: la casi desconocida iglesia ucraniana. Se trata de un templo que suele
aparecer en las guías y sin embargo no resulta fácil de hallar, pues está
escondido en el patio de una antigua casona señorial. En su recoleto interior,
destaca un original iconostasio de madera que aglutina toda la atención del espacio.
Cada vez que recuerdo la voz del pope amortiguada por los revestimientos de
madera, me viene a la memoria un sentimiento extraño e introspectivo que
concentra con precisión los misterios que esconde la ciudad.
Ginebra (Suiza)
A los pies del
Lago Leman se levanta la capital intelectual de Suiza; una ciudad que no puede
escapar de la mirada inquisitiva del Mont Blanc, cuya cumbre nevada
vigila el lago desde una distancia de setenta kilómetros. Jorge Luis Borges
dijo de ella que “de todas las ciudades del mundo, de todas las patrias íntimas
a las que un hombre aspira hacerse acreedor en el transcurso de sus viajes, es
Ginebra la que me parece la más propicia a la felicidad.” De hecho, el gran
poeta argentino se retiró a ella para disfrutar sus últimos años. Lo cual tiene
mucho sentido si tenemos en cuenta que la ciudad fue elegida por varios autores
como centro espiritual del romanticismo. Veamos: a la Villa Diodati, propiedad
del poeta Lord Byron, acudieron durante el verano de 1816 personajes como Percy
Shelley, Polidori, Clara Clairmont o Mary Shelley. En ella, como afirma William
Ospina en su obra “El año del verano que nunca llegó”, se gestaron creaciones
literarias trascendentales, como la figura del vampiro o la del monstruo Frankenstein.
El lago Leman y su entorno se han mostrado siempre como un lugar cargado de
misterio y pesadillas góticas. Y esa esencia romántica plagada de
contradicciones; oscura y pacífica, tenebrosa y feliz, se palpa nada más llegar
a la capital de cantón francófono.
La ciudad vieja,
llena de edificios del gótico tardío, se asienta sobre una colina en la orilla
izquierda del lago. Toda la actividad de la parte baja de la ciudad está
condicionada por el Leman y su chorro gigante de agua, que actúa como escultura
natural o monumento. Es en esta zona donde podemos contemplar algunos
contrastes que marcan la idiosincrasia suiza, pues en ella se encuentran la
mayoría de entidades bancarias. Ginebra cuenta con un sinfín de bancos donde la
gente entra a depositar o retirar dinero mientras arrastra maletas con ruedas.
Pero también cuenta con un sinfín de bancos de madera donde algunos mendigos se
tumban a dormir o descansar. Se da la circunstancia de que algunos de estos
bancos de madera se encuentran a las puertas de algunas de estas entidades
bancarias, un hecho que confronta a ricos y pobres en un deliro al que el
sistema parece hacernos insensibles. Por el centro también abundan las
relojerías y joyerías, los hoteles de lujo, las tiendas de ropa carísimas y los
restaurantes con solera. Al final, como el agua del Ródano, todo lo que sucede
en la ciudad tiende a desembocar en el lago, testigo mudo e inmóvil que otorga
a Ginebra el estado asintomático que nos transmite al conocerla.
York (Inglaterra)
Tal vez sea York
(con permiso de Bath) la ciudad monumental más bonita de Inglaterra. En sus más
de dos mil años de historia ha sido una de las plazas donde se ha decidido el
devenir de la nación británica. La antigua Jórvík fue uno de los más
importantes centros comerciales vikingos en el siglo IX y, desde entonces, no
dejaría de adquirir importancia, hasta convertirse, tras la Guerra de las
Rosas, en la capital del norte del país, una especie de Invernalia. Pues bien,
toda la esencia histórica que desprenden tantos siglos de sucesos trascendentales
se deja sentir al pasear por sus calles estrechas y húmedas mientras se
contemplan las maravillas de la arquitectura civil y religiosa, donde destaca
sin duda la catedral gótica.
York es una de
las ciudades más románticas de Europa (entendiendo por romanticismo el estilo
artístico del siglo XIX); una ciudad llena de vestigios de piedra y ruinas, de
museos y de turistas de fin de semana, pero también de ciertas peculiaridades,
como el museo vikingo, el pub más antiguo de Inglaterra (el Ye Olde
Starre Inn) o viejas callejuelas como The Shambles, que nos transportan a
una antigüedad difícil de recrear. Pero lo que más me llama la atención de York
es el ambiente provinciano que conserva a pesar de encontrarse rodeada de las
grandes capitales industriales del norte de Inglaterra. Su historia representa
su orgullo, algo que exhibe altiva y engalanada ante la cada día mayor
afluencia de turistas. Sin embargo, sus mañanas y su día a día recuerdan,
salvando las distancias sociales y culturales, a las de una pequeña capital
castellana, una villa de la Provenza o una ciudad monumental de la Toscana,
pues desprende un aire europeo que debería recordarles a aquellos con tendencia
al aislamiento que la tierra de unos está formada por el polvo que trajeron otros.
Bergen (Noruega)
Bergen es la
segunda ciudad más grande de Noruega. Se trata de un precioso enclave donde
llueve durante trescientos días al año. Llegué a Bergen una tarde de julio en
la que llovía con pereza, pero nada más apearme del vehículo la lluvia se detuvo
dejando paso a un sol tenaz. El cielo estaba estrellado a pesar de que era aún
de día. La latitud de Bergen es tan elevada que confunde, pues da la impresión
de estar más cerca de la bóveda celeste. Algo que contrasta con el enclave de
una ciudad atrapada entre dos accidentes naturales; a un lado las montañas y al
otro el mar.
Sus atractivos
turísticos son variados y entre ellos destaca el Bryggen, un grupo de casas de
madera levantadas en el siglo XVIII según la traza medieval. Frente a ellas
está la bahía de Vågen, cuyo mercado marítimo es uno de los mayores reclamos
turísticos del país. En él se puede adquirir todo tipo de pescado. No muy lejos
de allí se encuentra el funicular que asciende al monte Fløyen, desde donde el
trazado de la ciudad se muestra al desnudo. Pero quizá el monumento más
especial sea una iglesia que se encuentra a las afueras, la de Fantoft. Se
trata de uno de esos templos protogóticos con tejado de madera a dos aguas que
evocan un barco vikingo, una stavkirke. Recuerdo que en su interior
había un pequeño retablo insertado en la angostura del ábside que brillaba
gracias a un haz de luz que entraba por uno de los vanos saeteros; el paradigma
de la luminosidad. Una imagen inolvidable e indescriptible. Un fenómeno
extraordinario sobre el que radica la esencia del viaje: experiencias que no
podemos describir pero que sin embargo amplían nuestra percepción del mundo. Al
fin y al cabo, como decía Unamuno: Se viaja no para buscar el destino sino para
huir de donde se parte.
Reportaje
publicado en el suplemento dominical de La Opinión de Zamora el 20/11/2016
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De EL VIENTO QUE
AGITA LA CEBADA (blog del autor), 22/11/2016
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