La realidad de la
máscara es el rostro.
Separada la
cabeza del tronco, cortada transversalmente, ahuecada, nace la máscara. Su
pretexto y su justificación lo constituye el deseo de inmovilizar y amplificar
un gesto. Cuanto conserva de común con el rostro humano es solamente materia,
como la pasta, la piedra, el cartón. Así, mientras contenga menos rasgos de
fiel reproducción humana, más pronto se encamina, y con menos peligro de
naufragio, a la isla del arte. Y en ella no vive totalmente mientras no rompe las
ligaduras que la ciñen a usos utilitarios.
El nacimiento de
la máscara dibujó, siquiera imprecisamente, los límites entre el espectáculo
ideal y la diaria faena real. Antigua como la palabra, tan semejante a ella en
cuanto pretende fijar en estrecho y definitivo gesto la expresión de una
realidad significativa; en cuanto se le destina a la vez que a mostrar algo, a
ocultar algo también, es como ella un a modo de puente tendido hacia un reino
puro. La realidad no cede su porción, y el puente no cae para quedar de la otra
parte sino cuando la máscara se basta a sí misma, libre y sola, sin memoria de
su origen.
En el principio
era el rostro. La vida seguía un desarrollo sencillo que no iba a ninguna
conclusión. En la Naturaleza dormían las intenciones que el artista, como un
dios minúsculo, habría de despertar más tarde. El cuerpo, libre y desnudo, era
un fruto más entre los frutos desnudos. Tras el pecado, hijo de la curiosidad
que desea mirar más allá del horizonte definido, el castigo vino a separar el inocente
existir del ambicioso goce ignorado. Entonces el cuerpo, consciente de su
estado de naturaleza, buscó el vestido, que es una máscara sin significaciones.
Quedaba libre el rostro.
La fuga del
rostro hacia la máscara es un síntoma de pura sangre estética.
La máscara
principia por agrandar el rostro, duplicando el valor de sus rasgos con la
intención de dotarlos con mayor fuerza e imperio. Desde este momento, al perder
el carácter de mera reproducción escultórica, adquiere una significación
simbólica. Se la destina al rito, lo cual es ya un principio de libertad: senda
medianera entre la representación mecánica del rostro y la pura misión
artística.
Grecia le fija
una función que es un anticipo de existencia independiente. La usan los actores
en la tragedia, en la comedia –como antes en la alegría de Dionisos-, para
hacer de sus móviles rostros un solo petrificado gesto, alto sobre los humanos
cambiantes gestos. Aun dotada de esta función, todavía la ensombrece, atándola
a la roca del tropo, la idea de que simboliza la tragedia. Así se la representa:
mujer que muestra al espectador la máscara dura, de violento gesto, mientras
que, primera paradoja del comediante, elude y desvía el rostro impasible.
En una de las
porciones de su doble posición, alcanza ya una finalidad artística. Para la tragedia,
el rostro ha muerto, se ha quedado de la parte de realidad que representa para
el arte un puro utensilio aniquilado. La máscara tiene en cambio, si no una
existencia libre, una existencia definida, sin nexo con la realidad cotidiana.
Es ya la síntesis de una imaginación estética con fáciles proporciones
asequibles. Por ello la tragedia la ocupa como intermedio para equilibrar su
lenguaje artístico que usa de las diarias palabras acomodadas y elevadas a la
categoría estética –palabras altas, sí, pero claras a la humana inteligencia-
con el rostro del comediante, desviado también de la inmediata naturalidad.
El rostro del
comediante es, pues, solamente la máscara.
Al borde de la
deseada libertad estética, sufre caídas y desvíos. La significación ritual o
simbólica parece dejarla escapar a manos de una función aventurera: se
convierte entonces, limitando su representación y su cuerpo, en el antifaz. Al
mismo tiempo que se recortan sus dimensiones, pierde expresión y significado.
El uso ritual guerrero o simbólico se derrumba frente a una mezquina función
práctica. Su misión se reduce a ocultar el rostro que había aniquilado. El
antifaz, que no tiene independencia expresiva, que para el arte no existe,
cubre el rostro que como aislado recipiente de arte no ha existido jamás.
Como motivo
ornamental de sus grandes o pequeñas creaciones, los arquitectos antiguos y
modernos la han usado, movidos tal vez y en primero por el sentimiento
alegórico que ofrece, seducidos más tarde por el pequeño mundo de armonías plásticas
que contiene. Clara evolución de significaciones: de la consideración simbólica
de la máscara, en la que cada rasgo es un jeroglífico con literaria traducción
al recuerdo, el arquitecto pasa a estimar el lenguaje puramente estético de
líneas cuya significación nace y muere, o perdura, aislada y libre en sí misma.
Sin embargo, no
es adherida al muro de la arquitectura donde la máscara adquiere su pleno valor
artístico. El arquitecto, aun comprendiendo el tesoro de significaciones que
encierra, la usa solamente con fines decorativos: así un racimo de vid, así un
haz de hojas de acanto. Y la máscara no merece que se la deje en un campo
extraño a donde no puede expresarse sino de un restringido modo.
Varios mundos se
la disputan. Bajo ellos la máscara se ha ensombrecido. La realidad la solicita
para dedicarla a un uso práctico –para ocultar o, simplemente, para jugar. El
mundo ideal la requiere como medio para expresar sus ideas simbólicas:
religión, farsa. Ambos hacen de ella un útil intermedio entre su intención y su
resultado.
Muerta u olvidada
la función práctica –la aventura y el carnaval-, ahogada en la corriente
moderna la significación estética. Imposible, entonces, incluirla en los
dominios de la pintura o de la escultura. Si de ambas participa, en ninguna
puede inscribirse.
Ya la miramos
sola, inútil para cotidianos usos y desencadenada del símbolo, con una forma
pura que puede alimentarse de contenido artístico. Y si se basta a sí misma,
otras realidades de arte están obligadas, en una especia de internacional
derecho estético, a permitirle una existencia cerrada en su pequeña, libre y
significativa isla de arte.
_____
Villaurrutia, X.
(2004). Estética de la máscara, pp. 16-25. Luna Córnea número 27, Lucha Libre.
CONACULTA: México, D.F. 2 Xavier Villaurrutia. Obras, segunda edición
aumentada, FCE, México, 1996 (Col. Letras Mexicanas).
No comments:
Post a Comment