No sé bien por
qué los vengo a recordar ahora. Ya los había eliminado de todo registro por su
condición de seres insustanciales en una época confeccionada con la misma
receta. Distante del reciclaje mercenario con que la publicidad nos asalta de
vez en cuando, mezcla de naftalina y silicona, me reencuentro ahora con este
trío de fantasmas paliduchos de hace dos décadas. Época extraña, de encierro
colectivo y privado, con un capataz que, pese a encontrarse en su cuenta regresiva,
aún ejercía sobre todos nosotros su poder brutal. Pero ese era un tema que sólo
a mí me inquietaba y muy a la pasada. En ausencia de otras alternativas,
solucionaba el dilema con un par de cancioneros, afiches, panfletos y casetes
metidos dentro de mi mochila. Mis amigos, en cambio, daban la espalda a la
realidad sin ninguna clase de confusión interior, sólo las ganas de tomarse de
las manos y conformar una suerte de familia postiza, con promesas de fidelidad
eterna que el tiempo se encargaría de hacer añicos.
La memoria trae
el agradecimiento de Pablito por mi defensa ante los matones de curso,
violentados por su respiración alfeñique, encabezados por el mismísimo Loco.
Así vinieron las invitaciones a su casa para compartir los almuerzos con su
padre -un juez en ejercicio-, quien no pronunciaba ni media palabra, sino sólo
sorbía la sopa añorando a su mujer, la difunta vigilante del retrato iluminado
de la pared. De su semblante deduje que no le alteraba mi presencia en aquella
casa del barrio Manuel Montt, dos cuadras al sur de la avenida Providencia. Tal
vez no le importaba o simplemente no la percibía. Luego se sucedieron las onces
preparadas por Cecilia, la hermana mayor de Pablito. Pálida, de textura láctea,
en maduración confusa y voluble. No tardamos en tomarnos el sótano como nuestro
nuevo hogar, cuya luminosidad salía del farol de la estupidez. El candor me
hizo creer que los besos y las manos entrelazadas bastaban. A Pablito lo
tomamos como nuestro hijo, más bien nuestra mascota, a quien de vez en cuando
acariciábamos en la cabeza.
El Loco no pasó
por alto mi alejamiento de las barrabasadas que acometíamos en sociedad. Atrás
quedaron los robos de colaciones de compañeros y de vino dulce de la capilla,
el tráfico de pornografía, las invocaciones al demonio con rock y citas de
Baudelaire. Cuando quiso indagar en mi retirada, orgulloso e ingenuo, decidí
hablarle de Cecilia, un trofeo alcanzado por mí sin recurrir a él ni a su
maldad cómplice. Por sus ojos saltones debí percatarme que no se quedaría de
brazos cruzados y que, por el contrario, me seguiría los pasos. De convidado de
piedra evolucionó a invitado de honor en la mesa compartida por el señor juez,
Pablito (a quien también dejó de atormentar cada vez que yo daba vuelta la
espalda) y Cecilia.
En lo más alto de
esta planicie borrosa, la presencia del Loco se tornó superior a la mía. Aún
más, asumió el papel de anfitrión, con derecho a recriminar mis ausencias: que
Cecilia nos había preparado un kuchen de manzanas, que había escrito una
composición y quería saber nuestra opinión (supuestamente, apelando a nuestra
condición de escritores), que había grabado de la radio una canción nueva para
que la escuchásemos, todos juntos, en el equipo de música. Decidí recuperar
terreno. No tuve otra alternativa más que seguir la corriente y tragarme, una y
otra vez, la versión del Loco sobre la muerte de su padre, un piloto de pruebas
de la aviación, tal vez demasiado parecida a la de algún personaje de ciencia
ficción. Por los ojos de Cecilia, yo sabía que se dejaba encantar por las
fantasías de este precoz demonio, mientras Pablito miraba desde un rincón
alternando la satisfacción, la condescendencia y, sin percatarme del todo, el
deseo.
Hoy reparo en
esta suerte de refugio, calor protector entre pares, degustando con bebidas
gaseosas los manjares preparados por Cecilia y, sobre todo, sentándonos en los
desvencijados sillones dados de baja por el señor juez para escuchar la música
almacenada en esos casetes con cintas gastadas de tanto regrabarlos. En su
mayoría, temas ignorados por los sujetos de afuera, baladas románticas del
cancionero latino, italiano e inglés. Nada de guitarreos eléctricos demasiado
violentos, menos canciones de protesta y para qué decir la Nueva Trova con olor
a insurgencia. Ellos sólo tenían tiempo para coleccionar almíbar en sus tarados
corazones, incluyendo a un Loco vuelto cada vez más (o disfrazado de) ángel.
La última reunión
en el sótano de los hermanos Pablito y Cecilia la recuerdo como una sucesión de
estruendos, de luces y sombras. Sangre de nariz del Loco, mezclada con la de
Pablito, la mía tal vez y el período de Cecilia. Una aplanadora nos pasó encima
y decidí no saber nada más de todos ellos. Prefiero recordarlos (si es que…)
como fantasmas pálidos de hace veinte años que como moscas que se deslizan por
el excremento santiaguino de hoy.
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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 01/08/2016
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