Idioma
original: alemán
Título
original: Paititi
Traducción: Juan Godo Costa
Año de
publicación: 1.963
Valoración: Se deja leer
Es posible que
últimamente me haya venido excediendo algo con introducciones sobre los autores
de los libros reseñados. No es por justificarme pero a veces, por
circunstancias muy diversas, tiene más interés el autor que su obra. Así que
voy a incurrir una vez más en el desajuste, porque en esta ocasión la
desproporción resulta bastante evidente.
Hans Ertl fue
fotógrafo oficial del mariscal Rommel, y fue también el cámara que filmó, a las
órdenes de Leni Riefensthal, el famoso documental sobre las Olimpiadas de
Berlín de 1.936. Era el típico personaje hiperactivo, que aparte de la
fotografía y el cine, era alpinista, explorador y aventurero allá donde se
presentase la oportunidad. Así, participó en expediciones lo mismo al Nanga
Parbat que por Groenlandia o la Tierra del Fuego, aunque su destino favorito
fue la zona central de Sudamérica, donde los Andes se encuentran con la cuenca
del Amazonas. Tiempo después, Hans se afincó precisamente en Bolivia huyendo de
las represalias tras la guerra –aunque él siempre negó haber sido nazi-,
manteniendo relaciones no muy claras tanto con el famoso criminal nazi Klaus
Barbie como con el dictador boliviano Hugo Bánzer. Aún vive allí una de sus
hijas, mientras otra de ellas -la de la foto- llegó a ser importante activista
de un grupo guerrillero izquierdista (y de hecho, liquidó personalmente al
asesino del Che). Vamos, una vida de película la de toda la familia Ertl.
Precisamente el
libro cuenta la expedición que, encabezada por Hans, partió en 1.954 en busca
de la legendaria ciudad inca de Paititi, con el objetivo de rodar un
documental. Para entendernos, todo el mundo conoce la leyenda de Eldorado: los
conquistadores españoles encontraron grandes cantidades de metales preciosos en
América y se multiplicaron las leyendas y rumores sobre fabulosas ciudades
perdidas construidas en oro, y cosas por el estilo. Eldorado se llamó
genéricamente a cualquiera de esas ciudades legendarias, una de las cuales era
Paititi, cuya ubicación no terminó de estar clara. Para allá se fue Ertl,
siguiendo los pasos de otra expedición fracasada, y acompañado por cierto por
dos de sus hijas, entonces adolescentes.
Desde el
principio nos parece el documentalista alemán un sujeto más bien hosco, que de
ocasiones anteriores parece arrastrar algunos desencuentros con sus
colaboradores. Es también sin duda un tipo resuelto, amante de la aventura en
sí misma, de la que disfruta al margen del objetivo concreto que se persiga. Es
decir, Ertl va en busca de Paititi porque se supone que está por allí, hay una
selva que atravesar, riesgos que asumir, y seguramente imágenes que
llevar a Europa. Y esa actitud se reflejará directamente en el libro.
La narración no
oculta muchas sorpresas. Parte la expedición con su equipo y van avanzando
hacia zonas remotas, con paradas en aldeas cada vez más minúsculas donde son
recibidos con hospitalidad. A veces son antiguos caminos trazados por los
incas, otras veces senderos vertiginosos o ríos que hay que cruzar mediante
ingenios mecánicos, y en la fase más avanzada, la selva en toda su crudeza,
donde hay que abrirse paso a machetazos. Ertl admira las maravillas de la
naturaleza, tiene sus diferencias con los peones locales que le acompañan, y se
emociona cuando empieza a descubrir muros y escaleras de épocas remotas. Tanto
da que sea o no la Paititi de la que hablaron los historiadores. Nuestro
explorador no ha venido a buscar oro y quizás ni siquiera fama, sino a vivir
una experiencia excitante. Y así, el momento más emocionante lo constituye el
hallazgo de un pequeño cascabel de bronce: después de desenterrarlo, lo pone
bajo un chorro de agua para lavarlo, y en ese momento emite un pequeño
tintineo. Hans queda sobrecogido ante el primer sonido que el pequeño objeto
emite tal vez desde hace siglos.
La principal
singularidad de este libro es, como digo, el carácter aventurero de su autor.
Ertl no es historiador, ni arqueólogo, ni naturalista, de manera que no tenemos
prácticamente ningún dato científico acerca de lo que se narra. Es la mirada de
un aficionado que seguramente ni tan siquiera se planteó escribir un libro,
alguien a quien atrae descubrir cosas o avanzar por donde nadie lo había hecho,
y que cuenta lo que ve con la mirada ingenua pero también limpia del profano,
alguien que se emociona con las cosas sin conocer su trascendencia.
Si ese particular
punto de vista nos convence, el libro puede resultar gratificante. En caso
contrario, tampoco ocurrirá nada si prescindimos de él.
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De UN LIBRO AL
DÍA, 07/11/2016
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