Así vale la pena
escribir: “En la historia moderna, y tal vez pueda decirse que en toda la
historia (…) no hay acontecimiento que se conozca menos ni que impresione tanto
a la imaginación”. Se trata de La rebelión de los tártaros o huida del
Khan de los calmucos y su pueblo de los territorios de Rusia a las fronteras de
China. Es una joya bibliográfica y quien la firma es nada menos que Thomas
De Quincey, “benefactor intelectual de la humanidad”, según sus propios deseos
de opio e inmortalidad.
La saga recreada
por De Quincey es colosal: 700.000 tártaros deciden emprender el éxodo. Era
1770. Oubacha era el Kan de los calmucos. Zebek Dorchi, su primo y consejero.
El Zar de Rusia los oprimía, despreciaba su religión, incrementaba los
impuestos, construía fortalezas para cercenarles tierras de pastoreo “hasta
obligarlos a renunciar a sus rebaños”, arengaba Zebek a los humillados ex
nómades y proseguía “y a reunirse en ciudades como Sarepta, donde serían
zapateros, sastres y tejedores, oficios bajos y serviles que siempre ha
menospreciado el tártaro que nace libre”. La decisión de partir se consultó con
los astros y con el Lama: cuando el Volga se congelase, en medio del invierno
atroz de la estepa, y permitiese a todo un pueblo cruzar sobre el hielo, partirían.
Y así se hizo.
La cacería más
despiadada empezó: los rusos se vengaban de la hechicera[1] y los kirguizes y los
bashkires de antiguas querellas: la caravana interminable era atacada por los
otros pueblos que encontraban a su paso, además del frío y el calor agobiantes,
la sed y el hambre, “el espectáculo se volvió demasiado atroz; era una hueste
de locos perseguida por una hueste de demonios”, cuenta De Quincey.
Los hechos son
absolutamente reales, figuran en cualquier enciclopedia, sucede que el autor de Seres
imaginarios y reales y gran defensor de Judas Iscariote los dota al
escribirlos de un vértigo irrepetible: ¿Se imaginan lo que sería hoy si una
ciudad de un millón de habitantes decide ser abandonada por quienes padecen en
ella para dirigirse todos juntos hacia la Tierra Prometida? ¿Sería inconcebible
o no? ¿Qué viviremos mañana?
La titánica
odisea tártara terminó a orillas del Lago Terguiz: fue la última de las
matanzas, tras diez días de cruzar el desierto, las reservas líquidas agotadas,
y a donde todos, perseguidores y perseguidos, fueron a zambullirse y salvarse
cuando, según el testimonio del británico, “de pronto las aguas del lago se
tiñeron de sangre por todas partes; aquí corría una partida de salvajes
bashkirs tajando cabezas con la rapidez de un segador entre las mieses, allá
los calmucos inermes ceñían en un abrazo mortal a sus odiados enemigos, ambos
con el agua a la cintura, hasta que la lucha o el puro agotamiento los hundía y
se ahogaban uno en los brazos del otro”. El horror, el horror, alguien
clamaría.
Sólo llegó una
tercera parte de los emigrados. El emperador chino los acogió y mandó a
levantar dos columnas de granito con esta inscripción:
Por la
voluntad de Dios,
Aquí, al borde
de estos desiertos,
Que en este punto
comienzan y se dilatan,
Sin caminos,
sin árboles, sin agua
Durante miles
de millas a lo largo de las fronteras
De muchas
naciones
Descansaron de
sus trabajos y sus grandes sufrimientos,
A la sombra de
la Muralla China,
Y por la
gracia de Kien Long, Lugarteniente de Dios
En la Tierra
Los antiguos
Hijos del Desierto
(…)
Bendito el
día: 8 de septiembre de 1771
Ese es el final
de la historia contada por De Quincey. No todos los calmucos emprendieron el
éxodo a China, algunos se quedaron en Rusia y con ellos, el gran padre Stalin
creó a la fuerza, en 1935, la República Socialista Soviética Autónoma de
Calmuquia, cerca de Astrakán, al noroeste del Mar Caspio.
Cuando los nazis
invadieron la URSS, los calmucos volvieron a rebelarse: Stalin no se los
perdonó, y no sólo abolió su creación sino que deportó a miles a Siberia. La
historia volvía a repetirse.
El Kan del
Kremlin murió en 1953 y sólo cuatro años después, Nikita Khruschev, a la cabeza
del Soviet Supremo, emitió un decreto donde rehabilitaba a los “pueblos
minoritarios” que habían sido acusados de “deslealtad” durante la II Guerra
Mundial.
Uno de esos pueblos
fueron los calmucos.
Río Abajo, 4 de
noviembre de 2016
[1] En 1223 la Crónica de Novgorod documentó la llegada,
desde Tartaria, de una hechicera acompañada por dos hombres. Exigieron la
entrada de una décima parte de todo: ´de los hombres, las princesas, los
caballos, el tesoro, una décima parte de todo´. Los príncipes rusos se negaron.
Empezó la invasión de los mongoles.
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Imágenes:
Jean-Baptiste
Leprince/Arquero calmuco, 1760
Calmuco, 1843
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